miércoles, 31 de mayo de 2017

Wilson

El accidentado reinicio de un hombre desconectado. 'Wilson' (2017), de Craig Johnson, es una estimulante fábula mordaz acerca de cómo la decepción sobre el curso de la vida no tiene por qué contaminarse con la amargura. Wilson (excelente Woody Harrelson), por su forma abrupta de relacionarse con los demás, es como un elefante que entra en una cacharrería, a veces es tan directo que abruma, y si la mentira suele colindar mucho con la conveniencia, la sinceridad, aunque sea la honestidad su inspiración, puede resultar inoportuna y torpe. Pero, por otro lado, Wilson posee una naturalidad genuina, irreductible al desaliento pese a la sucesión de contrariedades y frustraciones que le deparan los giros de la vida o la conducta de los otros, que le convierte en un luminoso personaje entrañable.
Wilson es un hombre, como suele decirse, en la edad madura, esa edad que ronda o supera los cincuenta en la que el cuello empieza a doler más por mirar de modo cada vez más insistente hacia atrás con la sensación de que se han escurrido los principales años escénicos de la vida. Y quizás nunca abandonaste el arcén. Y quedaste abocado a los márgenes donde escasean las historias, y por tanto la sensación de acontecimiento en la vida. Algo que en cierto modo Wilson comparte con el personaje que también bordaba magníficamente Steve Buscemi en 'Ghost world' (2001), de Terry Zwigoff, la primera adaptación cinematográfica de una novela gráfica de Daniel Clowes (el mismo Zwigoff se inspiraría en otra de sus obras para 'Art school confidential', 2006). En aquel caso las dos adolescentes protagonistas, interpretadas por Thora Birch y Scarlett Johansson, deciden, de entrada, jugar con la soledad de ese hombre, un desconocido en la distancia cuya vida ignoran (y nada les preocupa), cuando descubren que intenta conocer a alguna mujer a través de una página de contactos. El curso del relato dejará en evidencia cómo se puede establecer contacto o crear conexión del modo más imprevisto e inimaginable. Y que, al fin y al cabo, esa es la primordial sustancia de la vida. El resto es simulación e inconsciencia.
El intento truncado de suicidio del protagonista masculino de la anterior obra de Craig Johnson, ' The Skeleton twins' (2014), de rebote frustra el intento de suicidio de su hermana gemela. Ambos se recomponen juntos en un reinicio vital que confronta con las decepciones, con los sueños truncados, con las frustraciones no compartidas, con las insatisfacciones enquistadas en una rutina de vida con la que no se atreve a romper. Wilson también se plantea un reinicio de vida. Se ha abandonado a una vida de inercias, amargura y desgana. La decepción es desastrada, como su hogar. La decepción ya no cree en (re)construir o decorar la propia vida. Y como se torna en amargura, tampoco se preocupa de la conexión con los demás, a los que sólo se responde como caricaturas, como si ya él mismo fuera un dibujo animado que imita la voz de su perro. En este sentido, Wilson se ha atorado en la misma actitud distante (con respecto a la realidad y los otros) que las dos adolescentes de 'Ghost world'. pero en aquel caso son dos jóvenes aún en formación que aprenden que el otro no es un objeto de irrisión, una entidad, sino otro ser con ilusiones y decepciones. Wilson se ha ido agriando convirtiéndose en una costra emocional ensimismada en su propio lamento. La vida no es lo que soñabas cuando eras adolescente, se dice en la secuencia introductoria. El astronauta que aspirabas a ser es un hombre cabizbajo que regurgita bilis en su reducida cápsula. De alguna manera, Wilson se suicida lenta y progresivamente.
Cuando Wilson descubre que el único amigo que le queda se va a trasladar de ciudad opta por recomponerse y reiniciar, en suma, despertar. No puede convertirse en el cincuentón que será sesentón que se dedica a pasear a su perro mientras asusta a los viandantes que quieren acariciarlo con una voz de muñeco diabólico que se supone imita a la del perro. Wilson toma la dirección del pasado, como si pudiera reconfigurar una dirección alternativa en el tiempo. ¿Y si hubiera prosperado su relación sentimental con Pippi (Laura Dern)? Wilson irrumpe en su vida con su escasa pericia en el cuidado de las etiquetas sociales. No es insensible pero si un tanto bruto. Su misantropía no dejaba de ser un escudo (y una costra) pues más bien le define una ingenuidad que aún resurge cuando recupera la ilusión de poder configurar una realidad que se ajusta a un ideal que pensaba irremisiblemente deteriorado, una familia con imprevista hija adolescente incluida, casi como si viviera en una realidad aparte que no pudiera ser infectada o dañada por la intrusión de las mezquindades que precisamente había enfocado con precisión a lo largo de los años y nutrido con coherencia el retiro de su misantropía. Pero la ilusión no sabe del mísero ras de suelo, aunque su apariencia sea resplandeciente como esos adosados que tanto se parecen unos a otros (porque probablemente sus habitantes se parecerán unos a otros). Y su entusiasmo no es invulnerable a su ácido.
Johnson traza con estimable destreza la singular y paradójica personalidad de Wilson. Mantiene el adecuado equilibrio, como la misma modulación de la narración, sin abundar, como coche sin frenos, en lo grotesco ni tampoco apretar el amortiguador de la acaramelización. El logro de ese desafío culmina en los brillantes pasajes finales, definidos, además, por una concisa y elíptica narración, en los que, incluso, logra extraer una queda pero conmovedora emoción: La sonrisa temblorosa pero aún voluntariosa del que, por exponerse de nuevo a la ilusión, se ha visto vapuleado por las decepciones y las interferencias de la mezquina vertiente humana. Pero la ilusión de crear conexiones persiste pues, al fin y al cabo, es la materia de los sueños y la sustancia de la vida (posible).

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