miércoles, 31 de mayo de 2017

Wilson

El accidentado reinicio de un hombre desconectado. 'Wilson' (2017), de Craig Johnson, es una estimulante fábula mordaz acerca de cómo la decepción sobre el curso de la vida no tiene por qué contaminarse con la amargura. Wilson (excelente Woody Harrelson), por su forma abrupta de relacionarse con los demás, es como un elefante que entra en una cacharrería, a veces es tan directo que abruma, y si la mentira suele colindar mucho con la conveniencia, la sinceridad, aunque sea la honestidad su inspiración, puede resultar inoportuna y torpe. Pero, por otro lado, Wilson posee una naturalidad genuina, irreductible al desaliento pese a la sucesión de contrariedades y frustraciones que le deparan los giros de la vida o la conducta de los otros, que le convierte en un luminoso personaje entrañable.
Wilson es un hombre, como suele decirse, en la edad madura, esa edad que ronda o supera los cincuenta en la que el cuello empieza a doler más por mirar de modo cada vez más insistente hacia atrás con la sensación de que se han escurrido los principales años escénicos de la vida. Y quizás nunca abandonaste el arcén. Y quedaste abocado a los márgenes donde escasean las historias, y por tanto la sensación de acontecimiento en la vida. Algo que en cierto modo Wilson comparte con el personaje que también bordaba magníficamente Steve Buscemi en 'Ghost world' (2001), de Terry Zwigoff, la primera adaptación cinematográfica de una novela gráfica de Daniel Clowes (el mismo Zwigoff se inspiraría en otra de sus obras para 'Art school confidential', 2006). En aquel caso las dos adolescentes protagonistas, interpretadas por Thora Birch y Scarlett Johansson, deciden, de entrada, jugar con la soledad de ese hombre, un desconocido en la distancia cuya vida ignoran (y nada les preocupa), cuando descubren que intenta conocer a alguna mujer a través de una página de contactos. El curso del relato dejará en evidencia cómo se puede establecer contacto o crear conexión del modo más imprevisto e inimaginable. Y que, al fin y al cabo, esa es la primordial sustancia de la vida. El resto es simulación e inconsciencia.
El intento truncado de suicidio del protagonista masculino de la anterior obra de Craig Johnson, ' The Skeleton twins' (2014), de rebote frustra el intento de suicidio de su hermana gemela. Ambos se recomponen juntos en un reinicio vital que confronta con las decepciones, con los sueños truncados, con las frustraciones no compartidas, con las insatisfacciones enquistadas en una rutina de vida con la que no se atreve a romper. Wilson también se plantea un reinicio de vida. Se ha abandonado a una vida de inercias, amargura y desgana. La decepción es desastrada, como su hogar. La decepción ya no cree en (re)construir o decorar la propia vida. Y como se torna en amargura, tampoco se preocupa de la conexión con los demás, a los que sólo se responde como caricaturas, como si ya él mismo fuera un dibujo animado que imita la voz de su perro. En este sentido, Wilson se ha atorado en la misma actitud distante (con respecto a la realidad y los otros) que las dos adolescentes de 'Ghost world'. pero en aquel caso son dos jóvenes aún en formación que aprenden que el otro no es un objeto de irrisión, una entidad, sino otro ser con ilusiones y decepciones. Wilson se ha ido agriando convirtiéndose en una costra emocional ensimismada en su propio lamento. La vida no es lo que soñabas cuando eras adolescente, se dice en la secuencia introductoria. El astronauta que aspirabas a ser es un hombre cabizbajo que regurgita bilis en su reducida cápsula. De alguna manera, Wilson se suicida lenta y progresivamente.
Cuando Wilson descubre que el único amigo que le queda se va a trasladar de ciudad opta por recomponerse y reiniciar, en suma, despertar. No puede convertirse en el cincuentón que será sesentón que se dedica a pasear a su perro mientras asusta a los viandantes que quieren acariciarlo con una voz de muñeco diabólico que se supone imita a la del perro. Wilson toma la dirección del pasado, como si pudiera reconfigurar una dirección alternativa en el tiempo. ¿Y si hubiera prosperado su relación sentimental con Pippi (Laura Dern)? Wilson irrumpe en su vida con su escasa pericia en el cuidado de las etiquetas sociales. No es insensible pero si un tanto bruto. Su misantropía no dejaba de ser un escudo (y una costra) pues más bien le define una ingenuidad que aún resurge cuando recupera la ilusión de poder configurar una realidad que se ajusta a un ideal que pensaba irremisiblemente deteriorado, una familia con imprevista hija adolescente incluida, casi como si viviera en una realidad aparte que no pudiera ser infectada o dañada por la intrusión de las mezquindades que precisamente había enfocado con precisión a lo largo de los años y nutrido con coherencia el retiro de su misantropía. Pero la ilusión no sabe del mísero ras de suelo, aunque su apariencia sea resplandeciente como esos adosados que tanto se parecen unos a otros (porque probablemente sus habitantes se parecerán unos a otros). Y su entusiasmo no es invulnerable a su ácido.
Johnson traza con estimable destreza la singular y paradójica personalidad de Wilson. Mantiene el adecuado equilibrio, como la misma modulación de la narración, sin abundar, como coche sin frenos, en lo grotesco ni tampoco apretar el amortiguador de la acaramelización. El logro de ese desafío culmina en los brillantes pasajes finales, definidos, además, por una concisa y elíptica narración, en los que, incluso, logra extraer una queda pero conmovedora emoción: La sonrisa temblorosa pero aún voluntariosa del que, por exponerse de nuevo a la ilusión, se ha visto vapuleado por las decepciones y las interferencias de la mezquina vertiente humana. Pero la ilusión de crear conexiones persiste pues, al fin y al cabo, es la materia de los sueños y la sustancia de la vida (posible).

martes, 30 de mayo de 2017

El sentido de un final

'La historia es la certeza obtenida en el punto en el que las imperfecciones de la memoria topan con las deficiencias de la documentación'. " En 'El sentido de un final' (The sense of an ending, 2017), de Ritesh Batra, adaptación de una las más inspiradas novelas de Julian Barnes, el sexagenario Tony (Jim Broadbent) se confronta con un pasado que quizá no recuerda como era (imperfecciones de la memoria), y del que, además, le faltaban otros reveladores ángulos (deficiencias de la documentación). Una confrontación que, incluso, determinará otro enfoque sobre sí mismo, sobre su presente, sobre su actitud. No sólo modificará la forma de relatar su propia vida ('¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos.'). Sino, por los contrastes de esos otros ángulos con respecto a su pasado, pero también con respecto a su presente (o pasado más cercano: su matrimonio truncado), lo que implica con respecto a su actitud vital, modificará su forma de enfocarse y de enfocar la relación con los otros (Paul Auster escribió: 'El lenguaje no es la verdad. Es nuestra forma de existir en el universo')
En la anterior obra de Batra, la excelente 'The lunchbox' (2013), Saajan (Irfan Kahn), es un contable a punto de jubilarse, el hombre al que no debería haber llegado la fiambrera con comida que, por error del servicio de mensajería, dejó de llegar a su destino previsto, el marido de Ila. Pero, como recuerda Shaikh, el aprendiz que deberá reemplazar a Saajan, en ocasiones el tren equivocado lleva al lugar correcto. Por tanto, una fiambrera de comida es el hilo de Ariadna para quien vivía en coma vital, aparcada su vida, desde que había quedado viudo, entregado a la contabilidad, a los números, con los que había mantenido una aplicada relación durante treinta y cinco años. Pero con la vida había perdido el pulso, el contacto, el vínculo. En la vida hay quienes, como Ila, para transformar su vida necesitan enfrentarse con su circunstancia y buscar otra dirección (sabe que tiene que asumir que su matrimonio es ya un fardo, un cuerpo sin signos vitales). Está decidida a probar si puede ser Saajan 'el lugar correcto'. Este en cambio, tendrá que luchar consigo mismo, y esa es una lucha quizá más complicada. Tiene que enfrentarse a cuestiones como sentirse alguien que ha perdido la juventud, a quien separan cerca de treinta años con Ila. Forcejeará con los lastres de la falta de autoestima y su apoltronamiento en el inmovilismo vital. Hasta que comience a considerar si las direcciones incorrectas efectivamente puede que lleven a la estación adecuada.
En 'El sentido de un final', Tony recibe una misiva desconcertante que sacude su vida apoltronada de hombre divorciado (también de la propia vida), encapsulado en su tienda de reparaciones de cámaras (como quien ha dejado incluso ya de mirar la vida, o ha encallado su mirada: 'el tiempo primero nos encalla y después nos confunde'). Esa misiva será el hilo de Ariadna que posibilitará una reparación de su actitud vital, un afinamiento de mirada, y su desencapsulamiento de un inmovilismo vital de gruñón que se ha enquistado en la actitud de quien piensa que la vida le afecta a él, no él a la vida de los otros: Por eso, en el proceso utilizará a Margaret (Harriet Walter), su ex esposa, como contrapunto de su desconcierto, como oyente de sus relatos sobre ese pasado que nunca había compartido durante sus décadas de convivencia. Y por eso, aún preguntará a su esposa, por primera vez, por qué quiso divorciarse de él. Ni durante el pasado parece que se preocupara de lo que sintieran los otros, incluso los que le amaban, porque siempre parecía priorizar lo que sentía él, con los demás como figuras 'útiles' que debían estar en función suya. Esa actitud también está reflejada en su insistencia en el por qué no se le entrega el objeto que le ha dejado en herencia Sarah (Emily Mortimer), la madre de quien fue el primer amor de Tony (Billy Howle) en tiempos universitarios, Verónica (Freya Mayor) . Un objeto que, en el presente, no quiere facilitarle precisamente Verónica (Charlotte Rampling). El objeto en cuestión es el diario de su amigo Adrian (Joe Alwyn), quien fue pareja, después que él, de Verónica. Adrian fue precisamente quien, en una de las clases, estableció aquella definición de la historia en relación a las imperfecciones de la memoria y las deficiencias de la documentación.
A Tony lo que le enerva especialmente, en relación a ese diario que no le facilitan, no es que no pueda saber (él piensa que ya sabe lo que tiene que saber sobre su pasado y los demás) sino que no puede disponer de lo que siente le corresponde. Al fin y al cabo lo que descubrirá en su confrontación con el pasado es cómo sus actos entonces y ahora se fundamentan en lo que cree que le corresponde, aunque se engañara pensando que no era esa la motivación de los actos (el relato conveniente con el que adaptamos y embellecemos, y por tanto tergiversamos con oportunos cortes de montaje, lo experimentado), en vez de preguntarse por las motivaciones y necesidades de los otros. Por eso, por fin afrontará cómo una acción despechada suya entonces pudo influir en las decisiones de otros y determinar consecuencias trágicas. En este proceso de confrontación con los relatos con los que nos autoengañamos y justificamos, Tony se dirá que 'tal vez descubras que te has dedicado a tomar nota de las cosas que no valía la pena anotar (…) Creíamos ser maduros cuando lo único que hacíamos era estar a salvo. Pensábamos que éramos responsables pero sólo éramos cobardes. Lo que llamábamos realismo resultó ser una manera de evitar las cosas en lugar de afrontarlas. El tiempo..., que nos den tiempo suficiente y nuestras decisiones más sólidas parecerán temblorosas, nuestras certezas fantasiosas.
Tony en su confrontación con los ángulos que desconocía reenfocará su pretérito, cuán fantasiosas eran lo que pensaba que eran certezas, y cómo la jactanciosa firmeza de sus acciones camuflaban inseguridades y susceptibilidades que prefería no asumir porque evidenciaban que no habían sido consecuentes sus decisiones con respecto a sus sentimientos (a medida que amplifique su discernimiento serán ya más frecuentes las evocaciones en las que los tiempos confluyen (se conjugan): el actual Tony, y no el joven que lo vivió en su confusión, será, en los últimos pasajes, el contraplano escénico de aquellos de su pasado). Y, por añadidura, reenfocará su presente, que ahora habitará con un gesto distendido, receptivo y acogedor, el gesto de quien ya sabe compartir, preocuparse de los otros y entregarse. Por eso, como reflejo de esa reparación de mirada, que implica un nacimiento de una actitud, resulta elocuente que el escenario de la última secuencia sea su tienda de fotografía, y que reciba la visita de su hija y su bebé recién nacido.

lunes, 29 de mayo de 2017

Las películas de mi vida

El magisterio de la mirada lúcida. 'Las películas de mi vida' (2017), de Bertrand Tavernier, comparte el planteamiento y las cualidades de 'Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine norteamericano' (1995), cineasta que realizaba una breve intervención en una de las obras maestras del cineasta francés, 'Alrededor de la medianoche' (1986). Ambos creadores demuestran un excepcional magisterio reflexivo e instructivo sobre la historia y el lenguaje del cine. En concreto, el viaje personal del francés comprende 40 años del cine francés, desde la década de los 30 hasta inicios de los setenta, antes de iniciar una admirable carrera cinematográfica con la magnífica 'El relojero de Saint Paul' (1974). Durante tres horas que fluyen como si hubiera durado lo que un suspiro, y que dejan con las ganas de proseguir otras tantas, dedica particular atención a varios cineastas, Jacques Becker, Jean Renoir, Marcel Carné, Edmond T Gréville, Jean Luc Godard, Jean Pierre Melville y Claude Sautet.
El primero representa su bautizo en la pasión cinéfila, Con 'Dernier atout' (1942), la opera prima Becker, vivió el descubrimiento, el flechazo, el asombro a través de atracos y persecuciones automovilísticas en la noche. Después llegaría la comprensión de cómo su singularidad estaba relacionada con su aguda asimilación de los modos narrativos del cine estadounidenses, de los que, por otro lado, sabía desmarcarse, como por ejemplo de las coordenadas genéricas de gangsters y atracos, en la matriz del polar 'No toquéis la pasta' (1954), con detalles heterodoxos (como el realismo prosaico de dos atracadores en pijama de rayas limpiándose los dientes). Así como con su versatilidad, esa que transfiguraba el melodrama en su expresión más descarnada y sombría, en las secuencias finales de 'París, bajos fondos' (1952) o que entrecruzaba con soberano magisterio, en 'La evasión' (1960), las despojadas y sintéticas sendas bressonianas con la minuciosidad de la dilatación temporal de 'Rififi' (1955), de Jules Dassin. Renoir supuso para Tavernier el descubrimiento, a través de 'La regla del juego' (1937), de otras formas de narrar, o de priorizar otros elementos en la puesta en escena, en su caso el montaje interno, el desplazamiento y la confluencia de los personajes en el encuadre. Con el tercero y cuarto refleja su talante de mirada a contracorriente que desafía las valoraciones instituidas en los altares cinéfilos, ya sea con cineastas que considera minusvalorados e injustamente despreciados o simplemente olvidados e ignorados. Con Carné reincide en la reivindicación de un cineasta, y un tipo de cine, que fue desconsiderado por algunos críticos de Cahiers du cinema (en especial, Truffaut) como cine de qualité: literario y artificial. Con Grenville recuerda cómo hay aún cineastas arrinconados en el limbo del olvido que merecen un reconocimiento del que carecen (como si nunca hubieran existido). Un cineasta al que, por otra parte, en los inicios de los sesenta, cuando daba sus primeros pasos como crítico, Tavernier conoció personalmente y apoyó incluso económicamente.
Con Melville colaboró como asistente en la extraordinaria 'El confidente' (Le doulos, 1962). Además de analizar con agudo rigor la forma de hacer cine de unos de los más distintivos cineastas, no sólo del cine francés sino en general (por ello, una de las improntas icónicas que más manifiesta influencia ha ejercido en directores posteriores. Michael Mann, Quentin Tarantino, John Wood, Olivier Marchal...), desbroza cómo utilizó recurrentemente, en varias de sus obras, los diferentes espacios, interiores y exteriores, del edificio donde tenia Melville su productora. Con Godard también colaboró, en tareas de publicidad, en 'El desprecio' (1963). Entre sus primeras obras, Tavernier destaca en especial 'Pierrot el loco' (1964). Sautet fue amigo personal, y con su obra realiza, una vez más, una oportuna revalorización de un cineasta injustamente minusvalorado durante varias décadas, hasta el estreno de su excelsa 'Un corazón en invierno' (1992). Tavernier muestra su entusiasmo por 'A todo riesgo' (1960), 'Las cosas de la vida' (1970) y 'Max y los chatarreros' (1971), de la que apunta que pocas obras como esta se aproximaron tanto al estilo de Fritz Lang. Hay otro cineasta con el que colaboró, al que dedica su admiración, Pierre Schoendoerffer. En concreto, por la notable 'Sangre en Indochina' (1965), que considera una de las más grandes obras del cine bélico, e incluso del cine en general, y en cuya producción participó como integrante del departamento de prensa.
Tavernier diversifica el enfoque de su recorrido a dos compositores y un actor, lo que amplia la visión de conjunto del tipo de producción predominante en esas décadas así como otras variables distinguidas. A través de Jean Gabin, aparte del análisis de sus múltiples virtudes como intérprete, efectúa, por su presencia durante las décadas tratadas, una aproximación a otros cineastas a los que suele dispensarse menos atención (Jean Delannoy, Gilles Grangier, Claude Autant-Lara...) o a películas destacadas ('Voici le temps des assassins') que también permanecen ignoradas, además de resaltar una vez más las que protagonizó para Renoir, Carné y Becker. El compositor Maurice Jaubert posibilita pasajes admirativos sobre 'L'Atalante' (1934), de Jean Vigo, así como 'Carnet de baile' (1937), de Julen Duvivier, o sus contribuciones a las magníficas 'Muelle en brumas' (1938) y 'Amanece' (1939), ambas de Carné. Y con Joseph Kosma, amigo del escritor Jacques Prevert, se centra en sus primeras colaboraciones con Renoir, a partir de 'El crimen de Monsieur Lange' (1936), de la que se analiza una de sus mejores resoluciones, el movimiento de cámara en la secuencia del asesinato. Tavernier no deja de lado, por otra parte, aludir a aspectos menos gratos en relación a alguno de sus cineastas admirados (la actitud de Renoir durante la segunda guerra mundial, también cuestionada por Gabin, o las animadversiones que parecía suscitar Carné).
Lúcido analista que supo mantenerse firme en su individualidad , y que no dejó de provocar en cierta medida los menosprecios críticos que también le subvaloraron durante décadas, como si careciera del pedigrí de los entronizados autores de la Nouvelle vague ( a este respecto, por cierto, apunta su admiración por Agnes Varda o Jacques Rozier, generalmente ninguneados frente a los titulares de la Nouvelle vague). Tavernier demuestra su humildad cuando cuestiona un texto propio de entonces en el que utilizaba la descalificación de un cineasta para apuntalar el apoyo a otro. Y también su agudeza, cuando destaca un mal, en el periodismo cinéfilo, que se extiende hasta nuestros días: en el estreno de la excelente 'Las cosas de la vida' un periodista señaló, como si fuera un desdoro, que el personaje de Piccoli podría haber evitado el accidente si hubiera dado el volantazo en la otra dirección, lo que suscitó la reacción indignada de Sautet por el hecho de que se preocupara de un detalle irrelevante desentendiéndose de cuestiones esenciales, como las motivaciones del personaje, y las implicaciones y resonancias de su conflicto. Una picajosidad por lo accesorio, por las superficies del relato, que sigue prevaleciendo en la actualidad en algunas aproximaciones críticas (véase los picajosos del verosímil). Ya no es una cuestión de desenfoque de discernimiento sino de qué es lo que interesa. Elipsis en el tiempo ( o nada varía): Con respecto a la excepcional 'It follows' (2014), de David Robert Mitchell, alguien mostraba su desconcierto, en su aproximación crítica, porque no entendía, por la forma de vestir de los personajes, si la acción transcurría en verano o invierno. De su apasionante reflexión sobre la consciencia de la finitud, el paso a la edad adulta, las mutaciones y límites del deseo y la identidad...ni rastro Por eso, Tavernier nos da no sólo una clase magistral sobre cómo analizar unas obras cinematográficas, sino también sobre las inconsistencias o desenfoques de ciertas miradas, más que críticas, en cuanto reflexivas, que publican sus impresiones, valoraciones y opiniones. Quizá la cuestión no sea qué o cómo vemos sino qué necesitamos ver.

domingo, 28 de mayo de 2017

El rey de los belgas

La odisea europea: el ombligo no es un horizonte. Las obras precedentes del dueto que componen el belga Peter Brosens y la estadounidense Jessica Woodworth conformaban una admirable trilogía tramada sobre la conflictiva relación entre el ser humano y la naturaleza, o la progresiva degradación que ha sufrido esta, y por derivación las comunidades comunidades tradicionales con modos de vida más apegados a la tierra, a sus ciclos, a causa del reverso de un progreso industrial que arrasa sin miramientos el entorno natural. En 'Khadak' (2006) una familía de nómadas mongoles se ve extraída de su entorno, el desierto del Gobi, por la amenaza de una plaga que afecta a los animales, su subsistencia, y son arracimados en un espacio industrial, unos bloques de cemento, erigidos por el gobierno. En 'Altiplano' (2009), los habitantes de un pueblo de los Andes sufren los efectos mortales de una mina de mercurio. En 'La quinta estación' (2012), que transcurre en un pueblo belga de Las Ardenas, la naturaleza misma toma una (enigmática) posición activa, cual gesto de protesta, al interrumpir su ciclo habitual. La primavera no llega. No se genera vida. Las vacas no dan leche, las abejas mueren, las plantas no germinan. Pero se hace oídos sordos a quien propone el racionamiento, porque la mayoría no quiere saber nada de compartir, acostumbrada a lo pródigo, al derroche. Prefieren negar lo real, prefieren borrar las fechas de caducidad. Prefieren seguir escuchando a su propio ombligo. 'El rey de los belgas' (2016) prosigue esos combativos senderos metafóricos de la fábula, aunque resulta una propuesta más distendida, una variante irónica.
En las tres primeras obras el juego formal con los límites, y su transgresión, transitaba la alteración de la percepción de lo real a través de la transfiguración del fantástico (se difuminaban las fronteras entre lo insólito y lo real, entre lo mental y la realidad externa, incluso como si sus planos fueran versos o acordes musicales). El cautivador territorio expresivo de esta pareja de cineastas es el que pone en interrogante la realidad y su representación, así como cuestiona una imposición de unas formas de enfocar la realidad sobre otras. En 'El rey de los belgas' se plantea en las coordenadas del documental, epítome de la supuesta mirada real, de la mirada que registra. En concreto, del falso documental. Un equipo de uno, el que conforma el propio director, el inglés Duncan Lloyd (Pieter Van den Houwen) realiza un documental de encargo cuyo foco de atención es el rey belga Nicolas III (Peter Van den Begin), o más bien la imagen que se quiere proyectar del regente. La mirada del cineasta esta condicionada, vigilada, por los dos asesores, Ludovic (Bruno Geois) y Louise (Lucie Debay). Debe ajustarse al guión establecido que pretende (re)presentar una imagen favorable, definida por las sonrisas. Pero la mirada del cineasta, de la que la voz en off es la constatación de una fisura de sublevación, se resiste a ser mera marioneta, condición que sí observa en el propio rey.
En las anteriores obras de Brosens y Woodworth la puesta de escena se definía por planos que parecían retablos por la disposición simétrica de las figuras, y por largos y elaborados movimientos de cámara. En esta, los encuadres son ante todo estáticos, ya que corresponden a la cámara que porta Lloyd, pero sus composiciones son refinadamente sobrias y elaboradas, serenas incluso. No se recurre al desmañado naturalismo de la cámara generalmente agitada que porta alguien, tanto en los falsos documentales como en ficciones. Por añadidura, se puntúa la sintética narración con incisivos primeros planos que modulan procesos o contrapuntos emocionales (en concreto las miradas del rey o de Lucie, la más flexible y la menos). La narración plantea una interrogante implícita: ¿de qué sirve un monarca en estos tiempos? ¿ Es una nota de distinción ornamental como puede ser la construcción del Atomium, ya más una atracción turística de Bruselas que un símbolo con aplicación manifiesta? Esa construcción que remeda el cristal de hierro, pero también se asemeja a la división de los átomos, condensaba, cuando se erigió en 1958, el impulso de acción de la mirada del progreso. Pero desde entonces más que condensación se ha evidenciado, en la misma Europa, una división. Sobre esas fisuras, o fronteras invisibles, de una escisión, interroga esta estimulante obra.
En cierto momento, se ironiza sobre los clichés que definen a valones y flamencos, los cuales se extrapolan a las divergencias que definen al Sur y al Norte de Europa . Los primeros son perezosos pero más cálidos. Los segundos más inventivos pero más arrogantes. Esa división se hiperboliza en la que sufre la propia Bélgica cuando los valones declaran su independencia, separándose de los flamencos. Un país que representa el corazón de Europa, también el de su ensimismamiento, se escinde. El trayecto narrativo establece, de nuevo en su filmografía, un diálogo de contrastes entre mundos disimiles, entre zonas culturales y económicas con escasos vínculos y opuesto desarrollo, a través de una ingeniosa variación de la odisea. En su visita a Turquía, una tormenta solar impide que se puedan realizar vuelos. El rey se resiste a permanecer en el país por las noticias de la escisión en el propio, aunque las agencias de seguridad turca les instan, o más bien ordenan, que se queden. El ingenio del cineasta determinará que encuentren la vía de escape que implicará el recorrido por tierra y mar a través de diversos países, Bulgaria, Serbia y Albania, con encuentros (que a veces son reencuentros, ya que Lloyd realizó labores periodísticas durante la guerra de los Balcanes) con un grupo femenino folklórico búlgaro, viejas amistades que fueron francotiradores durante la guerra, un pueblo en el que su alcalde gusta de ir descalzo o tortugas que se cruzan en su camino.
Quien modificará de modo más acusado su mirada será el regente. Durante el viaje recupera su propia mirada. En diferentes momentos contempla varios horizontes, desde un bunker comunista o una atalaya, como disfruta de la embriaguez durante una cena con campesinos serbios o la contemplación de la tormenta estelar. Amplia su mirada, como si redescubriera los mismos sentidos, los olores y los sabores, y el sentir del movimiento, transfiguración sensorial que los cineastas modulan con precisión. Goza, en suma, de esa felicidad que no tiene que ver con el condicional y sí, como un mismo baño desnudo en el mar. Esa modificación implicará la resistencia a que sus palabras y su conducta sean ya las que otros establezcan, ya que no desea ser, como señala en cierto momento, un pasajero. Por eso, reclama que pueda conducir, en cierto momento, alguno de los vehículos que utilizan, o en otro actúa como representante de la televisión belga para entrevistar al descalzo alcalde: el rey, al fin y al cabo, se descalza en este trayecto de discernimiento. Como esta es una vivaz película descalza que pone en cuestión cómo Europa se aprieta demasiado los cordones, lo que más que el avance que propulsa toda interacción de conocimiento y solidaridad propicia mirarse el ombligo. Europa parece oscilar entre la imagen conveniente y la imagen negada (el olvido y la omisión de la ignominia). En ese sentido, a diferencia de la actitud censora de los asesores que insisten en que nada se grabe y menos que nada se monte con lo grabado, o la de quienes requirieron que no se mostraran las atrocidades acontecidas durante el conflicto de los Balcanes, la mirada modificada del rey, mirada que ya no quiere ser pasajera del dictado de otras miradas, no restringe ni anula la mirada interrogante e inquisitiva del cineasta. De este modo, quizá el ombligo se convierta en horizonte.

viernes, 26 de mayo de 2017

Twin Peaks y Dave Brubeck - Take Five


Lo bello y lo sublime...Esta excepcional composición ya no se escuchará igual después de cómo es utilizada en un portento de secuencia del episodio cuarto de la tercera temporada de Twin Peaks, rebosante hasta ahora de secuencias portentosas. Una demostración, de nuevo, de que Lynch, además de algún cineasta thailandés, va por delante del resto de cineastas...Es de esos escasos cineastas con aún la capacidad de sorprender, incluso en los territorios en sí tan heterodoxos que transita desde hace ya tiempo como un explorador que prueba con su mirada singular cómo aún se puede asombrar con el ingenio que no sabe de límites, se interroga sobre ellos, y no deja de transgredirlos.

jueves, 25 de mayo de 2017

Mediums en el cine

Se estrena 'Personal shopper' (2016), de Olivier Assayas, una extraordinaria obra cuya protagonista dispone la habilidad de contactar con los espíritus o fantasmas, aunque no sabe a ciencia cierta con qué realmente contacta, como no está convencida de si hay un más allá (de la muerte o de la realidad que percibimos). Al respecto, aprovechamos para realizar una aproximación a destacables mediums o espiritistas que han protagonizado esa pantalla de fantasmas que es la cinematográfica.Se podría considerar a los cineastas como una especie de mediums que intentan 'contactar', por tanto, discernir el sentido de la entraña y trama de la realidad, de nuestras relaciones con la misma, con los demás o con nosotros mismos. Intentan, a través de esos fantasmas de la ficción, dotar de cuerpo a los maridajes de los acontecimientos, individuales o colectivos. Esos fantasmas en la pantalla parecen perfilar la ilusión de una cartografía de la difusa realidad que habitamos. Paradójicamente, los fantasmas de esa pantalla parecen condensar, aunque sea de modo aproximado,o ese es el propósito de la búsqueda, exploración e interrogante, de toda obra de arte que no sólo quiere ser fuga sino discernimiento, la carne de la escurridiza realidad que tanto se camufla y difumina entre sombras y reflejos que, además, nosotros mismos configuramos, de modo tan intencional como inconsciente, como espejismo de estructura con cimientos firmes de realidad.
¿Logramos contactar con la realidad, sabemos qué fantasmas proyectamos? Nos desplazamos entre las sombras, aunque los hay que prefieren sentir que habitan un escenario rebosante de luces sobre un decorado que prefieren pensar que es real. Quizá somos como el protagonista de 'El ministerio del miedo' (1944), de Fritz Lang. En la secuencia introductoria (¿no es nuestro desplazamiento en la realidad una continúa introducción?) un hombre en sombras, Neale (Ray Milland), contempla el reloj que marcará la hora, el segundo, en que deje un manicomio. El tiempo; la percepción de la realidad. Pronto se aposenta la sensación de que nos movemos en una realidad definida por la incertidumbre. Fuera, nada es lo que parece y todo parece dominado por las sombras, por las falsas apariencias, por lo imprevisible (y siempre con un cariz amenazador). Ferias que ocultan conspiraciones nazis, ciegos que quizás no lo sean, tartas que ocultan secretos y sesiones de espiritismo que acaban con un crimen que quizá no lo sea. El aquí y el allá parecen definidos por la impostura o falsas apariencias. Las sombras del exterior, parecen acompasarse, o confundirse con las interiores del propio Neale, las que aún se agitan en los subterráneos de su mente. En 'Personal shopper', Maureen (Kirsten Stewart) transita una realidad que quizá sea una proyección de fantasmas de lo que no es, de lo que le 'falta'. Neale quizá también proyecte las sombras de una fractura (la confrontación con lo terrible y siniestro) de la que no se recuperó: la muerte asistida a la mujer que amaba.
'Plan siniestro' (Seance on a wet afternoon, 1964), de Bryan Forbes, y 'Seance' (2000), de Kiyoshi Kurosawa, adaptan la misma novela de Mark McShane, Seance on a wet afternoon (Sesión en la húmeda tarde), pero optan por dos direcciones distintas, y ambas con resultados muy sugerentes. La obra de Forbes tiende a la concentración opresiva alrededor de la pareja protagonista, la de Kurosawa a una deriva sinuosa, que cruza el umbral, o toma el desvío, de lo fantástico. En la obra de Forbes, de entrada, ya desafían a la realidad con un plan que busca reajustar una ecuación frustrante intentando que sea la realidad la que se adapte a la voluntad, y no a la inversa como sienten que ha sido hasta ese momento. En 'Seance' es el azar el que penetra por las fisuras abiertas en la aturdida inercia de vida de los personajes para sacudirla, como si les desafiara a buscar, en un retorcido desvío, el modo de modelar la ecuación de la relación entre la realidad y su posición en la misma, que hasta ahora parecía abocarse, como el terreno que imperceptiblemente se desliza, cada vez más al margen. En la obra de Forbes, el matrimonio que conforman la medium Myra (Kim Stanley) y su marido Billy (Richard Attenborough) urden un plan que logre liberarles de su atasco vital. Urden secuestrar una niña porque sienten secuestrada su vida, una vida que ya parece un difuso reflejo en un sucio charco. Myra se comunica con entidades sobrenaturales, pero el mundo natural, alrededor, se muestra esquivo, insuficiente, una prisión en la que su reducto, en el que están confinados, es su casa rural. La finalidad principal de su plan no es el rescate que solicitarán, por cuanto el secuestro es una escenificación instrumental, sino el conseguir cierta notoriedad cuando realice la correspondiente escenificación con el uso de sus dones de medium para localizar a la niña.
Seance tiene una narración de apariencia deshilachada, como si sus nexos hubieran sido extraídos, o extraviados,como se irá desvelando es la constitución de la vida de la pareja protagonista, Sato (Koji Yakusho) y Junko (Jun Fubuki), en el desarrollo de la narración. Los personajes, en principio, no urden, el azar enmaraña y enreda su vida, como si los fantasmas de su vida subyacente, los de sus silencios, frustraciones y carencias, se hicieran emanación a través de una serie de nefastas casualidades que van estrangulando su vida, una vida estrangulada que discurría de modo inercial. Su ausencia en vida. Él, Sato, es un técnico de sonido, y en uno de sus trabajos, cuando graba sonidos en la naturaleza, una niña perseguida por un pederasta se oculta en una de sus maletas. Cuando descubren la presencia de la niña desaparecida, y que aún está con vida, deciden enmarañar la realidad, o lo decide ella, Junko, urdiendo un plan con el que Junko pueda reavivar su vida laboral de medium mediante la escenificación de una serie de dosificadas sesiones con las que les vaya suministrando datos hasta que encuentren a la niña (pretenden configurar la realidad con las cartas marcadas, una realidad que ya ha jugado con ellos del modo más siniestramente retorcido). Pero un imprevisto, intentar acallarla cuando son visitados por la policía, provoca su muerte. Junko es capaz de ver a los muertos, a los fantasmas, por eso le ha costado reciclarse laboralmente (como cuando intenta un trabajo de camarera, y ve esas emanaciones fantasmales que acompañan a alguno de los clientes). Pero tener esa cualidad perceptiva no implica que disponga de ventajas para manipular la realidad. La niña, tras morir, no dejará de aparecerse, como una sombra que les persigue, la sombra de una vida que se ha precipitado en la decepción: Junko reprochará a Sato si esta vida de bajo relieve que tienen es la vida a la que pueden aspirar, una vida que parece un mero trámite que les conducirá a la muerte sin más relevancia y acontecimiento. Una vida de fantasmas que pasan por la vida de puntillas sin que nadie se percate de su singularidad, porque quizá no la tengan. No sienten que la 'realidad' contacte con ellos. No se sienten visibles.
'La casa encantada' (The haunting, 1963), de Robert Wise, quizá la obra cumbre en este subgénero de las casas encantadas habitadas por posibles fantasmas, en la que unos científicos, mediums o espiritistas intentan constatar su 'manifestación', contactar con esos inciertos habitantes espectrales, y de la que es estimulante variable la adaptación de la novela de Richard Matheson, 'La leyenda de la mansión del infierno' (1973), de John Hough. En la excelente obra de Wise permanece en un terreno siempre difuso si 'habita' o no una fuerza sobrenatural esta casa, si todo es cuestión de la ofuscación de la percepción de los personajes que, provisionalmente, residen en ella, en especial Eleanor (Julie Harris), o si existe una singular interacción, o conexión, entre la casa y la 'proyectiva' mente de quien la habita, dependiente la primera de la segunda para 'manifestarse'. Eso es lo que intentará averiguar el profesor Markway (Richard Johnson), para lo que 'reclutará' a particulares mentes hipersensibiles, familiarizadas con la percepción extrasensorial, o al menos, con sucesos fuera de lo ordinario, como la misma Eleanor, aunque esta misma parece que lo niegue, o Theo (Claire Bloom), quien contrasta con sus maneras seguras, su porte elegante, y su desapegada espontaneidad sexual, de cariz lésbico, con la reprimida, insegura, y complicada Eleanor, cuyas mismas maneras o misma vestimenta traslucen su encorsetada educación donde la femineidad casi se borró como rasgo manifiesto (un contraste claro entre una mente abierta y una mente más que cerrada, 'encerrada'). 'Movedizas' asociaciones suscitan la interrogación sobre la identificación y 'transferencia' de Eleanor con la casa, ya que si algo anhela, fervientemente, es encontrar su hogar, su casa, su lugar en el mundo, y cree haberlo encontrado en esta mansión.¿Despierta su deseo y anhelo algo en la casa? ¿Esta encuentra en ella el habitante que necesitaba, y, por tanto, pretende 'poseerla' como una permanente estatua más? ¿Quién o qué ha escrito en la pared 'Ayuda a Eleanor a que se quede'? ¿Es la mente de Eleanor la que desencadena esos extraños sucesos, que si al principio, sólo parece percibir ella, no dejarán todos al final de sentirlos?
'Poltergeist' (1982), de Tobe Hopper, representó una variante doméstica de las mansiones encantadas, a través de la que se incidía en los dislates resultantes de la corrupción inherente a la voraz condición depredadora de capitalismo corporativo. Científicos y una singular medium unían sus fuerzas para intentar recuperar a una niña atrapada en la otra dimensión por los enfurecidos espectros de los muertos ultrajados por la especulación inmobiliaria y de suelos. Una pantalla televisiva era, de modo mordaz, el umbral de 'contacto' o enlace. En la versión del 2015, de Gil Kenan, se plantea una sugerente variación que, como otras, queda más en esbozo de intenciones que sustanciosos resultados. Karrigan (Jared Harris), el medium, presenta un programa de televisión ( que fascina a quien vive entre pantallas, la hija mayor, Kendra), y mantuvo una relación sentimental, rota por divergentes prioridades vitales, con la doctora Powell (Jane Adams), circunstancia que podría haber aportado más relieve dramático a un paisaje humano de personajes frustrados, como el padre, con sus problemas financieros.
'Expediente Warren: The conjuring' (2013), de James Wan, se convirtió en un arrollador éxito que revitalizó el subgénero, dentro de las coordenadas del cine de terror, de los mediums que intentan no sólo contactar, sino aplacar y dominar a un agresivo espectro. Aunque su alcance es más bien limitado. Se reduce a un enfrentamiento entre maternidades. Una mujer, Carolyn (Lili Taylor) con su prolífica prole (cinco hijas) y marido de complemento, se asienta en una casa rural. Unos sucesos inquietantes propician el que descubran que en esa casa, el siglo anterior, una mujer acusada de bruja se dedicó a la practica de la carnicera con sus vástagos. Desde entonces su influencia maléfica ha provocado suicidios maternos y de infantes. Entra en juego otra madre, Lorraine Warren (extraordinaria Vera Farmiga) una medium quien junto a su marido, Ed (Patrick Wilson) se dedican a esclarecer posibles casos de ocupación fantasmal. Desafortunadamente, este personaje, Lorraine, el más interesante (por lo que es capaz de ver, 'lo innombrable', cada caso la va erosionando íntimamente, como si fuera extrayendo su energía) no está desarrollado como sería deseable. Cuando parece que comienza a dotar la narración de más relieve dramático llega el carrusel del desenlace, incluida amenaza para su propia hija en una secuencia que parece más bien la ejecución primorosa de la convención del salvamiento en el último minuto, y que reafirma la sensación de que la amenaza tampoco será fatalmente peligrosa por mucho ajetreo de sesión de exorcismo que acaezca, con levitaciones, sangrías, forcejeos y mutaciones pasajeras. Su secuela, 'Expediente Warren: El caso Enfield' (2016), también de Wan, es un reciclaje de lo mismo pero en escenario británico. Al respecto de este caso resulta más consistente y sugerente la miniserie británica de tres capítulos 'The Enfield Haunting' (2015), de Kristoff Nyholm.
Blumhouse, la productora de 'Expediente Warren', y James Wan ya habían transitado la formula con la interesante 'Insidious' (2010), que también derivó en dos secuelas más. El guionista de ambas franquicias, Leigh Whannell se animó a dirigir la tercera, 'Insidious: Capítulo 3 (2014)', en la que hay un espectro un tanto beligerante, o sea insidioso, al que le falla la respiración. A la propia película le pasa algo parecido. La medium Elise (Linn Shaye), que ya aparecía en las dos obras previas (aunque sus aconteceres son posteriores en el tiempo a los de esta secuela), no sólo tendrá que combatir a ese espectro cuyo estado de descomposición parece en un estado más avanzado que el resto de habitantes avistados en esa siniestra dimensión paralela, sino con el espectro que no ceja, ni cejará, de intentar matarla cada vez que intenta ponerse en contacto con algún espíritu, como si fuera una señal de tráfico de dirección prohibida con impulsos de estrangulamiento. Precisamente,la narración también parece estrangularse en cierto punto del recorrido, desde el momento en que la amenaza se hace más explicita. Cuando es sombra, figura entrevista, sonido turbador, cuando la narración se gesta en su proceso de dotarse cuerpo dramático, resulta inquietante, e incluso intrigante pero, como en 'Poltergeist' (2015), desfallece el trayecto dramático cuando debería ya perfilarse, como si se seccionara su potencial desarrollo y se interrumpiera para dar paso a las meras acrobacias y contorsiones en la pista. Lo importante, ante todo, parece ser el truco, más que la sustancia dramática.
Imposturas, falsas apariencias, representaciones. El laberinto de las ficciones. ¿Cómo diferenciar lo auténtico entre los engaños, las falsificaciones, simulaciones o fingimientos? El arte, la mirada que, como hilo de Ariadna, descifra y revela una impostura. En las investigaciones detectivescas el investigador se desenvuelve en la espesura laberíntica, hasta alcanzar el Minotauro, hasta esclarecer el caso. En ‘La trama’ (Family plot, 1976), la última obra de Alfred Hitchcock, se alternan dos líneas, dos perspectivas, las del ojo que mira y explora y la de la imagen que se oculta, Teseo y el Minotauro, pero que coinciden en compartir una vida tramada sobre la impostura. Blanche (Barbara Harris) es una vidente que ‘escenifica’ el contacto con los muertos, aprovechándose de la implicación emocional, de las heridas y los remordimientos de quienes la consultan, lo que les convierte en ‘espectadores’ vulnerables a la sugestión. Blanche habla por los muertos, disfraza e imposta su voz. Blanche es actriz y guionista que improvisa, la temperatura dramática del momento propicia que la persona consultante revele datos que ella utilice sin que adviertan que se lo está suministrando. La cliente que atiende en la secuencia introductoria, Julia Rainbird (Cathleen Besbitt) le ofrece una recompensa elevada si logra averiguar, contactando con los muertos, cuál es el paradero de un sobrino del que no sabe nada desde hace varias décadas para proponerle como heredero universal de su fortuna. Blanche no contacta con los muertos, así que las investigaciones tienen que ser más terrestres, de lo que se encarga su pareja, Lumley (Bruce Dern), aquel que aporta la documentación pertinente para la elaboración convincente de sus ‘escenificaciones’. Una relación que tiene poco de excepcional, o de glamourosa, y sí más bien de los ordinarios tiras y aflojas entre dos voluntades, y sus distintas prioridades; admirable con qué precisión refleja el fragor cotidiano, su ‘carne’, en su sentido amplio, de una relación de pareja). Son los bastidores de la realidad. El discurrir accidentado por la difícilmente controlable realidad, como el descenso sin frenos que realizan en coche por una carretera rebosante de curvas, concluye con la constatación de que desentrañar, o saber desenvolverse, en la trama de la realidad puede depender de advertir el truco antes de que la aleatoriedad o la injerencia de los otros te conduzca al desastre.
En 'Magia a la luz de la luna' (2014), de Woody Allen, Stanley (Colin Firth), es un mago que sólo cree en lo tangible. Para él la magia o la ilusión son trucos, juego con las apariencias. No son más que engaños, mentiras. Por eso, acepta la propuesta de su amigo Howard (Simon McBurney) de desmontar la falacia de una supuesta medium, Sophie (Emma Stone). No cree en entidades espirituales o trascendentes, sólo en representaciones y fingimientos. No hay otra vida más allá de la vida, u otras dimensiones, sino otros escenarios. En 'Magia a a la luz de la luna', Allen desmonta la rígida y cuadriculada perspectiva de Stanley, pero no porque se incline hacia el otro posicionamiento. Alienta ante todo la interrogante, constata nuestros límites, y sí afirma que lo fundamental es encontrar la razón con la que abrazar la vida. En la hermosa secuencia final, Allen efectúa una ingeniosa variante de la dinámica de los números de magia y las sesiones espiritistas, con sus efectos sonoros y su juego escénico de entradas y salidas (de desapariciones y apariciones), en la que los actores se desprenden de las máscaras escénicas y apuestan por la razón para abrazar la vida, esa magia a la luz de la luna donde los cuerpos y las emociones se encuentran y mutuamente se empapan.
Hay también mediums que se ven inmersas en el fragor de unos conflictos sentimentales. Es el caso de Annie (Cate Blanchett), en 'Premonición' (2000), una de las más sugestivas obras de Sam Raimi. Sea en el territorio de la realidad mundana o en el de sus visiones, percepciones extrasensoriales, relacionadas con una chica asesinada, se encuentra en un fuego cruzado de turbias relaciones sentimentales, en las que quien genera el conflicto, o lo intenta anular o eliminar mediante la violencia es la figura masculina. Por su parte, en 'Un espíritu burlón' (1945), de David Lean, la peculiar medium Arcatti (Margaret Rutherford) cataliza los conflictos larvados, pero retenidos, en la relación marital de Charles (Rex Harrison) y Ruth (Constance Cummings). Aún parece sobrevolar en la mente de ella, como un incordiante zumbido, la duda sobre si el recuerdo de Elvira (Kay Hammond), la anterior esposa de su marido, fallecida, no sólo persiste sino que, por añoranza, pueda tener más peso e influjo que su presencia, quizá de mera sustituta. Irónicamente, una sesión de espiritismo, planteada como mera actividad recreativa para entretener a unos invitados, determina la aparición del fantasma de Elvira. O, doble ironía, siendo más precisos, sólo parece ser vista por su marido. Sus miedos se dotan de cuerpo. Los fantasmas de los celos retrospectivos se hacen realidad.
La obra parece una distendida variante del triangulo amoroso del magistral melodrama que Lean también estrenó ese año, 'Breve encuentro'. En aquella, los tres personajes parecen condenados a ser fantasmas en vida, los que se aman se separan, incapaces de materializar su amor, él abandonando la ciudad, disolviéndose con el humo del tren en el que se marcha, y ella cautiva de un hogar en el que se convierte en condenada, como un espectro en una mansión, en compañía de un marido, convidado de piedra, o estatua ornamental que deberá bregar con la insatisfacción retenida de su esposa. En 'Un espíritu burlón' nada es trágico ni sombrío. De hecho, todos se convierten en fantasmas, uno tras otro (incluso él, a diferencia de en la obra teatral adaptada de Noel Coward). Una conclusión irónica para un escenario de figuras indefinidas a los que superan los sentimientos, pese a que intenten mantener la compostura en todo momento, y que no abandonen las correspondientes estrategias sentimentales ni aunque estén muertas. Claro que disponer de esta condición espectral no implica que se puedan controlar los acontecimientos. Cuando Elvira intenta provocar un accidente mortal de Charles para disfrutar de nuevo de su amor en la dimensión espectral, lo que consigue es que sea su rival la que le acompañe en la 'falta de contacto o conexión' con quien ama. Ironía final: los tres compartirán, ya de modo explícito, la tensión de rivalidades amorosas cuando todos se conviertan en espectros.