martes, 21 de julio de 2015

Respire

¿Por qué permitimos que los sentimientos nos asfixien?¿Por qué hacemos daño con la misma facilidad con la que respiramos, incluso a los que presuntamente amamos?. En la excelente 'Respira' (Respire, 2014), de Melanie Laurent, la adolescente Charlie (Josephine Jaspy) no entiende por qué su madre, Vanessa (Isabelle Pasco), se pliega siempre a la voluntad de su padre, como si fuera el muñeco de un ventrílocuo que dependa de lo que el otro disponga o decida, permisiva con sus cambios de humor, y sus veleidades. Se queda devastada cuando él la abandona, pero se reclina receptiva, sumisa, cuando él retorna, aunque sea provisionalmente. Saca la lengua, y se deja acariciar. Charlie no lo entiende, lo cuestiona, pero no sabrá evitar que le ocurra lo mismo con su amiga Sarah (Lou de Laage). Lo que parece, en principio, una excepcional conexión íntima, de tal calibre que la ambigüedad se cierne sobre sobre sus afectos, se torna en una sucesión de humillaciones y crueldades, un desquiciamiento que se hace cuerpo en la narración a través de un sutil diseño sonoro que hará palpable, sin énfasis, la progresiva asfixia de una relación que muere entre los tumores del insaciable ejercicio del daño. Un día te pinta los labios, te hace sentir única y excepcional, y otro pinta las paredes del instituto o tu pupitre con burlas y desprecios, para hacerte sentir que eres una excrecencia.
En las relaciones afectivas aún hoy se sigue arrastrando la consideración de que se fundamentan en el qué sentimos, no en el cómo nos sentimos junto al otro. El qué sentimos puede ser un espejismo en primera instancia, quizá ofuscado por nuestras carencias (faltas), y nuestros anhelos (ilusiones), los boquetes de las primeras se convierten en arenas movedizas, y los impulsos voraces de los segundos en pirotecnia que nos ciega. Y pueden tornarse, cuando menos se espera en marañas. Y ya no sabes por qué el otro actúa cómo actúa, e incluso dudas de ti mismo, como si tus acciones fueran por delante tuyo, y de espaldas, y por eso también te resultan incomprensibles. Y las relaciones quedan atascadas en la volubilidad de los vaivenes, de los acercamientos y de los distanciamientos, entre un imprevisto apretón de mano en público y un desprecio con la cabeza vuelta. Los afectos se enroscan y se enturbian.
Y la mascarada se amplia cuando tiendes, a hacer de tu vida una sucesión de invenciones, para contrarrestar las desolaciones en otros ámbitos afectivos (pretéritos o presentes, los familiares, por ejemplo), y los relatos que haces de ti misma o de tu vida no tienen que ver con la realidad, sino con cómo quieres que sea, con cómo quieres presentarla a los demás, por ejemplo tu defectuosa relación con tu madre. Y no permites que esa pantalla sea desvelada. Y el daño que se te inflige tú lo ejerces sobre los otros, sobre todo con quien ya era amenaza para tu delicado, pero acorazado, espacio íntimo. Y quien era tu cómplice, ahora es una intrusa, una rival, que debe ser arrasada. Y la asfixia se cierne sobre la relación, y los tornillos la terminan de ahogar cuando la dinámica de los espejos se impone, cuando acusas al otro de actuar como tú actúas. Y ya le has perdido, ya se quebró el último lazo posible de reconexión con quien había permitido, en exceso, que convirtieras su afecto en un saco para golpear y escupir y humillar. Se hace daño como quien se estira, y muchas veces se justifica con el sentimiento de agravio. Un mecanismo de protección, inconsciente y consciente en distintos grados, que autoriza a asfixiar al otro con el daño. Y quien tiende más bien a resistir, quien tiende a ser receptivo, y tener manga ancha, porque sigue soñando con que la armonía pretérita se recupere, un día puede que explote cuando la crueldad supere los límites en los que su respiración sea cortada.

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