miércoles, 10 de julio de 2013
L'annulaire
Encontrar nuestra huella digital, perderla. La vida se descose con las pérdidas. La memoria busca envasar lo irrevocable. El objeto que nos vincula con un cuerpo, con una presencia, ya desvanecida. Una boya que nos mantiene a flote frente a las marejadas de una consciencia que nos atrae hacia las abisales profundidades de los pasos perdidos, de las miradas sangradas. Setas que crecen en el hogar que se incendió, los huesos de aquel gorrión que convivió contigo durante diez años. La composición musical que te dedicó el hombre que amaste, y ya no está junto a ti. Estas personas acuden al laboratorio para les envasen recuerdos que quieren que permanezcan, aunque ya no puedan recuperarlos. Como un homenaje. Algo que existe, aunque no esté ya con ellos. El vestigio de un diálogo irremisiblemente interrumpido.
En ese laboratorio comienza a trabajar Iris (Olga Kurylenko), quien acaba de perder el dedo anular al cortarse con un cristal en la fábrica de envasado en la que trabajaba. De un envasado, en serie, impersonal,a un envasado, singular. El dedo que ha perdido es el anular, el dedo en el que se suele llevar el anillo de casado. Así se titula esta singular fábula que adapta una novela de Yoko Ogawa, 'L'annulaire' (2005), segunda obra de la cineasta francesa Diane Bertrand. Huellas digitales que encuentras en la mirada del otro, en aquel que te hace sentir presencia como nadie. O ese es el anhelo, el sueño. El anillo que se ajuste al anular en tus entrañas. El péndulo que te hace sentir que habitas el tiempo y te elevas sobre la vida como si te mecieras al son de una música cuyos acordes son los de tus huellas digitales.
A veces, nuestra imaginación configura sueños con ausencias, con miradas en la distancia. La habitación que ocupa Iris en el hotel también la ocupa, en las horas en las que ella no está presente, un chico, Costa (Stipe Erceg), que trabaja en un astillero, un marino que en cualquier momento puede abandonar el puerto, la costa, surcar otros mares, lejanos, y ya no sea sino una estela, o quizá ni eso. Ambos se entreven, se sienten, a través de sus objetos, de sus huellas, de sus ropas. Quizás especulen, sueñen, con el otro, como el cuerpo que puede hacerles sentir presente, que puede completar su anular. Barcos que zarpan, que llegan a puerto, que se cruzan, o quizá nunca, en el océano. Quizá el anillo se hubiera ajustado a tu mirada. Quizá era un mero espejismo. Quizá sea más el anhelo, quizá cualquier otro labio se ajuste, o quizá sea el espasmo de ese anhelo que a veces aprieta y confunde.
En ocasiones, puede ser cuestión de sugestión. Tanto deseo tienes de que el acontecimiento te haga sentir presente, tanto anhelo tienes de sentir que naces en otra mirada que a veces te dejas llevar por la música, como si habitaras otro mundo, una fantasía. Quizá te haga sentir lo que no es. Quizá es un zapato que te ajustan tanto, sin dejarte aire, que crees que es lo que querías. Ilusión, espejismo, quizás manipulación, quizás sugestión, quizás ambas. A veces el amor se trama sobre ficciones, imposturas, en ocasiones las urdimos para conseguir a quien deseamos. Quizás sólo es deseo pero orquestamos una música que posea la voluntad del otro. En otras para dejarnos envolver por la tela de una araña. Al menos somos protagonistas de algo. Es como habitar una ensoñación. Algo de ello tiene esta cautivadora obra, como la misma música de Beth Gibbons, la cantante de Portishead.
No es fácil encontrar el pie que se ajuste al zapato, como a veces se ajusta demasiado, y ahoga el discernimiento, porque sofoca la necesidad, el anhelo de amor, de encontrar a quien haga sentir que cualquier pérdida es superable, que los dedos pueden crecer, que estamos presentes, aunque quizá no sea sino una ilusión, como un recuerdo envasado hace creer que lo perdido aún existe. Se necesita el calzado de los sueños. Aunque aún más necesario es saber andar descalzo, sabes dónde pisas. La luz no aprieta.
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