viernes, 15 de marzo de 2013

Relato íntimo


Somos aquello en lo que nos convertimos, mientras quizá pugnamos por convertirnos en lo que somos. Therese (Emmanuelle Riva), protagonista de Relato íntimo (Therese Desqueyroux, 1962), de Georges Franju, es una reclusa. Como Christiane (Edith Scob), en la precedente Ojos sin rostro (1959), aunque no porte máscara, o esta sea invisible, como una celda que aprisiona su respiración, consumiendo su vida, en un pueblo de provincias donde la vida parece haber desertado, donde los hombres no tienen interés por el intelecto. El rostro de Christiane está desfigurado a causa de un accidente de coche. Las entrañas de Therese están desfiguradas por una vida sofocada que ha ido extrayendo de sí a la mujer que fue, aquella que se ilusionaba con las expectativas de una vida que nada se corresponden con lo que esperaba.  Therese siente que una red invisible la ha atrapado, como las palomas que capturan con red en el bosque, como las que su marido, Bernard (Philippe Noiret), extrae del saco para enseñarle, como si fuera un insólito acontecimiento, como un truco de magia. Pero no hay magia, y ella se siente como la paloma, debatiéndose dentro de ese saco. Siente su vida envenenándose lentamente, por eso decide envenenar a su marido. Este es el relato (o al menos lo que supone la primera mitad, en flashback) del por qué, de cómo se gestó esa decisión que era una reacción de quien siente que está dando sus últimas bocanadas de aire antes de ahogarse. Su envidia de su hermana Anne (Edith Scob) cuando cree que ella ama, y es amada, mientras que ella convive con un marido que además de insípido es hipocondríaco, y sufre arrebatos de ansiedad porque piensa que va a sufrir un infarto. Quizá, por tanto tedio. Teme morir, pero ya está muerto. Y esa condición espectral empapa lentamente a Therese, como una infección que la somete, que la convierte en un objeto, en una reclusa, en una portadora. Therese es su vientre, lo que porta en su vientre, el bebé. No representa más. 

 Hay dos planos, plano-contraplano, demoledores, que condensa su convivencia. El gesto: ambos comen en el salón, uno frente al otro; Bernard termina, vuelve su silla, hacia la lumbre, y dándole la espalda a Therese, comienza a leer el periódico. Las miradas: el otro ángulo: en primer término Bernard cabecea quedándose dormido, en segundo término la mirada de Therese parece incendiarse de perplejidad y nausea. Nadie podrá entender que su vida la vive otra, que ella no está presente. Conoce en el bosque al hombre que ha enamorado a Anne, Jean (Sami Frey), un hombre al que sí interesa el intelecto, con el que habla de literatura, significativamente de Chejov, agudo retratista y diseccionador de vidas sofocadas; Jean no corresponde a Anne, lo que ansía, como Therese, es escapar de ese encierro de vida árida de provincias. Una vida que es humo, como el que brota del fuego junto al que se despiden.  El tiempo pasa, un incendio abrasa los bosques de la zona, como consumen las entrañas de Therese; las llamas ya la desbordan, la acción desesperada es la única opción. Bernard pensará que ha querido asesinarle porque quiere quedarse con sus pinos, su cortedad de miras es incapaz de advertir lo que se agita en el interior de Therese, como fue también incapaz de entender la desesperación de Anne cuando Jean la rechazó. Therese quiere los pinos, sí, pero anhela lo que representan, esa convulsión de pasiones que llamea en la naturaleza y que falta en su vida. No hay llamas ni tempestad en su vida, es una vida reducida, postrada, al pairo. Relato íntimo es una de las obras que encabezaría una selección de las películas de ‘mi vida’, en un sentido amplio. Me reconozco. 

 La segunda parte de esta extraordinaria obra, adaptación de una novela de Francois Mauriac (que él mismo adapta con su hijo Claude), y fotografiada exquisitamente por Christian Matras, con unas pinceladas de grises que resaltan la espesura fantasmal que rige esa vida narcotizada, se centra en la reclusión, retiro, postración de Therese. Ya no se levanta de la cama, sólo fuma y bebe vino, nada espera, ha perdido la noción del deseo. Aunque entren corrientes de aire frío, aunque le falten los cigarrillos en la mesilla, no puede incorporarse. Su vida se ha postrado. Todos, Bernard, su suegra, Anne y el nuevo novio de ésta, la miran como una aparición cuando la visitan, un filamento de cuerpo tembloroso que parece haberse consumido.  Pero Bernard, que la ‘libera’, como el señor del castillo que la permite salir de su calabozo al mundo (mientras se siga manteniendo la buena imagen de la familia sin escándalo alguno, eso es lo principal), sigue sin comprenderla, sigue sin entender a lo que ella se refiere cuando, ante su pregunta de por qué quiso matarle, ella le replica que porque esperaba encontrar un destello de curiosidad, de preocupación, de apuro en su rostro. Porque ya sólo la miraba como aquella que replicaba con las líneas que le correspondían en ese reglamentado guion no escrito que la ahogaba y hundía cada vez más como si fuera una piedra atada al cuello. Somos la piedra en la que nos convertimos, mientras pugnamos por convertirnos en el árbol que somos.

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