miércoles, 13 de marzo de 2013
La chica del páramo
Manchas, hipocresía, pureza, reflejos. La hermosa ‘La chica del páramo’ (Das Mädchen vom Moorhof, 1935), es una de las nueve obras que Douglas Sirk dirigió en Alemania, en la Ufa, cuando aún firmaba con su nombre, Detlef Sieck, antes de exiliarse en 1937 dado que en el poder se había consolidado una ideología que precisamente tenía una perspectiva contraria con respecto a las ideas de pureza y mancha. Adaptación de una obra de Selma Lagerlof, la acción se ubica en la Alemania profunda, en un pueblo, en donde, en la primera secuencia, en un espacio público como la plaza, se refleja cómo la mujer (joven) es una especie de mercancía, para ser elegida sirvienta en alguna de las granjas que componen la aldea; pero como mercancía, componente de baja categoría, puede ser utilizada para el capricho del señor, como le ha ocurrido a Helga (Hansi Knoteck), que se enfrenta a un Tribunal tras interponer una denuncia a quien sirvió, incluso de recreo placentero, quedándose embarazada, por lo que reclama dinero para manutención de su hija.
Su actitud desafiante al statuo quo conlleva que su reputación se coloque en jaque, se vea ‘manchada’, porque ella es la parte bajo sospecha, no él. Tal es su hipocresía que el que fue su señor llega al extremo de ofrecerse a jurar en una biblia que no es el padre, pero ella no soporta que quien es el padre de su hijo llegue a ese extremo de mentira, y retira la denuncia, lo que supone la admiración del pueblo (ya que pensaban todos, incluidos sus padres, que no deseaba otra cosa que dinero), y en especial de Karsten (Kurt Fischer-Fehling), que la contratará de criada en su granja, en la que vive con sus padres. Ya en una secuencia se define a una sociedad y el substrato sobre el que se cimenta el conflicto dramático, orquestado con una vibrante intensidad (que ya en esta inicial secuencia encuentra un arrebatador y conmovedor crescendo dramático). Esa generosidad define a ambos, como también sufrir el trance de la mancha.
El otro destino de la mujer es su mayor aspiración, convertirse en esposa; la boda es el gran momento de realización, como representa la pureza de la dignificación. Karsten está prometido con Gertrud (Ellen Frank), de una clase algo más elevada que la suya. Pero esta no soportará la presencia de Helga en la granja. Y pide como condición a Karsten que cuando se casen la despida, a lo que él se rebela porque no le parece justo. Hay dos momentos que reflejan ese gusto por los detalles característico de Sirk, del uso de los reflejos (en un sentido concreto y simbólico): cuando Karsten se dirige a la iglesia en compañía de Helga como una acción de disidencia frente a la exigencia de Gertrud y lo que implica, se cruzan con un lugareño que resalta con malicia que a la iglesia van los viejos que van a morir o las jóvenes que se van a casar. Tira una piedra que cae sobre su reflejo en el agua.
Esos reflejos sociales, esos mandatos de un colectivo, esas apariencias que quiebra Karsten. Al día siguiente, tras una noche de borrachera por su despedida de soltero, piensa que él ha sido quien ha matado a un hombre con el que discutió (ya que pensaba que estaba con Helga; pero lo había superpuesto sobre el de otra mujer, como una piedra que se lanza sobre el agua), porque tiene el cuchillo roto, el cual arroja sobre su reflejo en el agua de una acequia. Acuchilló las apariencias, acuchilla sus sentimientos, negaciones, confusión de reflejos. No sólo no se pliega a unos espejos/valores de apariencias, sino que realmente ama a Helga, y la está negando sí se casa. Pero si a ambos les definía su generosidad, el sufrir el trance de una ‘mancha’ será lo que afiance ese vínculo, lo que posibilite que Karsten quiebre, sin vacilaciones (ya que no había sido lo suficientemente decidido en su primer desafío, en la iglesia, al llevar a Helga) la imposición de unos valores de conveniencia y corrección (pureza) social. La pureza está en la generosidad de ambos, en la autenticidad de lo que mutuamente sienten.
Ambas secuencias son ejemplos de una exquisita puesta en escena, vertebrada sobre intensidades, sobre gestos y miradas, como la de Helga a los campos cuando piensa que tiene que abandonar la granja de Karsten, o la bellísima secuencia entre ambos cuando él la sorprende, en medio de la noche, con el supersticioso ritual de echar cenizas porque de ese modo suprimirá la nostalgia de volver a su casa familiar (lo que siempre ha sentido en todas las casas en las que ha estado), porque donde quiere vivir es en la granja de Karsten. Este por primera vez, siente que esas palabras significan algo más, algo que no puede tomarse a risa, algo que aún no se explicita (como refleja el hermoso travelling que recorre el techado mientras alude con sorna a la no existencia de los espíritus sobrenaturales: lo excepcional es el sentimiento que se gesta entre ambos, lo que aún no ha cobrado cuerpo, ni se ha explicitado). Las manos de Karsten acarician las cenizas que ha tirado Katie, tras que esta se marche, como si empezara a acariciar la real posibilidad de dar cuerpo a lo que ha empezado a sentir por Katie, porque empieza a entrever, también, que ella le corresponde. Cenizas de sueños somos, y en cuerpos nos podemos convertir.
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