jueves, 7 de marzo de 2013
En la niebla
Un preámbulo que es un breve flashback emocional. La visión de ‘En la niebla’ (V Tumane, 2012) de Sergei Loznitsa, propició una inmersión en el pasado, un desdoblamiento simultáneo, como si recuperara las sensaciones como espectador, hace cerca de treinta años, cuando empecé a transitar por festivales, y a acceder a obras de estilos o procedencias (como de los países del Este) que no eran usualmente accesibles en los canales convencionales (de televisión y en pantallas de una ciudad de provincias). En este caso, encontrarse con una narración que parece que está masticando minuciosamente el tiempo. Entonces era sentir el tiempo de modo distinto, como si los pasos a través de la realidad tuvieran otra coreografía. Como si se descubriera que se pudiera respirar en otras atmósferas. No es que el estilo de esta excelente producción ucraniana, segunda del director bielorruso, sea algo anómalo en el cine de hoy.
Se puede encontrar correspondencias con las señas distintivas de lo que ha sido calificado como ‘nuevo cine rumano’, modular secuencias en planos de extensa duración, o elaborar planos secuencias con largos movimientos de cámara, así como por renunciar a utilizar música en la banda sonora. De hecho, su director de fotografía, Oleg Mutu, lo ha sido de las dos últimas obras de Mungiu, ‘4 meses, 3 semanas y 2 días (2007) o Más allá de las colinas (2012). O aún más, sin irse tan lejos, por coincidir en un tempo, en una narrativa no tan tensa o crispada como la de Mungiu, sino más parsimoniosa (sus deslizamientos tienen que ver más con un trance: el tiempo parece que fluyera de puntillas), con la interesante ‘Elena’ (2012), del ruso Andréi Zviáguintsev. O también se podría establecer conexiones con el estilo (o trance), más esquivo y soterrado, de larguísimos planos de Nuri Bilge Ceylan en ‘Once upon Anatolia’ (2012), que se estrena en unas semanas.
La niebla hace acto de presencia física en las secuencias finales, pero se puede decir que, figurativamente, hay una niebla que ofusca la percepción y el juicio a los personajes. En un sentido amplio, por lo que afecta al conjunto, a una sociedad, la bielorrusa en 1942, con la que se es implacable. Como dice Susensha (Vladimir Svirskiy), por cómo parece que tras año y medio de guerra, nadie parece ya conocer a nadie, y se confía más en los invasores, los alemanes, que en quien se conocía desde hacía décadas. ¿Es que de repente se es diferente? O ¿Tanto se puede cambiar para que tu juicio o consideración varíe tanto y creas al amigo capaz de realizar algo que consideras una abyección?¿Es el ser humano tan voluble, tan variable según las circunstancias? Esa idea de la falta de discernimiento, o de visión, subyace en el uso del campo/fuera de campo en la secuencia inicial, un extraordinario plano secuencia que se inicia con un plano vacío para seguir a unos prisioneros, escoltados por soldados alemanes, que son conducidos entre el gentío, en los que la cámara se centra, hasta que se escucha cómo ahorcan a los prisioneros mientras la cámara encuadra otro plano vacío.
Espacios vacíos como una pantalla, un fuera de campo que se rellena, enmaraña, con desacertadas especulaciones (realizadas por los que se supone conocían a quien acusan de ser responsable, por delación, de esas muertes). Se piensa que fue Susensha, porque a él le liberaron tras interrogarle. Es lo que piensan (como si fuera algo obvio; sin contemplar otra opción) los que se dirigen a su casa, Burov ( Vladislav Abashin), amigo desde la infancia (y quien le tiene que ajusticiar; de mirada como una esquirla de fuego que indica su ciega susceptibilidad, condicionada o influida por su odio a los invasores, y por ver a convecinos uniéndose a la fuerza policial colaboracionista, que determina que piense que cualquiera puede ser un traidor) y Voitik (Sergei Kolesov).
La narración, de exquisita modulación, combina el tiempo presente con tres largos flashbacks, cada uno relacionado con uno de los tres protagonistas: la actitud combativa ante el invasor, de Burvo, que llega a atentar hasta contra sus propiedades porque las utilizan los alemanes; el relato de lo que ocurrió en relación al atentado que realizaron los compañeros de trabajo de Susensha y del posterior interrogatorio de este (que depara otro equivalente y magnífico largo plano secuencia con respecto al inicial, pero sólo con Susensha); y un tercer flashback que refleja la hipocresía, con Voitik, por cómo provocó su delación la muerte de otros. Añádase que quienes les persiguen, la policía organizada por los alemanes, son paisanos, quienes antes eran vecinos y ahora disparan sobre ellos sin ningún miramiento, para dibujar un panorama desolador. De un despojamiento y una concreción física que enraiza en lo esencial, la puesta en escena esculpe gestos, naturaleza, movimientos y acciones en una exquisita armonía de conjunto que refleja el horror que habita, y expectora, en la niebla de unas mentes.
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