sábado, 27 de octubre de 2012

Mi tío Jacinto

Photobucket Hay obras, como ‘Mi tío Jacinto’ (1956), de Ladislao Vajda que logran su equilibrio narrativo y dramático sin soltar el pie del embrague. El neorralismo buscaba el pálpito de lo inmediato, el afán de mostrar la realidad a ras de suelo, la de los arrabales, campos de labranza o cochambrosas calles que no saben de decorados de fantasías, la de los rostros mugrientos, los trajes raídos, que no saben de maquillajes o vestuarios de galas, la de los personajes que son como cualquiera (de nosotros), la que se trama sobre un presente siempre bajo amenaza (en el horizonte no crecen los finales felices), la que evidencia lo que rara vez asomaba en las ficciones, que los personajes forcejean con su penuria para poder sobrevivir. El neorrealismo se sostenía sobre los moldes del melodrama, del folletín. A veces interponían distancia, incluso los emborronaban, como si dejaran sólo una indefinida osamenta, en otras se dejaban atrapar por sus más rudimentarios corsés, abocando lo real a un impostado osario de clichés. Orquestar la emoción, su efusión, se convierte en un desafío, el de afinar un destilado. Hay obras que tienden a apretar demasiado el acelerador, sin sentido de la medida, y buscan denodadamente la emoción, la abofetean para que reviente, pero no por gritar se dice las cosas más claras y se es más elocuente. Son narraciones que se inflaman de tremendismo. Photobucket Ejemplos, porque las he visto hace poco, pueden ser ‘El ferroviario’ (1957), de Pietro Germi o la muy valorada ‘El mundo sigue’ (1963), de Fernando Fernán Gómez. La primera abusa de ciertos recursos, caso de la música, con la que sobrecarga expresivamente las desgracias que viven los personajes de la narración, y se produce el cortocircuito; cuando tanto se sierra el hueso, ya no duele, matas la emoción por saturación; ya no te crees lo que sufren los personajes, o te da igual. La obra de Fernán Gómez parece una obra realista pero no es sino una sucesión de clichés de folletín, que tiende al desafuero, todo tan extremo. Se subraya hasta la extenuación, como si fuera una colección de postales de miserias de vida. Con el humor, el esperpento, logró obras tan admirables como ‘El malvado Carabel’ (1957), ‘La vida por delante’(1958), ‘La vida alrededor’(1959) o ‘El extraño viaje’ (1964), pero aquí la severidad resuena como impostura. No por engolar la voz se es más profundo, o más incisivo. Quizá haya a quienes el énfasis les atraiga; hay quienes cuestionan ‘Mi tío Jacinto’ porque según ellos carece de la necesaria sordidez y, en cambio, dulcifica la narración. A mí me parece un admirable ejemplo de obra que mantiene la adecuada distancia, esa que mira de frente la precariedad y miserias de unas vidas, sin cargar tintas. Ni siquiera mendiga la emoción, ni se regodea en la desgracia, ni hace de lo patético una sinfonía de desesperación para arrancar lágrimas de cuajo. No sé si la presencia de una figura como Pablito Calvo ha provocado esas reticencias, o que se le asocie con las formas más capciosas y melindrosas del melodrama. En cambio, me parece una obra mucho más potente y cruda, y menos manipuladora, que la de Fernán Gómez, por ejemplo, que tiene mucho más prestigio, y me parece más melodrama de falsete. Photobucket ‘Mi tío Jacinto’ me parece que transita las sendas de la obra maestra de Vittorio De sica, ‘Umberto D’ (1951). Derivas u odiseas por recobrar o encontrar el lugar en el mundo, cuando parece que se les ha dejado de lado, por ser anciano, o por ser alguien ya postrado en los márgenes. Un perro, un niño, son la compañía, el contraste y el reflejo de un desvalimiento. Los firmes cimientos de la entraña dramática se apuntalan en el contraste entre la dulzura de la mirada y rasgos de Pepote (Pablito Calvo) y, soberano acierto, la expresión exhausta, extraviada, de Jacinto (prodigioso Antonio Vico), que parece que acarrea el semblante de quien se arrastra esforzadamente por el mundo. Esa noción de estar extraviado se aposenta en el magnífico inicio, en el que sucesivamente varios carteros intentan ubicar cuál puede ser la dirección de Jacinto, cuya vida parece haberse definido por una progresiva provisionalidad que ha derivado en acabar en los más apartados márgenes, y en las condiciones más penosas ( no se puede ser más elocuente: Cuando despierta se encuentra con que el suelo del chamizo está inundado). La vida da ironías, que pueden ser segundas (o quien sabe ya cuantas) oportunidades, nunca se sabe, es tan incierta la vida, pero el hecho es que Jacinto se encuentra con que, por un error, su nombre está anunciado como novillero en una corrida de toros esa misma tarde, lo que significaría una inyección de dinero para él y su sobrino. El problema es que tiene que alquilar un traje de torero, y para eso se necesita dinero, 300 pesetas, que no tiene, lo que determina una desesperada búsqueda contrarreloj para reunirlo. Y para hacerlo tendrá que tragar transigir en asociarse con timadores, o él mismo intentar hacerlo, porque si algo le caracteriza es su honestidad; le da tanta vergüenza engañar que, cuando vende relojes, le dice a su sobrino que para sensibilizar no diga que no tiene para comer sino que quiere una horchata. Photobucket A Jacinto le sobra honestidad ( y quien sabe si puede ser una razón fundamental que haya determinado que esté en tal situación), y le falta habilidad para ese arte tan español de la picaresca, o dicho sin eufemismos, del engaño, como el embaucador que interpreta Miguel Gila ( que suelta toda una retahíla de desgracias para sensibilizar y así que le compren un reloj) o el falsificador de arte, que interpreta Paolo Stoppa, que le contrata para cambiar unos listines de teléfono (sin olvidar la memorable intervención de Pepe Isbert como suministrador de relojes). En la recta final la obrase desmarca de la citada de De Sica, la cual apuraba, con proverbial modulación, el arte de estirar la cuerda para poner el corazón como corbata sin necesidad de recurrir a los subrayados. Vajda mantiene el pie en el embrague: ese memorable plano general en la estación de metro, de Jacinto ya ataviado con el traje de luces, con Pepote y el dependiente de la tienda que le ha alquilado el traje (encarnado por ‘Tip’); Wajda no necesita a recurrir a primeros planos. En las secuencias finales en la plaza toro, no carga sobre lo patético (no le sale a Jacinto la corrida con arte, y necesita la ayuda de los payasos; encima, cuando parece que recupera ánimo y destreza la lluvia provoca que se suspenda la corrida), sino que retrocede dos pasos, como quien sonríe ante el lado grotesco que tiene lo trágico, ejemplificado en ese extraordinario reencuadre con el travelling de retroceso: Jacinto está solo en mitad de la plaza lluviosa; la cámara retrocede y vemos detrás suyo al dependiente de la tienda, que le cubre de la lluvia con el paraguas, para que no se moje el traje. Soberbio. Pero aún afina más si cabe, porque repite movimiento de retroceso cuando encuadra a Jacinto saliendo de la taza, reencuadrando en primer término a Pepote, que le espera ( su paraguas vital, el que le ayuda a que no se consuma bajo la lluvia de la vida, de esa agua de miseria que inundaba su chamizo al inicio). Pero (aunque me desagraden sobremanera las corridas de toros)hay que reconocerle a Vajda que aún nos reserva un deslumbrante último pase de toreo cinematográfico, de orfebrería de sutilidad e ingenio, al que sólo se puede responder con vítores y petición de vuelta de honor por la plaza: Jacinto clava el paraguas en un árbol, como un estoque: Como si le clavara el estoque al ‘toro de la vida’, toda una declaración de afirmación vital. Jacinto y su dulce ‘paraguas’ humano, Pepote, sobrevivirán a cualquier aguacero que les echen.

1 comentario:

  1. Deslumbrate crítica con la que no puede estar más de acuerdo. Lamento que le desagraden las corridas de toros -intuyo que más de forma intelectual, que racional, no importa, a mí sí me gustan y cada día más, posiblemente de manera más intelectual que racional-. He leído con auténtica delectación su comentario.

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