martes, 28 de febrero de 2012

La voz de la montaña

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Los vínculos de sangre no determinan que haya una afinidad, como que se logre comprender a aquel con el que has podido compartir años de convivencia, sea hijo o conyuge. A veces esa afinidad se crea, y va floreciendo sin que incluso te percates de ellos, con alguien con quien te cruzas en la vida, y aporta una luz que hasta entonces no habías advertido. Esa luz que adviertes con asombro en tu entorno, en la naturaleza, o en las interrogantes que comienzas a realizarte, como a verte, en el pasado, con otra perspectiva, otra luz, porque quizá, en todos los aspectos, nos desenvolvemos entre sombras, con una mínima luz que logra, en ocasiones, iluminar para discernir. Como le ocurre a Shingo (So Yamamura), en la extraordinaria 'La voz de la montaña' (Yama no oto, 1954), de Mikio Naruse, según la novela de Yasunari Kawabata ( y que casualmente, tengo como próxima lectura sin haberme percatado hasta ver la película el vínculo entre ambas). Hay una hermosa secuencia que lo condensa, aquella en la que, a la luz la vela ( ya que ha habido un apagón), conversan Shingo y su esposa Yasuko (Teruko Nagahora),o más bien es ella la que habla, la que alude a que le conoce más de lo que cree, sabe que prefiere más a su hijo, Shuishi (Ken Uehara), que a su hija, Fasuko (Chieko Nakakita), y, aún más, está encandilado con la nuera, Kikuko (Setsuko Hara), y también sabe que prefiría, o quiso más, a su hermana, que murió joven, por lo que se casó con ella. Shingo se culpa de que no estuviera presente en la infancia de sus hijos (que no fuera esa luz que hubieran necesitado), y quizás si hubiera sido así los matrimonios de ambos no serían un error.
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Esas sombras encuentran otra correspondencia alegórica de la dificultad de comprender y discernir a los demás (y a uno mismo) en una máscara que un amigo de Shingo le trae al trabajo (un momento de 'suspensión' mágico, como si, paradójicamente, algo se revelara o insinuara, o comenzara a hacerlo, entre las sombras). En la relaciones de ambos hijos subyace la incomprension o desencuentro entre ambos géneros, o la dificultad de crear vínculos duraderos, afines (los hombres dicen repetidamente que las mujeres son una 'lata'; Yasuko dice, en varias ocasiones, que Shingo ha sido siempre incapaz de conocer a las mujeres)que refleja que muchas veces las elecciones derivan de otros factores (una segunda opción, no estar solo, la inercia social de crear un vínculo con alguien etc). Shuishi, que trabaja en la misma empresa que su padre, siempre llega tarde, prefiriendo ir a bailar o beber, hecho que soporta, en principio, Kisuko con su luminoso talante (alguien con una capacidad de entrega que es pura luz, como reflejan sus atenciones con sus suegros). La hija, Fusako, aparece con sus dos hijas, dada las diferencias con su marido. Los padres, sobre todo, Shingo se preguntan qué pueden hacer, cuando se supone que ya no tienen que intervenir en la vida de sus hijos, ya que sería una interferencia, en lo que es ya su 'vida'. Tampoco Shingo logra comprender a su hijo, cuando le pregunta por qué tiene otra relación extramarital. No entiende esa distinción entre una mujer lago, como Kikuko,y mujer torrente, no entiende de esa 'necesidad' (e intenta comprenderlo, conociendo a esa otra mujer). Pero, al mismo tiempo, de un modo exquisitamente sutil, se esboza esa atracción o afinidad especial entre Shingo y Kikuko, brillantemente expuesta en dos secuencias en los inicios, y en el final. En la segunda secuencia, ambos conversan en el camino que lleva a su casa; en un momento Shingo se detiene, con expresión de asombro, ante un girasol (primero una fuera de campo, con Kikuko en cuadro), que, como dice, es más grande que una cabeza humana.
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En la hermosísima secuencia final, un encuentro entre ambos, tras que ella se haya determinado en abandonar a su esposa, independizándose, él expresa ( mirando al paisaje fuera de campo, con ella en cuadro) con admiración y asombro, que qué belleza, qué amplitud. Es muy difícil describir la hondura de esa secuencia (el adjetivo sublime sería insuficiente), los detalles de lo entrevisto e insinuado, en gestos, miradas, las lágrimas de Kikuko, con la fabulosa e intensa música Ichiro Saito, cómo se palpa esa luz entre las sombras de la afinidad entre ambos, al final encuadrados en la amplitud del paisaje. Y esa misma luz entre sombras define el sutil y prodigioso arte del cine de Naruse (y de Kawabata).

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