viernes, 17 de diciembre de 2010

El señor de la guerra

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La acción de la excepcional 'El señor de la guerra' (1965), de Franklin J Schaffner, transcurre en un espacio dominado por 'pantanos, una torre desnuda, en el fin del mundo', en palabras del protagonista, Chrysagon (Charlton Heston), pero son sus tierras, las que le ha cedido el rey normando Guillermo I el conquistador, un feudo fronterizo que tendrá que defender de los ataques de los frisios. Parece una recompensa por su larga dedicación de dos décadas en la guerra (recurrentes en el siglo XI) pero también pareciera una condena, un confinamiento en unas tierras miserables, en lo que incide su hermano menor, Draco (Guy Stockwell), en el que pronto se advierte el resentimiento por sentirse hasta ahora siempre relegado frente a la figura de su hermano: de algún modo e su 'dragón' particular ( como su nombre indica), esa frustración o insatisfacción a la que Chrysagon se enfrenta, y por eso esa imperiosa afirmación de que son sus tierras, como representa esa torre desnuda rodeada de pantanos, como siente su vida, sostenida sobre una movediza base más que firme. Pero se enfrentará a otros 'pantanos' simbólicos que desestabilizarán esa desesperada presunción de firmeza ( y que a la larga, asumiéndolas, supondrán un proceso de transformación interior: un alquímico proceso en el que la asunción de la vulnerabilidad es crucial). Primero la turbación del enfrentamiento a otra cultura o tradiciones, el paganismo de los que habitan esas tierras, que practican el culto a deidades druidas, en la que la piedra y el árbol, dos materias contrapuestas, dos extremos, son sus símbolos sagrados; admirables las secuencias de la primera toma de contacto, cuando Chrysagon y sus hombres llegan a estas tierras, y son testigos de los altares en el bosque; en un registro, en el que incidirán posteriormente cineastas como Peter Weir, hace sentir, por un lado, que parece cruzarse el umbral a otro mundo, y, por otro, el consternado sobrecogimiento que suscita en el cristiano Chrysagon, aunque lo intente camuflar con un arrogante desprecio.
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Dualidad que ya adelanta la que sentirá cuando se le informe de que el señor de las tierras puede disfrutar de una costumbre del pueblo pagano, el derecho de pernada.
Su reacción primera de rechazo se verá desestabilizada por otro 'pantano' simbólico, la atracción que sentirá, y que le superará, por Bronwyn (Rosemary Forsythe). A la que significativamente conoce en el lecho de un río (tras que sus perros hayan asustado su rebaño). El agua de las emociones comienza a turbarle, como su desnudez; no es capaz de permitirla que se tape con sus ropas desgarradas, contradiciendo, como se percibe en sus gestos, lo que hubiera su reacción caballeresca refleja, como bien ha mostrado golpeando a uno de sus hombres; pero ahora el impulso, su fascinación ante esa mujer, le domina. Y su deseo (no hace falta incidir en la condición simbólica sexual de la torre desnuda) desestabilizará sus creencias, la presunta firmeza de sus convicciones, cuando accede a disfrutar del derecho de pernada. Y, aún más, se enfrentará a sí mismo, o a lo que era y representa, cuando no devuelve a su esposo a Bronwyn, porque la ama ( a lo que ella corresponde; la transgresión será ahora mutua, ambos se enfrentan a sus dos mundos, a la rigidez de sus tradiciones, creando su propia torre). Esa ruptura con el orden de su mundo, provocará que se enfrenta a la reacción,o asalto al poder, de su hermano, que aprovechará esa fisura en el que papel que representa de señor de esas tierras y vasallo de su rey, para usurparle su dominio.
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También hay otro 'pantano simbólico' al que se enfrenta Chrysagon, el del pasado, ya que el rey frisio al que combate ( y al que ha estado a punto de capturar en el primer enfrentamiento al llegar a estas tierras) fue quien mató a su padre. El último tramo de esta esplendida obra se centrará en los repetidos asaltos que realizan los frisios a la torre. Por último, se hace necesario destacar a un gran personaje en aparente segundo plano, uno de los más admirables que ha dado el género (y el cine), Bors (prodigioso Richard Boone), el escudero, y protector desde su infancia de Chrysagon. La sinfonía de miradas y gestos en contraplano a toda acción, decisión o reacción de su señor podrían conformar una película paralela fascinante. Es la firmeza especular, que tiene su condensada imagen en ese portentoso travelling hacia su figura, afirmada con su espada, ante la puerta de la habitación de su señor cuando éste ha entrado con Bronwyn para sellar su primera noche de amor, esa alianza que será la torre de la verdadera firmeza para Chrysagon, aunque su transgresión le conduzca hacia la muerte.

‎'El señor de la guerra' (The war lord, 1965) es una obra maestra de Franklin J Schaffner, quizá la obra más sobresaliente, a la par que más realista dentro de su compleja construcción simbólica, centrada en el medievo. El estupendo guión de John Collier y Millard Kauffman adapta la novela 'The lovers' de Leslie Stevens. Excelentes son tanto la partitura musical de Jerome Moss como al fotografía del gran Russell Metty. Sin duda, supera con creces a obras más celebres ubicadas en la misma época como el descafeinado romanticismo de la desmañada 'Paseo por el amor y la muerte' de John Huston o la irregular 'El Cid' (1961), de Anthony Mann.

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