lunes, 23 de agosto de 2010

Fotografiando hadas

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Transgredir los límites, desafiarlos. Una de las corrientes del cine fantástico ha sido explorar esos limites del tiempo en el que parece que estamos condicionados, y donde hasta el incierto umbral de la muerte se transfigura en epítome de ese estado donde rasgar esa red que nos impide sumergir en la comunión con el todo. El amor sublime, como raíz y elevación de vida, desafiando esos límites, ha sido una de los hilos narrativos que han puesto en evidencia ese conflicto. En 'Fotografiando hadas' (1997), de Nick Willing, es el impulso que mueve al protagonista, Charles Castle (Toby Stephens), a la hora de revelar con su cámara ese otro mundo no visible, el de las hadas, como si así lograra hacer manifiesta a su amada desaparecida, como si logrando acceder a ese mundo, estuviera conjurando la posibilidad de un reencuentro en otra dimensión, desafiando incluso a la misma muerte. Es por ello, que el instante en el que de verdad la 'siente' tras haber tomado esa planta mágica rezuma tal palpable carnalidad (como en escasas ocasiones en el cine reciente); la hace presencia en ese instante de sus dos cuerpos entregados, esa pulsión que late en el intimo y profundo acto amoroso de querer traspasar los límites del otro y ser parte de su misma piel.
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La pasión como rasgadura que nos hace sentir el otro del modo más próximo y en donde nosotros mismos nos sentimos más plenos y presentes. Un estado, acontecimiento, que desafía a la misma vida y a la muerte (en sí mismo una experiencia fantástica, que altera la percepción, como si se habitara el tiempo de un modo más presente, de ahí su excepcional condición sublime), como si se creara un tiempo aparte con el aliento de lo eterno conjugado con el instante siempre fugaz en cuanto que no se puede retener al estar inscrito en el tiempo. Claro que quizás haya un tiempo o dimensión en que es permanente (o que pueda serlo; esa consciencia replanteada en incógnita es a su vez la desgarradura de esa vivencia sublime: esa alquimia o ilusión de eternidad y de mundo compartido aparte, está abocada al tiempo, condicionada por su discurrir, por sus derivas y caducidad, como por las circunstancias y los otros; como que la proximidad nunca será fusión completa: ser completamente en el otro sin dejar de ser uno). Esta consideración de la muerte como posible espacio donde materializar ese estado de permanente fusión, estaba reflejada en la frase de Euripides: ' ¿Quién sabe si morir no será vivir y lo que los mortales llaman la vida será la muerte?. Frase que abre una de las grandes obras del cine fantástico, 'Jennie' (1948), de William Dieterle, trenzada sobre el poderoso amor que se va creando entre dos personajes separados por el tiempo. Sus encuentros desafían al mismo, ya que ella pertenece a un tiempo que ya no es, muerta tiempo atrás. El pintor, ya no inspirado por una vida que no le motiva y sumido en las precariedades, se empeña con ferrea voluntad en que esa relación condicionada se materialice sea como sea, desafiando a la vida y a la muerte, para que su amor fuera del tiempo, como excepcional encarnadura, tenga su lugar y momento propio. Otras obras han incidido en esta linea, como la relación entre la viuda y el fantasma del marino que habitó antes en su casa, en 'El fantasma y la señora Muir' (1947), de Joseph L Manckiewiz, enfrentados a la imposibilidad de materializar su amor, que tendrá lugar cuando la muerte llegue.
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Aspecto que también está presente en esa singular rareza que es 'Pandora y el holandés errante'(1951), de Albert Lewin, donde dos personajes señalados por lo maldito, una mujer que 'vaga' por la vida con el ancla de los amores destruidos en los hombres que se enamoran de ella, encuentra esa pasión en un hombre fuera del tiempo, también condenado a vagar eternamente en su dimensión, ese holandes errante que necesita un sacrificio de amor para acabar su condena. De nuevo la muerte será el espacio donde ambos amantes encuentren el espacio donde desafiar a sus condicionamientos, y al propio tiempo, materializar su amor. En 'Su milagro de amor'(1945), de John Cromwell, en un cottage donde parejas han vivido sus felices lunas de miel, un hombre, cuyo rostro ha quedado desfigurado por las cicatrices de guerra, y una mujer, de rasgos poco agraciados, se veran, cuando se enamoren, sin ningun tipo de cicatriz, sino radiantes de belleza, como la mirada del amor más profundo, generoso y cómplice. No saben que sólo ellos se ven así, es su mirada la que ha logrado ese estado 'fantástico', como si tambien hubieran creado su particular tiempo. Personajes que desafían las fisuras y anclas del tiempo para materializar un sentimiento de armoniosa permanencia acorde a la excepcionalidad de su sentimiento, la eternidad conjugada con lo efimero de lo inmediato. Por otro lado, en estas obras, palpita otra interrogante: ¿cuáles son los límites de la realidad, y de nuestra percepción?. Y, por añadidura, como en 'Fotografiando hadas', ¿Qué se puede ver, qué podemos ver?.
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Nos encontramos a principio del siglo XX, y un fotografo, Charles Castle, pierde a su esposa, poco despues de su boda, cuando el hielo se quiebra bajo sus pies, y una grieta la engulle. Desde ese momento, Castle, se convierte en un espectro en vida. Incluso se muestra indiferente a las bombas, en el campo de batalla de la primera guerra mundial, mientras ejecuta sin prisas el minucioso ritual de realizar una fotografía. Tras finalizar la guerra, su trabajo se centra, fundamentalmente, en realizar fotos de muertos, esto es, consoladoras fotografías en donde los padres posan con un modelo, sobre cuyo rostro se superpondrá el rostro de su hijo muerto en la guerra. Castle ya no cree nada, funciona como un mero autómata. 'Revela' la muerte, y desvela esceptico las falsedades de las ilusiones, y las asume como representaciones que son. Un acontecimiento sacude a la sociedad del momento: dos niñas se han hecho fotografías junto a unas hadas. En el curso de la conferencia, en la que está presente Arthur Conan Doyle, donde se muestran esas fotografías, Castle efectúa un afinado analisis que desmonta su falsedad, y pone de manifiesto lo que posee de montaje o manipulación de la imagen (de hecho, fue un suceso que efectivamente tuvo lugar en aquellos años). Pero hay otro caso:Una madre le habla de un 'suceso' parecido con sus dos hijas. Castle analiza esas fotografias empecinadamente, porque no logra descubrir el truco. Hay un reflejo en uno de los ojos que 'parece' real, el de una hada. Intrigado visita a esa familia, a esa mujer y sus dos niñas. esposa e hijas de un vicario, interpretado por un estupendo Ben Kingsley.
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Comer una pequeña planta propicia las visiones, el realmente poder ver a esas hadas, a esas criaturas de ese otro mundo. Castle lo hace, y su percepción se altera, el tiempo es otro, se ralentiza, dilata, agita, inclusive los tiempos se quiebran, y siente de nuevo que está con su esposa en un tiempo que está hecho de tiempo pasado y tiempo imaginario, con tal fisicidad y presencia que le conmociona. Se convierte en determinado proposito el realizar las fotografías de aquellas criaturas (materializarlas en imagen conlleva que pudiera materializar a su esposa muerta, o que es posible esa vivencia fuera del tiempo convencional). Pero choca, inevitablemente, con la inflexible mirada institucionalizada del vicario. Al fin y al cabo su credo ha insitucionalizado una rigida mirada a la realidad y a los mundos posibles. No puede haber otra manera de percibir, y por ende, de considerar la realidad y sus dimensiones, ahora precarias en sus límites. La transgresión implica sanción Y, por otro lado, ¿Es percepción alterada condicionada o se ha cruzado un umbral de percepción que logra advertir realidades que nuestros límites naturales impiden?.
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Para Castle, como he señalado, se transforma en un proposito que va más allá de retratar una realidad invisible para el ojo en sus percepción condicionada por los límites de nuestra propia naturaleza. Se convierte en la posibilidad de transgredir las dimensiones y lograr de nuevo unirse con su esposa fallecida, su manera de sentirse de nuevo vivo es conseguir cruzar ese umbral, a ese espacio incierto, donde de nuevo se reencuentre con ella. Una dimensión que está más allá de los compartimentos que atribuimos al tiempo de la vida y al tiempo de la muerte, quizás otro tiempo, otra dimensión, que no logramos aprehender en nuestros límites. Aunque la mirada institucionalizada, la de la ley y el dogma de fe, no aceptará ese propósito blasfemo y subversivo.
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Pero, pese a sus instrumentos de condena, como los de la propia Ley, y su inclemente y violento afán de ajusticiar drásticamente a la herejía y al hereje, y destruir y acabar con su corporalidad, que es lo único que pueden quebrar, nunca podrán domeñar a las mentes transgresoras ni podrán llegar a esa dimensión: Castle posee la llave en forma de una planta mágica; la muerte no es umbral de perdida sino de encuentro (en un hermosísimo final, de pura musicalidad). Quizás todo es cuestión de una disposición de la mirada, para ver lo que la mirada institucionalizada ha obturado en nuestras mentes delineadas con sus inflexibles dogmas de lo que es y lo que puede ser la realidad.

‎'Fotografiando hadas' (1997), de Nick Willing, autor de la también muy sugerente 'The river king' (2004), y con guión de Chris Harrald sobre una novela de Steve Szylagyi, es una de las más desconocidas y una de las mejores obras que ha legado el cine fantástico en la últimas décadas. Si la concepción del cine fantástico se asienta en la alteración de la mirada que desestabiliza la percepción de lo considerado normal o realidad, planteando, y haciendo sentir, otros ángulos, esta brillante y elegante obra lo consigue a través de la transformación de la mirada del protagonista, en principio escéptica. Muy pocas obras en los últimos años han logrado hacer sentir con tanta intensidad lo maravilloso, el cruzar ese umbral hacia otra percepción más aguda.

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