miércoles, 20 de noviembre de 2024

Amargo silencio

 

No soporto a los lobos solitarios, da igual en qué bando estén’ dice Martindale (Laurence Naismith), el dueño de la fábrica, mientras observa, a través de la ventana, cómo uno de los obreros, Tom (Richard Attenborough), cruza la valla de entrada, tras superar al grupo de obreros en huelga apostados en la entrada. Es el único esquirol que se mantiene firme, el único, de los que en principio no estaban de acuerdo con la huelga, que no se deja arredrar por la presión social, silenciosa, de desprecio, o violencia (destrozos de sus propiedades) de algunos de los obreros que realizan la huelga. Amargo silencio (The angry silence, 1960), de Guy Green, es una película incómoda, que abre ángulos poco complacientes que son hendiduras que sangran. Al menos, El hombre del traje blanco (1953), de Alexander MacKendrick, con la que se pueden establecer sugerentes asociaciones, te dejaba con una sonrisa, aunque, en parte helada, porque poco a poco empezabas a percatarte de que te acababan de arrojar una buena ración de ácido. El Inventor que encarnaba Alec Guinness se convertía, por idear una tela que no se mancha, en una figura incómoda que ponía en peligro todo un sistema, por eso era perseguido por todos, fuera los empresarios o los trabajadores. Tom también se convierte en una figura molesta, que no beneficia a los intereses ni de unos ni de otros: Martindale sugiere su despido como solución, y Connolly (Bernard Miles), el capataz, llega a exigirlo, pero otro hombre en medio, el jefe de personal, Davis (Geoffrey Keen), no se deja arrastrar por las conveniencias ni arrebatos viscerales de uno y otro: sabe que es una medida injusta, un chivo expiatorio que paga el no entendimiento entre ambas partes. Green establece asociaciones o equivalencias a través de brillantes transiciones de montaje, como en M (1931), de Fritz Lang, a través de encadenamiento de diálogos de los trabajadores con otros de los directivos de la empresa. En M también los dos bandos, delincuentes y trabajadores, acababan persiguiendo al infanticida.

Green había realizado una espléndida obra bélica con Comando de la muerte (1958). Esta es otra guerra, que se desvía hacia quien se queda en medio. Hay una secuencia inicial en la que la chaqueta de una secretaria se queda enganchada a una máquina, y está a punto de tener consecuencias fatales. Tom también se queda enganchado en sentido figurado, pero las consecuencias son más graves: En primer lugar, porque también afecta a su familia, a su esposa, Anna (excelente Pier Angeli), y sus dos hijos pequeños ( uno de los cuales es cruelmente humillado en el colegio al ser embadurnado con heces, como descubre una desesperada Anna), y por supuesto, al final, él. En el desolador paisaje humano destacan personajes como los jóvenes, comandados por Eddie (Brian Bedford), que abomban su pecho para demostrar que son más machos e importantes que nadie (entre ellos, Oliver Reed), aunque no sepan realmente por qué están de huelga y para qué; van donde las corrientes les lleva, y su única manera de actuar (o reaccionar) es con la violencia; son los que, por ocurrencia propia, ejercen la violencia contra las propiedades de los esquiroles. Y está, al contrario, quien prefiere meter la cabeza bajo tierra, porque no quiere problemas, como es el caso del mejor amigo de Tom, Joe (Michael Craig, argumentista también junto a Richard Gregson), quien, en buen apunte previo de guion (de Bryan Forbes) no se compromete en ningún aspecto de su vida, como demuestra en su cita con una de las secretarias de la fábrica, prefiriendo ir, en cualquier faceta, de refilón, sin que se le note mucho, como si estuviera de paso.

Green narra con percutante vigor, con la aspereza de quien deja en evidencia las miserias de todos. Con qué facilidad se ningunea, y humilla, al que discrepa. Aquí no nos encontramos las autocomplacencias maniqueas que empañaban obras como La huelga (1924), de Serguei Eisenstein o La tierra (1930, de Aleksandr Dovjenko. Ciegos hay en todos los bandos, y cuando una masa se une, aún más ciega puede llegar a ser, y la miseria brota en sus actos, por pasiva o por activa. El final es demoledor, reflejo de esa fustigante conciencia de los jóvenes airados del Free cinema (aunque Green no fuera parte de ese movimiento o de su generación, como Reisz, Anderson o Richardson). Es una buena bofetada que recuerda que si las revoluciones fracasan, cuando se quiere mejorar las condiciones de vida o derrocar a un opresor, es porque los sublevados incurren en parecidas o semejantes iniquidades o mezquindades, como bien apuntala el feroz picado sobre la masa de obreros, que se han quedado en silencio tras una buena reprimenda del que hasta entonces se había amordazado por miedo, que clausura esta espléndida obra. La siguiente obra de Green, Hombre marcado (1961), es tan brillante como incómoda.

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