miércoles, 17 de julio de 2024

Mannequin

 

Erase una vez cuando el melodrama era un género que aunaba el sutil ingenio y la exuberante inventiva, la hondura y complejidad y emocional y el incisivo retrato de una sociedad que no era sino el desgarro desde dentro de la tramoya de los cuentos de hadas ( no sólo los de las convenciones dramáticas o lugares comunes sino los de la sociedad, en este caso, en la década de los 30, los de los cantos de sirena de la prosperidad económica que incentivaban el arribismo y el obcecado anhelo de ascender en la posición social para disfrutar de los parabienes de la riqueza, como si no hubiera otro paraíso). Frank Borzage fue uno de los más excelsos cultivadores del melodrama; en especial de ese considerado romántico; Borzage trenzaba la peripecia emocional, una relación sentimental en curso, que también era proceso de aprendizaje en muchos de los casos, con un perfilado contexto social, que entraba en conflicto o se convertía en impedimento para el desarrollo de la relación; las figuras no estaban suspendidas sobre el vacío, sino sobre un fondo con el que forcejeaban para que no les anulara. Borzage conjugaba la inmediatez con la alegoría con mano maestra, y lograba alcanzar en determinados momentos una altura emocional de soberana magnitud. Las nociones de artificio y realismo se conjugaban difuminándose los contornos. Un ejemplo maestro está en cómo logra dar tal entidad, concreta y abstracta, a unas escaleras en las primeras secuencias de Mannequin (1937). Jessie (Joan Crawford) sale de la fábrica donde trabaja, y asciende, con caminar pesado, los dos tramos de escaleras hasta el piso donde vive con sus padres y su hermano; Jessie se siente ahogada con esta vida, de la que no parece que pueda escapar, acrecentado por los reflejos que suponen las figuras masculinas: la madre subordinada a su padre, a sus necesidades de hombre sentado en el sofá, o al hermano cínico que vive de gorra; es como si ya se viera en su madre a lo que está abocada. Citada con su novio, Eddie (Alan Curtis), baja las escaleras; ahora dos planos cortan el seguimiento, uno de él y otro de ella: ya se hace insinuar que él representa esa posibilidad de huida. Tras disfrutar de un armónico momento de noche de sábado, en la orilla del mar, vuelve a casa. Asciende la escaleras, oye los ruidos del vecindario, y se apaga la luz de la escalera: corta a un plano de ella con expresión desesperada, seguida de un travelling que recoge cómo ella baja con ímpetu las escaleras para abrazarse a Eddie y pedirle que se casen ya, que no soporta más esa vida.

Borzage ha trazado con admirable precisión unas condiciones sociales y una circunstancia emocional en conflicto. Más adelante tiene lugar una secuencia clave, casi se puede decir que el corazón de la obra, y de un doliente lirismo: Jessie conversa con su madre en la cocina; la madre, por una vez, abocada casi al silencio, físico, y por subordinado papel de ama de casa ( como dice el padre, es el lugar de la mujer), da rienda suelta a lo que siente y piensa en beneficio de su hija, esto es, que no sea como ella, un mero maniquí, como tantas mujeres de su generación, condicionada a vivir por delegación la vida de su marido; apostilla que apueste por lo que ella quiera, aunque sea sola. Claro que para lograr ésto hay que pasar un importante escollo, como expresa Jessie, lo difícil que es conseguir dinero, aunque necesites poco. En ese esfuerzo de lograr perfilar su propia vida, la mujer parecía abocada en aquellos tiempos a fluctuar entre dos modelos masculinos que representaban las dos restrictivas tendencias a no tener que abocarse a ese modelo de maniquí vital que representaba su madre. Uno es Jessie, su marido, que la aboca, también, a ser otro maniquí. Jessie anhela a ascender del modo que sea en la escala social, pero sin esforzarse, dejando de lado los escrúpulos, y para ello cualquier medio vale (los demás son meros medios): convence a Jessie para que deje su trabajo en la fábrica y pruebe suerte como bailarina en un night club, y que aproveche su físico para conseguir beneficios con hombres ricos, como es el caso de Hennesey (Spencer Tracy), con respecto al cual llegará a proponer a Jessie que, tras primero divorciarse de él, se case con Hennesey para divorciarse, a su vez, seis meses después y volver con él con el dinero conseguido por la separación.


Hennesey representa esa figura recurrente en los dramas y comedias de aquella década, el millonario, aquel al que las mujeres debían aspirar, en versión príncipe azul, para salir de la situación precaria ( lo que las convierte en otros maniquíes). Hennesey es un hombre que se ha forjado a sí mismo, a base de esfuerzo. No es que carezca de escrúpulos, pero se ha acostumbrado a conseguir de modo directo, sin circunloquios, lo que desea, y por eso se muestra impetuoso con Jessie a la hora de besarla. Expresa lo que siente, porque se ha enamorado de ella, pero avasallando. En la narración, que tampoco transita la gravedad, hay momentos distendidos de agudo ingenio, como el montaje elíptico secuencial de varios poses de modelo, en el nuevo trabajo de Jessie, al que asiste, perseverante, Hennesey, hasta que consiga que acceda a una cita. Incluso acepta casarse, aunque exprese que no siente lo mismo. Claro que Borzage expresa con sutilidad, con acciones, que las cosas no son lo que parecen. Y aquí entra en juego el ingenioso uso de una pamela: Eddie la ha visitado ( no ceja en busca su beneficio, y piensa que las motivaciones son como las de él: ir en pos del dinero); aparece Hennesey; ambos hombres son encuadrados en la puerta, mientras Eddie se despide; Jessie baja la cabeza, y su rostro queda ocultado por la pamela; Hennesey se acerca y le expresa lo que siente, y ella eleva su rostro, que aparece radiante: las acciones y gestos hablan. La ruptura con esa fatalidad de llegar a ser un maniquí con ambos modelos de hombres se resuelve, con resonancias de otros de sus bellos melodramas, Fueros humanos (Man's castle, 1934), aquella historia de amor en los arrabales de dos desposeídos: Hennesey pierde su fortuna; ahora él y Jessie vivirán en una precariedad pero juntos, creando un proyecto de vida de igual a igual en que nadie es maniquí de nadie, sino dos cómplices del amor en la intemperie de la vida.

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