El curioso caso de Benjamin Button (2008) fue una obra que aconteció en un momento en que se replanteaba tanto la concepción como la consideración de la obra de David Fincher, a partir del estreno de Zodiac (2007). Antes, salvo excepciones, no era un cineasta particularmente apreciado. No suscitaron especial admiración ni Alien 3 (1992) ni The game (1997) ni La habitación del pánico (2002). La visionaria Seven (1995), pese a su influjo, a nivel industrial, por la serie de thrillers que fueron producidos, durante esa década, intentando emular su vertiente estética siniestra, tardó en adquirir la consideración de excepcional obra que marca un antes y un después en la Historia del Cine. Y El club de la lucha (1999) fue recibida con extrema disparidad, incluso con calificaciones de fascista desde su presentación en el mismo Festival de Venecia, ya fuera por incapacidad perceptiva o por intento de neutralización de su transgresor planteamiento. Con la magistral Zodiac (2007) se produjo un general reajuste de enfoque sobre la obra de Fincher. Quizá no fuera solo un cineasta al que ante todo calificaban como esteticista (efectista). Quizá contuviera más complejidad de la que en principio advertían en la superficie de sus argumentos o en lo que consideraban como mera aparatosidad formal. Quizá hubieran cometido la torpeza de percepción que también se realizó con Alfred Hitchcock cuando solo era considerado un cineasta comercial o mago del suspense que realizaba meramente obras de género. Quizá no solo no habían sido capaces de percibir su singular mirada personal sino su complejidad y el rigor e ingenio de su estilo. Zodiac supuso el umbral de una reevaluación. Con El curioso caso de Benjamin Button se produjo otro reajuste de mirada sobre su cine, no solo por la misma industria (en cuanto reconocimiento con nominaciones y premios), en particular por su singular pericia técnica, tanto en el diseño visual (con su uso de desaturados colores y su innovadora utilización del rodaje digital a partir de Zodiac; la excelsa dirección de fotografía de Claudio Miranda para El curioso caso de Benjamin Button recupera, y potencia, la concepción pictórica, como en pocas ocasiones, en este siglo) como por su prodigioso sentido de la modulación con el montaje, por dos veces, de modo consecutivo, premiado por la industria, con La red social (2010) y La chica del dragón tatuado (2011), en ambos casos montadas por Angus Wall (montador en solitario en Zodiac, y colaborador con James Haygood en La habitación del pánico) y Kirk Baxter (montador único de sus tres posteriores largometrajes), que habían ya aparecido acreditados en El curioso caso de Benjamin Button, aunque Baxter hubiera participado como asistente en Zodiac. La música es fundamental, en particular, en cuanto modulación rítmica, en las dos producciones ganadoras del Oscar, con el empleo de la música de Trent Reznor y Atticus Ross (como segunda piel del mismo montaje). En El curioso caso de Benjamin Button es otro tipo de relación, más ortodoxa, a través de la brillante banda sonora compuesta por Alexandre Desplat. El reajuste al que me refiero con El curioso caso de Benjamin Button se relaciona con su categorización como cineasta frío y cerebral (aunque, por otra parte, haya que anotar que muchos calificaron de fría o sin alma esta película). Fincher se revelaba definitivamente como un cineasta fuera de su tiempo, como lo era Somerset (Morgan Freeman) en Seven (1995), y a la vez realizaba el reverso de lo retratado en sus anteriores obras. Podría verse como el equivalente en la obra de Fincher de Una historia verdadera (que algunos desorientados no vieron, en primera instancia, como lynchana, por las variaciones en su modo expresivo, menos turbio y siniestro, para plantear lo opuesto que reflejaba, diseccionaba, en Carretera perdida; el tratamiento, por lógica, debía diferenciarse de modo manifiesto; la capacidad empática, aunque tardía, era lo opuesto de la enajenación ofuscada o los desquiciamientos que solía desentrañar; el planteamiento expresivo, más emocional (como línea recta no quebrada ni espiralizada como en sus otras obras), era más cercano al de El hombre elefante). La querencia por lo siniestro, en el cine de Fincher, no era sino la aguda y corrosiva disección de nuestra sociedad actual, definida por la apatía y la ajenidad, la corrupción y la enajenación. Una enquistada realidad de seres incapaces, además, de amar, y prisioneros de sus fantasmas. Su enfoque, claramente acrata y anarquista, fluía en las corrientes subterráneas transgresoras y subversivas de Hitchcock (véase las conexiones entre La habitación del pánico y La ventana indiscreta o hasta entre The game y Con la muerte en los talones).
Con El curioso caso de Benjamin Button evidenciaba su cercanía a la mirada fordiana. La conmoción emocional y reflexiva que siento con El curioso caso de Benjamin Button es para mí equiparable a la que sentí, y sigo sintiendo, con ¡Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford, otra obra summa que puede servir de reflejo en cuanto lúcida y ejemplar mirada sobre la vida y en cuanto recuperación de la emoción en su estado más depurado, la flexión que es conmoción y templanza y surge de las entrañas y las rasga con su exuberante música, atravesada por la mirada transversal de una reflexión que perfila y revela los engranajes sobre los que se sostiene la vida. Porque eso es, también, esta obra de Fincher, la materialización de un logro excepcional, la musicalización de la emoción verdadera, o como dijo Baudeulaire, la belleza siempre tiene que ser convulsa, y destilando en las entrañas de los trances narrativos la serena mirada reflexiva que nos devuelve en el espejo nuestra desnuda condición en la intemperie de la vida mientras escuchamos el ruido del proyector con el que navegamos con nuestras ilusiones en las fugitiva aguas de las emociones. En ¡Qué verde era mi valle! se desentrañaba, con precisión, el fracaso del hombre como ser social, cómo desactiva toda armonia como conjunto social con el uso de las diversas instituciones sociales (educativa, religiosa, laboral) y la constitución jerárquica de todo entramado social, fracaso o desintegración que quedaba reflejado en la célula básica social, la familia. En la obra previa de Fincher, Zodiac (2007), se representaba un mundo inestable, caótico, en donde la mirada del periodista, que encarna Jake Gyllenhaal, intentaba, denodadamente, dotar de rostro y perfilar con una motivación a la huidiza figura que asesina sin aparente patrón, aleatoriamente, el monstruo de incierto fuera de campo que nos enfrenta a nuestra permanente vulnerabilidad, y que no es sino nuestro siniestro reflejo, ya que lo ha generado el campo de nuestra sociedad, reflejo de la propia condición humana, la violencia sin razón que le ha definido desde el principio de los tiempos. Y por mucho que se enfoque e identifique a ese rostro individual, aun como incierta posibilidad, seguirá siendo un fuera de campo que no podrá ser nunca controlado. Es la fisura permanente. La película de la vida no se puede revelar del todo. En El curioso caso de Benjamin Button se desentraña cómo Nada dura, cómo la vida es una serie de incidencias y vidas cruzadas que no podemos controlar, pero (y) cómo todo es posible: nuestra voluntad, nuestro esfuerzo, nuestra perseverancia, es fundamental para la delineación del curso de los acontecimientos. Las circunstancias, los imprevistos, son determinantes, pero también lo pueden ser nuestras decisiones, por activa o por omisión. La armonía es una posibilidad que fácilmente podemos desbaratar, pero que también se puede lograr, con el necesario esfuerzo (cómo exponía Somerset en Seven el esfuerzo es necesario en cualquier faceta de la vida; esa negligencia es crucial en el resultado de la especie humana como conjunto social definido por sus inconsistencias e inconsecuencias).
De tiempo en tiempo, surge una película, como El curioso caso de Benjamin Button, que abre nuevos senderos al arte cinematográfico y, a la vez, destila una sensación de plenitud. Esa clase de obra atemporal que condensa en su celuloide la alquimia de la mirada luminosa que nos enfrenta, a un mismo tiempo, a la amplitud generadora y fundacional del artificio y a la desnudez de la vida. Cine que, a la vez que cree aún en la potencia reveladora del relato (la construcción de sentido) lo desvela en su condición de ilusión. Y, paralelamente, señaliza la condición paradójica de la vida, su doble y yuxtapuesta condición de pantalla y materia, de ficción o trama y de realidad en movimiento, tan inaprensible como efímera, tránsito y fluencia. Vida hecha de instantes, el instante o momento como pálpito de vida en el que se conjugan pasado y presente, memoria y proyección o anhelo. Fincher expone nuestra fragilidad y vulnerabilidad como un canto, tan celebrativo como melancólico, tan vital como doliente. Tan inaprensible es la vida, en su dimensión amplia, como cada momento, como la velocidad e intensidad a la que se mueven por minuto las alas del colibrí, el único pájaro que puede volar hacia atrás a la vez que hacia adelante (como nuestra mente, como nuestras emociones). Condensa la condición paradójica de la relación con la vida, escindida y oscilante, entre la búsqueda del momento pleno, el anhelo de permanencia y fusión pletórica, ejemplificado como expresión sublimada y radical en la unión intima amorosa, y la (consciencia de la) fragilidad constitutiva de la inevitable transitoriedad, nuestra condición efímera, la sucesión de instantes que se fugan, aunque se conjure con la efímera ilusión de la comunión con aliento de la eternidad. Por eso, Benjamin (Brad Pitt) es un puro navegante o argonauta. Su viaje a la inversa en el tiempo le proporciona una perspectiva más amplia de la cartografía de las mareas de la vida. Si en The game o La habitación del pánico esa disolución de fronteras entre lo mental y lo real, lo ilusorio o virtual y lo corpóreo, se conjugaban o se debatían en el interior de la narración, aquí, como en El club de la lucha se evidencia esa escisión, o la paradoja de su convivencia y yuxtaposición. La singular vida de Benjamin Button se nos narra desde la evocación o el relato (el diario personal de Benjamin que lee el personaje de Julia Ormond a su madre, Daisy, encarnada por Cate Blanchett, agonizante en su cama del hospital; es un relato en el momento de la muerte, mientras se teme la llegada de un huracán; la vida como sucesión de tormentas, consecuencia de nuestros desatinos, la aspiración a la plenitud como ilusión de consecución de armonía), como ¡Qué verde era mi valle (en la que se reflejaba en sus primeros quince minutos la posibilidad de la armonía, comunitaria, familiar, antes de que se fuera desintegrando por las sucesivas incapacidades del ser humano por establecer convivencia armónica), pero con la ambivalencia, como en Big fish (2003), de Tim Burton (otra obra con la que tiene muchos puntos de conexión) de si lo narrado será un fiel reflejo o estará condicionado por la misma evocación, o hasta por la invención (es al fin y al cabo el insólito relato de una figura anómala, alguien que se rejuvenece exteriormente, aunque no mentalmente, a medida que avanzan los años: muere con 84 años con la apariencia física de un bebé). Aunque eso no es lo importante, si acaecieron así los hechos, sino la cualidad ejemplar de la narración o fábula, como visión transfiguradora especular que no es sino sintética transmisión de saber (como la de cualquier mito o gran relato), la destilación sabia de la experiencia de lo real, ya que la experiencia está hecha de acción y reflexión, y eso es lo fundamental, los residuos, o las huellas, que ha dejado la experiencia y que ahora se condensan en un relato que es modelo y guía, luz y sombras, prodigio y asombro, como el mismo proyector del cine, pero aquel que está alimentado de lo real, no de las meras sombras, o difusos fantasmas, de la mente, aunque no ignore la misma condición fantasmal de la vivencia de lo real. Consideración corroborada por el primer relato (o relato dentro del relato o de la evocación), esa hermosa fábula del relojero ciego (Elias Koteas) que creó un reloj que girará hacia atrás, para así disponer de la ilusión de que se podía recupera lo perdido (el hijo fallecido en el campo de batalla durante la I Guerra mundial), y aliviar la desolación que comportaban las pérdidas. Y narrada, precisamente, como si fuera una de las primeras proyecciones del inicio del cine, recuperando la mirada virginal y despejada, recreándose las mismas rayas, cual fisuras en la imagen, de la película ya gastada, recordándonos que el tiempo está hecho de erosión, y que en el principio estaba el final, que en el presente está el pasado, y que nada ha cambiado, porque nada permanece, aunque todo cambie, pero cambia la transitoriedad singular, no nuestra condición inevitable de seres vulnerables al paso del tiempo. Cuando Benjamin consigue dar sus primeros pasos fallece, por infarto, el predicador que le instaba a hacerlo.
El aprendizaje de la vida, y de saber amar, implica la consciencia de la vulnerabilidad. En este sentido es reveladora, como reflejo del trayecto dramático y la construcción de sentido, la evolución del personaje de Daisy. Tras que sufra un accidente, al ser atropellada, será cuando sepa habitar ya la realidad de modo consciente. Hasta entonces vivía la vida, y el amor, como un escenario, en el que era un personaje, una bailarina, la protagonista a la que nada podía vulnerar sus pasos de baile, sintiéndose (en) el centro del escenario de la vida. Algo que queda manifiesto en la bella secuencia que transcurre en el templete, en la que, con 21 años, baila para Benjamin, como si actuara en un escenario, y él fuera una figura espectadora, por debajo de ella, como figura (mirada) que admira. Las secuelas del accidente impedirán que pueda proseguir con la dedicación a la danza. No se puede controlar la vida, como sí se cree y siente cuando aún se piensa y siente que la realidad es un escenario. Toma consciencia de que está expuesta a los accidentes e imprevistos. De la misma manera que hay que considerar lo posible, y esforzarse en materializar el propósito o la ilusión, es importante asumir cuándo no se puede. Hay que aceptar, como mirada lúcida, lo que no se puede lograr, como esforzarse en materializar lo que quizás sí pueda ser si se superan los correspondientes obstáculos (de las circunstancias o los que quizá interponga uno mismo). Es particularmente brillante el modo en el que se nos narra cómo acaece el accidente de Daisy: una fuga o un desvío narrativo (que recuerda, por su ironía teñida de sombras, a la excelente Amelie, 2001, de Jean Pierre Jeunet) que relata o registra la suma de casualidades que lo provocaron, la suma de acciones o decisiones de diversas personas que, si hubieran sido otras (no volver a casa para coger un objeto, no parar a tomar un café...), pudieran haber determinado que el curso de los acontecimientos hubiera sido de ese modo y no de otro. Cómo, en suma, el curso de la vida es imprevisible y dependiente de tantas posibles combinaciones de decisiones y vacilaciones, acciones u omisiones. En un sentido más amplio, en cierto momento de la vida se comienza a considerar los posibles senderos que no se tomaron, o ante los que sólo queda la reflexión posterior del y si.... ¿La conjugación pudo haberse dado de otro modo? Pero las cosas sucedieron de esa manera, aunque quizá pudieran haber sucedido de otra si se hubiera actuado de modo diferente, si la actitud hubiera sido otra. Voluntad y azar, el mundo como representación y la fisura de lo real. ¿Cómo hubiera sido la vida de Benjamin si su padre no lo hubiera abandonado en un asilo?¿O la de Daisy si no hubiera sufrido ese accidente? Y si... La vida no es predecible, es un quizá, haya un destino o sea su trama aleatoria. Como a ese hombre al que le cayó siete veces un rayo encima, también visualizado, cada vez, al modo de las proyecciones primitivas. Porque esa es nuestra condición desde los orígenes. Siempre estamos expuestos, de modo figurado, a los rayos, aunque nos esforcemos en buscar un porqué, como cuando intentamos averiguar quién es el asesino Zodiac, y por qué actúa así. Porque así es nuestra condición, y lo aleatorio, lo inexplicable, siempre estará ahí rasgando la partitura con la que se quiere domesticar a la vida con la avidez de control. Pero, siempre, al mismo tiempo, nos quedará el impulso de acción, el afán de superación. Nunca es tarde para cruzar a nado el canal de la Mancha, como Elizabeth (Tilda Swinton), quien desistió, en su primer intento, cuando era joven, pero sí lo consiguió cuando lo reintentó con 68 años, o las aguas de la emoción verdadera, como logran Benjamin y Daisy, tras varios fallidos intentos, a lo largo de los años (diecisiete), por indeterminación, vanidad, orgullo o inconsciencia.
Es tan inmensa la amplitud de esta magna obra que se hace inabarcable. Un infinito de espejos que conectan con otros, y que nos ofrece una múltiple pero a la vez condensada imagen de la vida. Pero, ante todo, la soberana emoción. Cómo transmitir la honda conmoción que logra en instantes como aquel en el que Benjamin Button lleva a Thomas Button (Jason Flemyng), el padre que le abandonó cuando era bebé, a que contemple su último crepúsculo antes de morir, ante el lago Pontchartrain (lugar de evocación, por su significancia, de la mujer que amó; ese lago que, posteriormente, Benjamin y Daisy contemplarán cuando su relación se haya afianzado), mientras reflexiona por qué hacerse mala sangre, para qué el rencor o el sentimiento de agravio. Sólo hay que dejarse fluir (let it go). Mejor hacer sentir bien al otro que hacerle pagar las afrentas. Qué soberana manera de reflejar tan sabia actitud: El rostro enfocado en primer término del padre, emocionado, y desenfocado tras él el de Benjamin (porque el foco no está sobre él en la vivencia de ese momento, no es el centro de la vida, sabiduría que ha aprendido, el ego sólo perturba el discernimiento). Algo que ha podido adquirir tempranamente por su condición de niño con aspecto de anciano que ha vivido entre ancianos, lo cual le ha valido para conocer prontamente nuestra finitud, nuestro progresivo deterioro, cómo es el final de nuestro viaje, cómo desaparecen en cualquier momento esas vidas que antes estaban ahí, cada una con su singularidad. Vidas que, quizá, pensaron, en cierto momento, que podían controlar la vida. Circunstancia anómala, por inversa narrativa de vida, que le ha colocado en un posición privilegiada de espectador de la vida, y por ello, de conocimiento más afinado y lúcido. Sabe, por añadidura, lo que es sentirse extraño, diferente (niño que parece anciano), por tanto expuesto, así como lo que es la soledad, lo que no condiciona su generosidad sino que la amplifica. Y así sabrá amar. Pese a las decepciones, como el fugaz romance juvenil con Elizabeth, la mujer de un político, que se trunca con el inicio de la II Guerra mundial, y los desajustes, o falta de sincronización, entre él y Daisy, cuando una u otro realizan acercamientos que serán infructuosos por un motivo u otro. Y así el último tramo de la película, que Fincher narra con sabia condición elíptica, el proceso, o realización, de la relación amorosa con Daisy, el lento regreso, alcanza tan poderosa magnitud emocional. No hace falta decir más cuando por fin sus cuerpos van a unirse, tras la suspendida demora del momento anhelado. ¿Quieres dormir conmigo?, le pregunta ella, Absolutamente, contesta Benjamin. La intimidad ya está en curso. El sueño dormirá para hacerse al fin real, y absoluto.
Pocos pasajes, en la historia del cine, como los que se despliegan a partir de ese momento, son tan bellos en su delicada emoción, gestada durante la narración. La escena en la que ambos se miran en sus reflejos en el espejo, y entre ellos mismos como reflejo mutuo, cuando coinciden sus edades, o su imagen de edad física. Las palabras de Benjamin ante la pregunta de Daisy cuando le pregunta qué se siente cuando se ve en el espejo rejuveneciendo. Y su respuesta: Sólo me miro a los ojos. O la expresión ensombrecida de él, abrazado a ella, que se torna en palabras, nada dura, a lo que ella replica, hay cosas que sí. Sombras somos, reflejos somos. La insondable ternura de su reencuentro, doce años después de separarse tras el nacimiento de su hija, ya en 1980, ella en la cincuentena y él con su aspecto adolescente. Refleja el paso del tiempo con ese sutil lirismo, a la vez tierno y melancólico que, de nuevo, evoca aquel inolvidable momento en ¡Qué verde era mi valle! cuando Huw vuelve a ver a su madre tras que hayan ambos pasado un largo tiempo de convalecencia, y se percata de las canas en su cabello, y le pregunta qué es eso, y la madre responde, Nieve. Su escueta despedida, tras hacer el amor por última vez: Buenas noches Benjamin, Buenas noches, Daisy. Esa visión adulta, tan física como lírica, de las complejidades del amor, de sus corrientes subterráneas y sus coreografías de gestos, de sus indecisiones, torpezas y plenitudes (provisionales), conecta con otros excepcionales melodramas, caso de Los puentes de Madison (1995) de Clint Eastwood, Breve encuentro (1945), de David Lean, o Carta de una desconocida (1948), de Max Ophuls (otro gran creador que hacía del artificio reflexión y música de emoción). Inconmensurables son los breves pasajes que condensan el reencuentro, en 1990, él ya como un pre adolescente, que sufre demencia, y no la recuerda, y el transcurso, elíptico, de los años hasta que él ya es un bebé que, antes de morir, ella lo sabe, logra reconocer quién es ella (¿No es la conexión amorosa, como logro, el sentirse reconocido, a la vez que reconocerse, en la mirada del otro?). La cámara se aleja de ambos, como posteriormente, de la habitación del hospital tras que ella fallezca. Sus últimas palabras, después de entrever a un colibrí tras la ventana, serán las de Buenas noches Benjamin. Hay cosas que duran aunque no estén presentes. El último plano es el del reloj que retrocedía, anegado en un sótano. Siempre hay un límite, un final, aunque la ilusión bregue por la duración (ilusión de infinito a través de la plenitud provisional). Hay obras que son gozne y umbral, y El curioso caso de Benjamin Button es una de ellas. Una obra tan rara avis como el propio Benjamin. Su emoción germina en el tuétano y ahí crece con su inmensa luz, lumbre y asombro. La eternidad desgarrada, el instante pleno. Aunque oigamos el ruido del proyector, la emoción se palpa como sublime ceremonia de entrega a la vida y al otro. Y eso es el amor en su estado genuino, ese verde valle. Ilusión y entrega. Nada dura, pero que hermosamente puede alumbrar mientras dura (fluye).
Hay algunas diferencias con el relato de Fitzgerald. Las casualidades a veces pasan desapercibidas
ResponderEliminarSí, aún resulta más admirable la película si se lee el relato breve de Fitzgerald, excelente por otra parte. No solo por cómo amplía y desarrolla lo que está planteado de modo sucinto sino como incluso lo complejiza aún más con sumo ingenio. Más allá de esa diferencia de extensiones, crea sus particulares direcciones.
EliminarUna absoluta obra maestra
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