miércoles, 29 de mayo de 2024

La doble vida de Verónica

 

En la secuencia introductoria de La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique, 1991), de Krzystof Kieslowski, una imagen invertida de la ciudad y el cielo nocturno, que corresponde a una niña polaca boca abajo, mientras su madre le habla de las estrellas, y un plano de otra niña, en Francia, cuya madre le habla, con una hoja, de la sorprendente generación de vida (como decía Gastón Bachelard, el misterio no es la forma, sino la formación). Ambas niñas se llaman igual, en sus respectivos idiomas, Weronika y Veronique. ¿Qué hay entre las estrellas y la nervadura de una hoja? Los misteriosos hilos y lazos de la vida, quizás casualidades que hacen de la vida una danza enigmática, quizá los brumosos compases de algo llamado destino. Y entremedias, los accidentes y las voluntades, cuya determinación, o no, será decisiva en el curso de la creación de unos lazos u otros, de unos acontecimientos u otros. El anhelo de vivir otras vidas puede tener su correspondencia en la realidad, la figura del doble quizá exista, no sólo en otro tiempo, sino en el mismo, en otro espacio, como diferentes posibles narrativas de vida. Como misterio cautivador es el que resplandece en las pequeñas sensaciones, tan plenas, de sentir una lluvia repentina, mientras culminas un canto, el sol en tu rostro, como una hendidura de luz, mientras caminas la calle, la cal que cae sobre tu rostro del techo tras que lo haya golpeado la pelotita que has lanzado, los roces de otra piel sobre la tuya en ese canto de intimidad que es la desnudez compartida. La consciencia de la materia como asombro, su disfrute como acto de realización. Misteriosa puede ser hasta una representación de marionetas. Quién sabe si lo somos, marionetas (¿aunque de qué?). Quizá sólo lo único cierto es aquello que podemos palpar con la mano, la corteza de un tronco, la piel del amante, las conexiones que creamos, con los otros, con la materia, quizás todo eso sea la música más honda, como la de un reflejo de luz que se desplaza, como si se deslizara, en tu habitación, como si buscara tu cuerpo, quizá el reflejo que alguien crea, o quizá una incógnita, como quizá seas el reflejo en el que alguien se busca, para por fin reconocerse en otra imagen que es cuerpo. Como Veronique (Irene Jacob) sorprende en el reflejo de un espejo la mirada de quien misteriosamente le ha cautivado. Misteriosamente porque no se pueden comprender cuáles son los hilos que crean en ti un sentimiento, un reacción, un reflejo, un lazo, latidos sintonizados, sentir que en esa mirada estás tú. O quizá es un enigma, reflejos que te iluminan sin que logres aprehender su procedencia, como si percibieras la presencia de alguien o algo que no tienes la certidumbre de que exista. ¿A través de qué filtros percibimos la realidad? Hay algo misterioso en la intuición. Como si lograras traspasar la pantalla de realidad que te rodea, contiene y limita.

Quizá vivas otra vida en otro escenario, en uno eres profesora de música, en otra cantante, como si pudieras vivir desde distintos ángulos. La vida es una posibilidad de múltiples relatos. La vida es un sendero de incógnitas, de imprevistas conexiones. Un lazo, un cordón, asemeja a la linea de un electrocardiograma. Los lazos de los vínculos que se establecen son nuestros latidos de vida. Tu corazón puede ser frágil y frustrarse tus pasos en la vida (Weronica, joven, muere, repentinamente, mientras canta), como una bailarina romperse una pierna y frustrarse su carrera artística. O puedes encontrar las alas que posibiliten que asciendes, otro latido que propulsa el tuyo, porque ambos se conjugan con el mismo diapasón, como la bailarina marioneta se torna en una mujer con alas. Unas intrigantes llamadas con la música que haces interpretar a tus alumnos y una voz que te dice que no cuelgues para escucharla y unas misivas con un lazo o una grabación de sonidos de lo que parece un espacio público de tránsito, una estación, se convierten en un canto incitador, intrigante, que abre el mundo, que propulsa posibles lazos hacia lo excepcional, espacios de tránsito que posibiliten la residencia de una raíz, ese tronco en el que poses tu mano porque te sientes presente, arraigado y enlazado con la vida, a través de otro rostro, de otra voz, de otro cuerpo. En una narrativa de vida se realiza en la música, mientras que en la otra abandona esa posibilidad, como anula las clases que recibe; en una su vida se siega de modo temprano y en otra se realiza con el logro de la sintonización y conexión emocional, como Veronique con el titiritero. De un modo u otro, de modo más duradero o de modo provisional, puede acontecer el logro. Se puede producir el asombro de un acto de realización, esa música del afuera que puede ser cantada cuando posees esa voz que rasga las entrañas con otro misterioso don, el de hacer del canto catarsis y extasis, o cuando encuentras el reflejo en otro que se amolda a tus emociones, a tu cuerpo. Como Kieslowski lo logra con su cine, con esta obra que es tanto epifanía como misterio.

La doble vida de Verónica, en cuya musicalidad narrativa, impresionista, es crucial la música compuesta por Zbigniew Preisner (aunque en la narración se atribuya a un compositor holandés del siglo XVIII, Van de Budenmayer, quien realmente no existió), y en su atmósfera fronteriza los filtros cromáticos, particularmente sus dorados, de la dirección de fotografía de Slawomir Idziak, con los que ya había experimentado en el capítulo de No matarás de su Decálogo (1988), es una de las experiencias sensoriales y emocionales más enigmáticas y cautivadoras que se pueden experimentar en el cine, esa misteriosa senda que transitaron cineastas como Carl Dreyer o Andrei Tarkovski. La vida reside en ese secreto hilo de pequeños instantes, como la punta de iceberg a través de la que sentimos un incierto mundo de posibles que no logramos articular en todo su sentido pero quizá intuir. Veronique no se perturba por esos envíos o esas grabaciones desconcertantes que recibe, sino que sigue esa enigmática línea de puntos, tras descifrarla a través de sus sonidos y la zona postal desde la que se enviaron los sobres, para descubrir que eran las incógnitas que le planteaba, como modo de atracción, y prueba (de una sintonización y conexión), el titiritero del que, precisamente, se había enamorado (y al fin y al cabo ella esperaba que ese fuera el resultado, su ilusión se torna confianza en lo posible). Y tras hacer el amor observará su rostro, como una imagen invertida, como la niña polaca miraba el firmamento de estrellas, o ambas a través de la pelota, con estrellas adheridas, que invierte el reflejo. La mirada abierta, despejada, es la que quizá pueda intuir, percibir y vivir, de un modo más clarividente, esos momentos de sensación verdadera constituidos a su vez de misterio. Porque aún no sabemos del todo cuál es la materia de este escenario en el que vivimos, sin aún lograr esclarecer del todo por qué y para qué estamos aquí, y cuál es realmente su trama, y cómo se entrelazan los acontecimientos, pero no impide el gozo de apostar por lo posible, aunque parezca inconcebible, y sumergirse en la epifanía de los momentos, en el acto de posar la mano en la piel de la vida como si surcaras sus entrañas.

lunes, 27 de mayo de 2024

Segundo premio

 

Segundo premio, de Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, con guion de Lacuesta y Fernando Navarro, se inicia en los créditos con afirmaciones que se suceden a la vez que se contradicen y complementan: Esta es una historia sobre Los planetas: Esta no es una historia sobre los planetas; Esta es una historia sobre la leyenda de los planetas. En la secuencia introductoria, secuencia de discusión, discrepancia y escisión, entre el cantante (Daniel Ibáñez Rodríguez), trasunto de Jota, y la bajista (Stephanie Magning Vella), trasunta de May Oliver, decidida a abandonar el grupo, la voz en off de ésta señala que esa discusión realmente no ocurrió pero sí se pensó. No es la primera vez que una secuencia se plantea según lo que los personajes pensaron que pudiera haber ocurrido, si hubieran sido capaces de expresar lo que sentían y pensaban, como, en los últimos pasajes, la pelea en un bar entre Jota y el guitarrista (Francisco Martín Ocete), trasunto de Florent Muñoz, que se planifica con ambos pegándose en segundo término del encuadre, desenfocados, mientras se encuadra en primer términos a indiferentes parroquianos en el bar. Pero es otra situación que no ocurrió, en buena medida, como apunta la voz en off la bajista, porque ambos sufrían de una grave dificultad para expresar lo que sentían. La realidad es también lo que se piensa pero no se dice ni expresa. Y esa es una cuestión vertebral en el desarrollo de los avatares y tiras y aflojas, abandonos y reconciliaciones, de los componentes de la banda, en particular entre cantante y guitarrista, amigos desde temprana edad, fundadores del grupo.

De ahí el título Segundo premio, primera composición del tercer álbum del grupo, Una semana en el motor de un autobús. Ese segundo premio se refiere al que consigues con la satisfacción de al menos hacer daño a quien no se tiene. Y entre cantante y guitarrista las alternancias de su relación llegan a ser extremas, como si fueran dos opuestos pero a la vez complementarios, como si la escisión conviviera con la unión, como si fueran uno y a la vez divergencias sin posible encuentro. Por su adicción a la droga, en numerosas ocasiones, el guitarrista erra a la deriva, no acude a la hora a los ensayos o desaparece durante cierto tiempo, como si fuera un espectro en vida, o el reflejo fantasmal del propio cantante (y en la obra de Lacuesta abundan los fantasmas). Es una realidad de cuerpos y fantasmas, por eso la narración navega a través de diferentes voces que se entrecruzan como pasajeros de un difuso trayecto. Alguna, como la del batería (Mafo), trasunto de Eric Jiménez, apunta que no miente pero tampoco recuerda. Por lo tanto lo que se evoca pudo ser o quizá sea una especulación, algo imaginado. Quién sabe cómo se filtra lo que se dice que se recuerda. El pasado queda como un difuso rastro de huellas entre lo impreciso y lo parcial y quizá inventado. De lo que se habla es de una desorientación y unos conflictos en los que parecían atrapados guitarrista y cantante como si la realidad fuera un remolino de cuya resaca no lograban liberarse. Ambos desenfocados en su forma de enfocar la (su) realidad. Desajustados, como cuando se resisten a realizar el playback en su actuación televisiva.

La narración se centra en el periodo previo a la realización, en 1998, de ese álbum (que fue particularmente bien recibido por la crítica musical como un notorio hito del pop del español). Una preparación definida por la confusión, las vacilaciones, los desacuerdos y las crisis. Un marasmo en el que la creatividad despuntaba como una iluminación, una nota de distinción, generada en un caos de emociones de quienes parecían perdidos en su propia vida personal. El cantante no cesa de intentar convencer a la bajista de que retorne a la banda, como si fuera el impulso que necesita para poder encauzar un propósito en el que no deja, por momentos, de perder pie o perder el enfoque y la firmeza. La historia truncada de su relación sentimental ejerce de reflejo de la incapacidad del cantante, su dificultad para articular emociones con cimientos precisos. Por eso, ella se resiste al encuentro, porque sabe que él no es sino aguas turbulentas. Borrasca de emociones. El guitarrista sugiere, para poder definitivamente centrarse en ese disco que deben concluir para presentarlo a la compañía discográfica, que se encierren en el piso sin salir hasta terminarlo, pero, al de un tiempo, no puede evitar de nuevo salir por una ventana y convertirse en una figura errante que no sabe qué busca. Pero esas peleas no materializadas, esos hartazgos mutuos, entre los dos amigos, al mismo tiempo se conjugaban con un vínculo emocional que reflejaba como uno no era sin el otro, por eso tomar la decisión de grabar el álbum en Estados Unidos, ilusión de el cantante, no deja de sentirla como traición cuando decide hacerlo sin lo que (quien) siente como lastre. Ese lastre es también él mismo, la esencia de ese caos de emociones que define a ambos, a su relación, como cuerpos que a la vez son fantasmas, porque habitan una realidad difusa, o lo es su relación con la realidad y consigo mismos. Escisiones que son necesidad de unión, caos que se torna armonía con la creación de la música. Paradojas. La vida como suma de paradojas. Y desconciertos.

viernes, 24 de mayo de 2024

El empleo del tiempo

 

¿En qué empleamos el tiempo cuando se nos despide de la vida programada? El tiempo se aparca, es fisura de desplazamientos, que será rellenado con otras imposturas que restituyan la circunstancia de haber dejado de ser actor en el escenario laboral. Quien es parte de una impostura no puede dejar de ser un actor en una representación aunque ya no sea parte de ella. Debe, necesita, proyectar, a los demás, en especial, sus seres más cercanos, su familia, que (el escenario de) la realidad no ha variado. No puede sentir que ha sufrido una avería, que ya no sea percibido como era percibido. No puede sentir en la mirada de los otros su fracaso, que simplemente ya no es. ¿Qué eres si dejas de ser una pieza funcional en un sistema? El empleo del tiempo (L'emploi du temps, 2001), de Laurent Cantet, con guion de Cantet y Robin Campillo, es una sobrecogedora obra maestra. Es una de las tres obras inspiradas en un suceso real, acaecido en 1993. Jean Claude Romand mató a su esposa, sus dos hijos, de cinco y siete años, y sus padres, porque no quería que descubrieran que, durante dieciocho años, su vida era una impostura. No era, como decía, un médico que ocupaba un alto cargo en la Organización mundial de la salud. De hecho, ni había finalizado la carrera. Su sustento provenía de estafas de inversión y venta de falsos fármacos contra el cáncer. Emmanuel Carrere escribió una novela inspirado en él, El adversario (2000), que fue adaptada al cine, dirigida por Nicole GarcÍa, en el 2002. Las otras dos películas se desmarcan más en su argumento, al menos de su vertiente criminal, tanto la española La vida de nadie (2002), de Eduard Cortés como El empleo del tiempo. Ambas mantienen el substrato de la vida como impostura, cómo se puede mantener una mentira durante un largo tiempo. Una extrema expresión de la idea de somos como nos presentamos a los demás. Puedes vivir una mentira, actor inconsciente, convencido de que la realidad es lo que aparenta (como debe) ser, sobre lo que ironizaba El show de Truman (1998), o de modo intencional, tramar tu vida sobre la escenificación.

En El empleo del tiempo, se comienza con un primer movimiento: el cuerpo ausente que hace creer a su familia, su esposa, que nada ha variado. Entre las llamadas que realiza narrándole acciones, reuniones, que no realiza, Vincent (Aurelien Recoing), es un hombre que, mientras conduce, compite con un tren a ver si llega antes a un cruce, o que canta la canción que escucha en su casete. No hace nada pero hace creer a su esposa, Muriel (Karin Viard), que no deja de hacer cosas que impide que pueda ir a casa todas las noches. Ya esa carrera con el tren define su carácter competitivo, cómo no ha recurrido siquiera al subsidio de desempleo, aunque eso le sitúe en una posición de carencia de ingresos, porque no quiere reconocer, compartir, que ha sido despedido de su trabajo. Es incapaz de reconocerlo a sus allegados, e incluso se inventa un falso empleo mientras se desplaza en el vacío. Convierte su vida en una sucesión de mentiras, de desplazamientos que hace en función de un nuevo trabajo que no tiene, o de trapicheos con los que busca engañar a conocidos para financiarse su falta de empleo. Pide a su padre un préstamo de doscientos mil francos, llega a reconocer que dejó su trabajo hace un mes (no que fue despedido de esa consultoría en la que llevaba trabajando once años) y que está en conversaciones para conseguir otro empleo. Su segundo movimiento de representación será más sofisticado, urdir un fraude de inversiones, de acuerdo al esquema Ponzi, esto es, hacer creer que se realizan unas inversiones pero realmente el planteamiento es poder pagar a los primeros inversores con el dinero de los nuevos inversores. Esa representación implica, en primer lugar, sentirse parte del tipo de empresa, para lo que se paseara por sus instalaciones como si fuera alguien que acude a su cita. Lo importante es adoptar un lenguaje, una terminología, con la que hacer creer a los inversores que sabe de lo que habla. En varias ocasiones, será echado, sea de las instalaciones de la empresa (donde se había quedado una hora) o de un parking en el que se queda a dormir, por vigilantes.

Los imprevistos empezarán a desestabilizar su proyecto, su escenificación, al disponer de más aspirantes a la inversión de lo que esperaba, un amigo del amigo al que primero se lo plantea, o un amigo con el que se reencuentra, lo cual acentúa sus cargos de conciencia. Por añadidura, hay quien advierte lo que realiza porque él mismo basa su vida en la escenificación, el fingimiento o disimulo. Jean Michel (Sergei Livrozet) se dedica al tráfico ilegal de mercancías. Pero advierte que el plan de Vincent se sostiene sobre cimientos débiles. Será más bien Vincent quien comenzará a trabajar con él en la tarea del tráfico ilegal, lo que le permitirá conseguir cierto dinero. Se convierte en el reflejo distorsionado de su labor como empleado legal, en una posición de prestigio. Un agente económico ahora en el escenario no visible, sin prestigio, de la ilegalidad. Pero también pieza de un proceso o engranaje económico. La vida como sistema de intercambio y venta de mercancías tangibles o no tangibles. El valor expresivo de esta obra está en su trabajo del tiempo, ese desplazamiento sin dirección (como un actor en pausa tras las bambalinas, a la espera de que vuelva a entrar en el escenario, que es en lo que ha convertido la relación con sus allegados, un teatro de invenciones). En ese no desplazamiento se hace manifiesto cómo esta sociedad se sustenta sobre un tiempo programado. Un guion de vida, con sus rutinas y entramados de caracterizaciones y dinámicas y estrategias, y el valor crucial de la imagen, de lo que proyectas, y cómo te perciben los demás. Es fundamental cómo te perciben los otros, qué idea tienen de ti. En el trabajo de los espacios, del color, de las materias se ahonda en el reflejo de un mundo deshabitado, gélido y nublado, un mundo de cristal donde la emoción se ahoga. Una tramoya de imposturas que se revela trampa, como un espacio nevado donde se revela la pérdida en la que se define unas formas de vida (en un espacio nevado dispone de una casa en la que se oculta). Las emociones se desvanecen, se difuminan, anuladas por el entorno, convertidas en simulacros, en cuerpos que son ficciones, imposturas. Desaparición, los espacios indiferenciados. No hay realidad más allá de la vida ritualizada en los compartimentos establecidos de hogar y empresa. Cuando una de las ruedas del engranaje se quiebra, el autómata no sabe cómo emplear su tiempo, cómo presentarse a los demás. Se quiebra, avería, realmente, por la vergüenza de no ser (sentirse) una función más y no proyectar la imagen que (se) supone debe proyectar. Hasta que la mentira se desvela y el escenario de simulación legitimado se restituye cuando retorne al escenario de dinámica laboral como aspirante a un puesto de empleo.

miércoles, 22 de mayo de 2024

Sobre la hierba seca

 

Sobre la hierba seca (2024), de Nuri Bilge Ceylan, es una obra, en diversas escalas o diferentes escenarios de relación, sobre las perspectivas, sus diferencias y condicionamientos, así como las ofuscaciones en las percepciones, cuál es el substrato de decisiones y acciones, en qué medida somos conscientes de la motivación de las mismas. En la opera prima del cineasta turco, Kasaba (1997) (que significa El pueblo), el personaje interpretado por Emin Toprak retornaba de la ciudad al pueblo, como quien volvía a su trama. Alguien que se había preparado para otro tipo de vida, para tareas intelectuales, que no tienen que ver con las que constituyen el mundo rural, como si ese regreso supusiera una renuncia, la asunción de un fracaso. En El peral salvaje (2018), Sinan (Aynin Dogu Demirkol) retornaba a su ciudad natal, ciudad de provincias, tras finalizar sus estudios de magisterio. Un momento de tránsito que se sentía con el vértigo, por la incertidumbre y la indefinición, de un abismo que podría arrastrar a esa condición que rechaza en su padre, también maestro, ¿su reflejo futuro?, ya extraviado en las apuestas con las que desangraba la economía familiar, cual adolescente que quisiera negar la realidad que no ha sido como soñaba que fuera. Sinan quería huir de esa posibilidad, de ese lugar, no quiere que se convierta en su trampa. En Sobre la hierba seca, Samet (Denis Celiloglu) vivía en Estambul, pero le destinan, como profesor de arte, a un remoto pueblo del norte de Anatolia. La narración se inicia con su retorno de sus vacaciones, en pleno invierno. Es una figura mínima que se desplaza en un paisaje nevado. Es como se siente, nada, y como si su vida se hubiera congelado. El título alude a las hojas que amarillean bajo la nieve. Siente que su vida se desperdicia. Añora la vida en Estambul, que representa incluso para él la vida, no esa condena que siente con ese empleo, en exteriores indiferenciados nevados e interiores dominados por las penumbras, escasamente iluminados (cuando no se quedan sin luz). Se siente prisionero en un realidad reducida con la convicción de que enseña a unos niños que no serán artistas sino que serán lo que sus padres son, dedicados a las labores rurales. Siente que su vida es inútil. No influye en nada ni nadie, habita los irrelevantes márgenes.

Esa amargura, entre el cinismo, la resignación y la impotencia, define a otros personajes en la obra de Ceylan que ya no conciben el cambio como posible, ni a nivel personal ni colectivo. En Lejano (2002) es la distancia con respecto a los otros, a las propias raíces, a uno mismo que ha adoptado como forma de relación con la realidad Mahmut (Muzaffer Ozdemir). Era un fotógrafo que ya miraba la realidad desde la distancia, como si no fuera parte ya de ella. En una secuencia le reprochaban que hubiera abandonado sus pretéritas ambiciones artísticas, cuando no dejaba de mencionar el cine de Andrei Tarkovski como referencia de la mirada disidente, despierta, exploradora y transfiguradora. Mahmut, en cambio, se había convertido en alguien como el escritor o como el científico de Stalker (1979). Ya no creía en nada, se ha abandonado a sí mismo, apoltronado. Su mirada es una costra. La zona no existía, vivía en la anti-zona. En Winter sleep (2014) Aydin no logró ser aquello que parecía prometer, un escritor de éxito, un hombre con influencia. Se había convertido, probablemente para compensar una frustración que no quiere asumir, en un diosecillo en su pequeño universo de piedra, en su reproducción a pequeña escala de una sociedad implacable y sin compasión, en alguien que se enorgullecía de su posición, en alguien que, con su avasalladora influencia, que extraía vida de los demás, parecía que compensara aquella otra que no logró a gran escala, convertido, en cambio, en una figura anónima, una figura diminuta en un paisaje pétreo, alguien que escribía en publicaciones irrelevantes. Ser como la piedra le hacía sentir que era el paisaje que condicionaba la vida de los que había alrededor suyo, y le hacía sentir que era la figura determinante desde las alturas. Alguien que no era consciente de que tendía a querer domar la vida de los otros.

En Sobre la hierba seca, dos mujeres pondrán en evidencia las contradicciones de la relación de Samet con la realidad. Una alumna, Sevim (Ece Bagci), a la que trata como una favorita, incluso trayéndole regalos, como un espejo (que ya indica que representa para él), y Nuray (Merve Dizdar), una profesora, en otro colegio, en una población vecina, que tiene una pierna ortopédica, al perderla por causa de una explosión. Dos mujeres con distinta relevancia para él cuya relación variará de modo radical durante el desarrollo narrativo por diferentes razones. La significancia que adquieren evidencian tanto las carencias o faltas en su circunstancia y las penumbras o miserias de sus contradicciones. Su contrapunto expondrá, o dejará en evidencia, de entrada, cómo percibe la realidad, o en qué medida es consciente de sí mismo o de qué determina sus acciones o decisiones, irónico considerando que es fotógrafo aficionado (sus retratos son ejemplo del brillante estilo singular de las composiciones de las fotografías del propio Ceylan, formatos panorámicos en los que destaca tanto la relación entre los diferentes términos así como el uso de la profundidad de campo). La cualidad distintiva de su arte fotográfico no se corresponde con la ofuscación de su percepción, qué proyecta, o cómo manipula de acuerdo a cómo percibe unos hechos o a ambas mujeres, quienes se convierten, en un caso u otro, en representaciones, fundamentando sus acciones (o su relación con los otros) en motivaciones que se sustentan en la frustración y el despecho. Relación con la realidad que se define por una condición ficticia (las películas de la mente) como evidencia en una extraordinaria secuencia, un excurso (en el que la ficción expone su condición), cuando Semat, en un momento en el que va a tomar un decisión que va a ser determinante en el escenario de su relación con Nuray, sale por una puerta y pasea entre las estancias de una nave en la que están los componentes del equipo de rodaje.

En el sinuoso recorrido narrativo, un primer cambio radical de rumbo acontecerá cuando dos niñas del colegio denuncien tanto a Samet como a su amigo Kenan (Musab Ekici), también profesor, y aquel con quien comparte vivienda, por conducta inapropiada (por su forma de tocarlas, o por pellizcos). Aunque la denuncia no prospere, es un hecho que determina un diferente escenario de relación con la realidad, en particular, con Sevim, cuando averigüen que es una de las dos niñas. Ya se podía predecir que pudiera acontecer tras que, en un registro de las pertenencias de los alumnos, encontraran en la mochila de Sevim un poema amoroso, que Samet no devolverá a Sevim cuando se lo pida, justificándose en que lo ha roto en mil pedazos (cuando en ese momento, precisamente, lo estaba leyendo con sonrisa se satisfacción). El despecho es un arma muy eficaz. Y un relato fácilmente puede adquirir la condición de certeza. Por mucho que las acciones no se sustenten en la realidad la percepción de los demás ya será otra (según cada cual). Una acusación, una versión, aunque sea invención, se adhiere como una capa de nieve. Cuando, por otra parte, Sevim no era sino la protagonista de un relato, la idea que representaba para él, la ilusión de transcendencia entre las hierbas secas de una vida mediocre, la posibilidad de la distinción en una realidad sin contornos ni significancia. En ella se miraba a sí mismo o a la ilusión de sentirse especial. Ella realiza la demolición con otro relato nutrido por la decepción y el despecho.

El otro escenario significante de relaciones afectivas se verá afectado por las percepciones, quizá imprecisas, sobre qué generó las acusaciones, y que determinarán otra reacción despechada de quien, precisamente, había sufrido las consecuencias de una reacción despechada. Samet, en principio, no ha mostrado ningún interés por Nuray, e incluso se la presenta a Kenan, por si puede surgir algo entre ambos. Pero cuando advierte cómo le atrae Kenan a ella (en una espléndida secuencia en la que, en cierto momento de la conversación que mantienen los tres, ella se queda mirando con expresión encendida a Kenan y le pregunta si puede hacerle una fotografía que le pueda servir como inspiración para uno de sus cuadros) queda claro cómo le disgusta ese hecho que le deja fuera de plano, como si fuera alguien insignificante para otra mirada, aujnque sea la de alguien que realmente no le atraía. Una mirada, la de Sevim, le convierte en lo opuesto de lo que representaba, en alguien repelente, y otra mirada, la de Nuray, le expone como irrelevante. Pero la especulación de un amigo sobre la posibilidad de que la denuncia fundamentalmente fuera dirigida hacia Kenan, y que él es un daño colateral, porque Kenan busco la atención de las chicas por envidia de Samet, se convierte en mezquina justificación para satisfacer un despecho larvado, la envidia por el hecho de que Kenan sea alguien distinguido para la mirada de otra persona, que además, es artista. Decidirá acudir a la invitación de la cena de Nuray solo, sin decir nada a Kenan, con un claro propósito (que la planificación evidenciará en cierto momento de su conversación, cuando ella le pregunte por qué realmente ha venido solo: la cámara varía el encuadre al rostro de Samet, quien contesta con su mirada). Es una magnífica larga secuencia. Por un lado, en el diálogo, en el dilatado debate que mantienen en el que contraponen su diferente perspectiva sobre la relación con la realidad, cómo hay que actuar como seres sociales, como seres integrantes de un conjunto, qué es necesario priorizar, qué acciones merecen la pena, qué podemos realmente hacer, o si es posible hacer algo. La herida percepción de quien aún mantiene el ánimo combativo, con un planteamiento solidario, colisiona con la decepción intelectual o la resignación al lamento en la propia esfera personal. Y por otro, en las posteriores secuencias en las que hablan sus expresiones, sus movimientos, incluso la luz (el hecho de apagarlas, las penumbras que dominan sus primeros besos). De la misma manera que Sevim representaba la ilusión de transcendencia, Samet está utilizando a Nuray para dañar, por despecho, a Kenan, aunque sus motivaciones aún sean más retorcidas (la necesidad de sentirse distinguido, elegido). Las amarguras de la frustraciones determinan esas acciones que él mismo justifica en el hecho de que a veces nuestras acciones se gestan en ese territorio indefinido de los grises en el que no pueden controlarse, cuando más bien camuflan la amargura de quien desearía no ser una figura mínima, irrelevante, en un espacio en blanco, como un vacío, sino quien traza con su voluntad la pantalla de la realidad.

lunes, 20 de mayo de 2024

Tres colores: Rojo

 

Hay películas, como Tres colores: Rojo (Trois colours: Rouge,, 1994), última obra de Krzysztof Kieslowski (que fallecería dos años después), que hacen del misterio cuerpo de narración, incógnita que es a la vez revelación, como el momento epifánico de esa súbita luz que envuelve por unos instantes a Valentine (Irene Jacob) y al juez (Jean Louis Trintignant) en el hogar de éste (o un hogar que es a la vez que ruinas y retiro un lugar que alienta lo posible cual sombrío Brigadoon: hay algo de entresueños, de entraña fantástica, en la narración). La vida es una extraña trama de casualidades, o quizás esté tejida por imperceptibles hilos invisibles. La narración se desliza entre interrogantes y, sobre todo, fragilidades, las nuestras. Es una narración que tiembla. Temblores velados, como esa luz de cielo encapotado que prima, como si el día estuviera bañado de noche, esas sombras espesas de sus nocturnos. El accidental atropello de una perra (embarazada) provoca una imprevista conexión, la que establece Valentine con esa intrigante personalidad que es el juez (quien parece haber abortado su vida). Un cruce de senderos que propicia un alumbramiento mutuo, y el esclarecimiento de un futuro, el de ella, y la restitución de un pasado, el de él (como quien recuperara el aliento de vivir). Pero, entremedias de la narración y esos personajes, como una línea paralela que pareciera siempre a punto de cruzarse con Valentine ¿Quién es es Auguste (Jean Pierre Laborit), ese joven abogado poseedor también de un perro, que vive enfrente de Valentine, que sonrie admirativo ante el gran cartel de Valentine en la calle y que será abandonado por su novia, como así le ocurrió al juez décadas atrás, quien, indirectamente, propiciará que ella conozca a quien será su nueva pareja?

Durante la narración se alternan vidas que se solidifican y una vida que se resquebraja, el afianzamiento de la relación entre Valentine y el juez con las vicisitudes del abogado, su decepción y ruptura, como si se trazara una variación de aquella vivencia pretérita que vivió el juez. Pasado y presente se conjugan a través de distintas vidas. ¿La vida como repetición que puede ser corregida según la combinación de los factores que logren contrarrestar la accidentalidad? Los accidentes del azar pueden ser nefastos pero también beneficiosos. Los reflejos, cuerpos de espejos, se entretejen en la narración. El poster de Valentine encontrará su replica en el último plano cuando es salvada tras el hundimiento del ferry, y que posibilitará que conozca al abogado, precisamente a su lado en ese momento, otro de los siete supervivientes, entre los que están cuatro protagonistas de las previas Azul (1993) y Blanco (1994). Quizás casualidad, quizás no. El rostro del juez, que al inicio de la narración, cuando le conoce Valentine, era un semblante grave, mustio y amargo, indiferente al mismo estado de la herida perra, ahora ya sonríe, tras el cristal roto de la ventana, gracias a la interacción que gestó y afianzó con Valentine (como si le hubiera embarazado con el entusiasmo de vivir que implica generosidad, dejando de regodearse en su desgracia, en la que parecía haberse embarrancado desde que le abandonó la mujer que amaba).

El juez era un hombre que meramente se dedicaba a escuchar las conversaciones de sus vecinos. Su perspectiva de la vida es que nada podría conseguir su intervención, ni la de Valentine, por muy buena intención que tuviera. Cuando Valentine contacta con una familia vecina, a cuyo marido el juez escuchaba en sus conversaciones con su amante masculino, se percata de que la hija es consciente de esa otra relación (porque la ve cómo escucha por teléfono). El juez plantea qué podría aportar que revelara esa conversación a la esposa. Interviniera ella o dejará él de escuchar sus conversaciones sería parecido el destino de esas vidas. Pero a la vez la intervención de Valentine en la vida del juez, la relación cómplice que afianzan logra que él varíe de modo radical su manera de habitar la realidad. No solo deja de escuchar esas otras vidas, reflejo de que él carece de vida propia, como si fuera una mera sombra, sino que incluso se denuncia a sí mismo por espiar telefónicamente a otras vidas. Valentine consigue que vuelva a querer convivir con la perra, que se preocupa por ella, quien dará a luz como reflejo de cómo él está dandose a luz de nuevo. Kieslowski de nuevo, con la colaboración inestimable de la dirección de fotografía de Piotr Sobocinski, la música de Zbigniew Preisner y la prestación de los intérpretes, modula con sutileza impresionista un relato que se teje en buena medida en sus subterráneos. Misterios, pero sin duda bellos y cautivadores. La vida es una incógnita que asombra. Rojo me parece una de las obras maestras de uno de los grandes cineastas de los últimos cincuenta años, como lo fueron también las diez obras, sobre todo el decálogo 1, No amarás y No matarás, que componían su excepcional Decálogo (1988), La doble vida Verónica (1991) así como obras menos conocidas, como El aficionado (1979), Sin fin (1985) o El azar (1987), que había sido rodado en 1981 (pero fue censurado por el gobierno polaco).