viernes, 2 de febrero de 2024

Los amantes de la noche

 

Ya la opera prima de Nicholas Ray, Los amantes de la noche (They live by night, 1949) está tramada, y protagonizada, por el aliento del outsider, del que está, o se siente o se queda fuera, al margen, inclusive, al margen de la ley, como es el caso de Bowie (Farley Granger), quien, a sus 23 años, acaba de fugarse de la cárcel, a la que fue condenado por matar siete años atrás. Junto a sus dos compañeros de fuga, Chicamaw (Howard Silva, un papel al que aspiró Robert Mitchum, rapándose incluso la cabeza, pero era una estrella emergente con lo que no era el tipo de papel que podía obtener) y T-Dub (Jay C Flippen), se dedicará a lo único que parece puede hacer (¿Qué conoce en los márgenes?), atracar bancos. En su camino se cruza Keechie (Cathy O'Donnell, con la que formará pareja en otra excelente obra, de 1950, Side street de Anthony Mann), entre ambos surge el amor; representa el hogar, la raíz, y a la vez representa la fuga de una vida marcada, condenado por la sociedad y por un absurdo azar: como puede comprobar en los periódicos, creen que es Bowie el cabecilla de la banda de atracadores, cuando no hace más que conducir el coche. Se convierte en todo un enemigo público, cuando él, como Keechie, son dos jóvenes que anhelan ante todo realizar y vivir su amor, vivir una vida tranquila, salir de esos márgenes, de la ley, y de la precariedad, dejar de ser criaturas que viven en la noche (They live by night) porque son proscritos, fugitivos; esa sensación de impetuosa fuga en precipitación palpable desde las primeras imágenes, el plano de la furgoneta en la que van los tres fugados ( rodado desde un helicóptero; fue la primera vez que se rodó de este modo un plano que no fuera sólo el de un paisaje).

Se adapta una novela de Edward Anderson, Thieves like us; la RKO compró los derechos en 1941; tras varios intentos frustrados de convertirlo en guiOn, John Houseman se interesó por el libro y se lo propuso a Nicholas Ray, a quien le entusiasmó, y realizó un primer tratamiento, pero se toparon con la reticencia del Estudio a que el proyecto lo realizara un director sin previa experiencia; pero en 1947 Dore Schary, de miras más amplias, y más inclinado a las apuestas arriesgadas, tomó las riendas, y se propulsó el proyecto, escribiendo el guion Charles Schnee, en colaboración con Ray, y rodándose a mediados de 1947; pero, tras la entrada de Howard Hughes al mando del Estudio, el estreno se demoró. Aunque sorprendiera su naturalizador tratamiento de los delincuentes, se pueden percibir ecos de la magistral Sólo se vive una vez (1937), de Fritz Lang, sobre todo en su tratamiento, entre cotidianizador de la figura del delincuente (no es un delincuente, es alguien que se encuentra por circunstancias ejerciendo la delincuencia), y romántico (la unión amorosa de una pareja frente a un mundo en oposición), aunque Los amantes de la noche no sea tan tenebrosa y descarnada, tan áspera en su visión de la mezquindad de una sociedad que estigmatiza y es incapaz de dar una nueva oportunidad de reintegrarse en la sociedad, ni tan nihilista en su fatalismo (el destino es caprichoso y hasta cruel). Pero transita afines senderos, aunque el tono sea más cálido, no tan lóbrego: el hecho de que estén sus huellas en la pistola con la que Chicamaw mató al policía que les interrogó cuando sufrieron el accidente de coche porque se cruzó una furgoneta en su camino; doble fatalidad; es sutilmente cruel el detalle, en la reaparición de Chicamaw, cuando encuentra a los prófugos, Bowie y Keechie, y toca con su dedo los adornos de navidad mientras propone a Bowie que colabore en un nuevo atraco; el dedo de la fatalidad.

Durante buena parte del metraje se transfigura la percepción de la narración, como si asistiéramos ante todo al nacimiento, gestación y desarrollo de la relación de una pareja, con sus colisiones, dudas y efusiones, hasta que hay algo que nos recuerda que son prófugos que pueden ser detenidos en cualquier momento. Hay hermosos detalles en su sutil elocuencia, como esos premonitorios barrotes de la cama que se interponen en el encuadre en la secuencia en la que se da el primer brote de electricidad de deseo por el primer contacto (cuando Keechie masajea la espalda dolorida de Bowie; como brotan, como espasmos, sus inseguridades a la hora de exponer sus sentimientos); vibrantes secuencias hilvanadas por una subterránea modulación de gestos, miradas, luces y sombras, como aquella en la que se detiene el autobús en el que viajan y ambos se tantean entre líneas, entre palabras temblorosas, miradas indecisas, gestos escurridizos, cuando advierten al fondo del encuadre un lugar donde se realizan casamientos, y tras entrar en el autobús, que arranca, manteniendo el encuadre sobre ambos, con la negrura de la sombras más espesas, Bowie se decide a plantearle si se casa con él. Pero donde el lirismo, ese que se desplegará sin parangón en los momentos más soberanos del cine de Ray, ya se expande con doliente intensidad es en su desenlace, ese que culmina con el bellísimo plano, que se va ensombreciendo, de una mujer que declara su amor, un amor que no distingue entre la presencia y la ausencia, entre la vida y la muerte.

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