miércoles, 31 de enero de 2024

Moonrise

 

Hay quienes viven como si fueran una sombra que nunca dejara de incendiarse, como es el caso de Danny (Dane Clark), en Moonrise (1948), de Frank Borzage. Danny quisiera poder flotar, como confiesa a Gilly (exquisita Gail Russell), subidos a la noria, antes de lanzarse al vacío porque se siente acosado en una trampa que cada vez le asfixia más. Danny no quiere que le zarandeen como a un mapache para que caiga del árbol, como hace él para que sea atrapado por los perros. Danny debe dejar de hacerse daño, como le dice Gilli en una hermosísima secuencia nocturna, entre sombras, en esa mansión abandonada que se ha convertido en su refugio de amor clandestino (qué bella la expresión de ella cuando, surcada por las sombras, se pregunta qué le deparará el día de mañana, cómo podrá dar clase de historia neutra a sus alumnos, cuando la historia de Danny parece abocada a desaparecer, abrasada, en los márgenes de las sombras).

Danny no ha encontrado su lugar entre los seres humanos, porque siente que le persigue una maldición que le hace sentir que su interior es una brasa inextinguible, lo que le convierte en alguien crispado, susceptible, que se irrita y enfurece enseguida y por cualquier cuestión. Esa sombra es la de su padre, quien fue ahorcado cuando Danny era aún niño, motivo de irrisión y humillación por parte de los demás niños. Por lo que se convirtió en la amarga sombra de una sombra, esa sombra que, en un prodigioso prólogo, se dirige hacia al patíbulo; de esa sombra que se refleja en la pared, ahorcada, se realiza una transición a la sombra de un muñeco ahorcado que se refleja sobre el bebé en la cuna, su hijo, Danny, que berrea inconsolable. Y Danny no dejará de gritar, perseguido por esa sombra, convertido en esa sombra, suplicando amor como quien golpeara porque siente que le han hecho tanto daño que no deja de hacerse daño y no deja de hacer daño a quien quiere. Danny ha llegado a matar a quien encarnaba toda esa humillación, todo ese daño sufrido, Jerry (Lloyd Bridges), tras una cruenta pelea a puñetazos. Pero hay un momento, sobrecogedor, terrorífico, en el que está a punto de cruzar un umbral de no retorno, de ser como Jerry, de ser como aquellos que le habían humillado y hecho daño , cuando está a punto de matar al chico sordomudo, deficiente, al que ha cuidado desde siempre, Billy (Henry Morgan). Es el zenit del abismo, cada vez más opresivo, en el que se sentía inmerso, o al que quizá él mismo se había abocado.

Danny es de esa estirpe de personajes tan desencajados como desamparados, que no encuentran su lugar, reflejo de esos años convulsos de la posguerra con tantos jóvenes desubicados, que serán presencia recurrente en el cine de Nicholas Ray, caso de los protagonistas de Los amantes de la noche (1948), Llamad a cualquier puerta (1949) o Rebelde sin causa (1954), aunque, sobre todo, Danny transpira tanta violencia contenida como el personaje de Robert Ryan en La casa en la sombra, (1952). Por otro lado, se puede encontrar ciertas consonancias con el contradictorio protagonista, escindido entre su fascinación por las armas y su rechazo a la violencia, de El demonio de las armas (1950), de Joseph H Lewis, la cual también tiene unos pantanos como lugar de desenlace. Pantanos morales, pantanos de incertidumbre, en los que parecía sentirse aquella sociedad que tanto quería silenciar sus incendios como exponerlos para poder solucionarlos, aliviarlos; y de ese pulso de fuerzas surgía esta crispación latente.

Hay (memorables) personajes alrededor de Danny, comprensivos, reflejos de los dos lados entre los que se mece: Danny encuentra sosiego, en fugaces momentos, gracias a la música de Mose (Rex Ingram) el amigo, cuidador de los perros, que un día se apartó de la sociedad, a ese retiro donde vive su soledad con plácida resignación y templanza, en compañía de sus perros (con los que Danny expresa esa conciliación que no logra sentir con los humanos; por eso, cuando Mose aprecia cómo Danny empuja a la perra, al descubrirse el cadáver de Jerry, sabe que algo le pasa, que Danny se siente culpable). Y Clem (Allyn Josslyn), el sheriff, que conoció a su padre, y sabe lo que ha padecido, por lo que considera que la ley no debería ser inflexible, pero también sabe que Danny debe asumir que no puede seguir huyendo de sí mismo: por eso, afloja la cuerda, para que Danny sea quien decida qué hacer con ella, con su vida. Cuando Danny decide entregarse, otra sombra se proyecta sobre su cuerpo, la de Clem. Una sombra que cura la herida que le había causado la otra sombra. Por fin ha dado el paso hacia los otros decidido a sentirse parte integrante de una sociedad, y confiar en el amor, sin necesidad de pedirlo con el gesto crispado y el puño apretado, sino con el abrazo y la sonrisa cálida, como la que expresaba siempre cuando acariciaba a la perra.

lunes, 29 de enero de 2024

Shame

 

Fractura: los tiempos se alternan porque son el mismo, gestos ritualizados, acciones repetidas, la circulación de rostros diferentes que no dejan de ser el mismo rostro, variados cuerpos femeninos desnudos que no dejan de ser el mismo, encuentros sexuales que no dejan de ser el mismo, sean pagados o fruto de un encuentro casual, y la voz, que siempre es la misma, que llama una y otra vez y no se quiere contestar porque recuerda la herida que se quiere negar. La composición musical, de Harry Escott, que acompaña el montaje secuencial con el que se inicia Shame (2011), de Steve McQueen, evoca una de las composiciones de Hans Zimmer para La delgada línea roja (1998), de Terrence Malick. Lo que se narra en Shame, en el escenario urbano de Nueva York, no deja de ser otro campo de batalla, en el que se refleja la degradación de la desconexión, de la enajenación que huye de la vulnerabilidad, por tanto de la exposición emocional, como un caballo desbocado en llamas que finge ser una coraza. Esa es la vergüenza. El lirismo desgarrador que brota de la música, mientras contemplamos a Brandon (Michael Fassbender) en ese montaje secuencial que combina tiempos (el intercambio de miradas con una mujer, un juego de seducción, de persecución truncada, en el metro, acciones repetidas tras levantarse de su cama, despertares junto a diversos cuerpos femeninos), no es sino la voz de una fisura que late, sin poder manifestarse, en esos dominantes espacios interiores gélidos, en los que predominan los colores blancos o tenues, esas arquitecturas cuadriculadas, esas máscaras en que se convierten los rostros. Esa fisura que se anuncia en la voz que no deja de grabarse en su contestador esperando una respuesta que no llega, porque es ignorada una y otra vez, la voz de su hermana, Sissy (Carey Mulligan).

Malick y McQueen son dos cineastas que elaboran sus obras sobre el descentramiento, en su sentido amplio. La opera prima de McQueen, Hunger (2008), se estructuraba sobre una aparente discontinuidad, una deriva que no se centraba en el personaje de Bobby Sands, encarnado también por Fassbender, hasta la mitad de la narración. Ahora, en Shame, sí centrada en un personaje ( y con escasos personajes secundarios satélites, aunque perfilados con precisión en su condición de contrastes, reflejos de una concentración dramática que se despoja de lo accesorio tanto en entornos como en complementos de personajes), el descentramiento se manifiesta particularmente, más que en la narrativa, en las composiciones. Ya desde el primer encuadre, un plano cenital sobre Brandon tumbado en el cama: su cuerpo, aparece en un extremo del encuadre (como si estuviera casi saliendo de él, o en un entre). Es una efectiva manera de hacer sentir cómo se siente el personaje, y su relación con un entorno, dominado por seres prosaicos que habitan la doblez sin ningún tipo de conflicto ni agitaciones de conciencia ni desgarros emocionales (como David, encarnado por James Badge Dale, su jefe en la empresa, casado y con hijos, y que busca follarse todo lo que se mueva, sin distinción). Brandon es un personaje escindido, reventado, fuera de sí, que encuentra en la compulsión del sexo (de cualquier forma o en cualquier medio, sea con contacto real, virtual o mediante revistas, sea solo, masturbándose, en su baño o en los aseos de la oficina, o acompañado, en su cama o en plena calle) una forma de conjurar ese descentramiento vital, una forma de protegerse, de no implicarse, o quizá es que ya ni pueda. Es un caballo en fuga que expresa que no cree en las relaciones duraderas (reconoce que la más larga no duró más de cuatro meses), no cree que sean posibles; los silencios de otras parejas en los restaurantes los considera reflejo de cómo se aburren: es lo que expresa a Marianne (Nicole Beharie) durante su primera cita, en el restaurante. Ella le responde que quizá ese silencio refleje una conexión tal que no necesita de palabras. Si en Hunger un asombroso largo plano general de 17 minutos suponía un giro radical en la narración, otro, de menor extensión, alrededor de cinco minutos (el de la conversación de ambos en el restaurante) marca un cierto giro sutil en el desarrollo dramático ¿No transmite el posterior largo travelling que acompaña la conversación de ambos ya en la calle, una conexión en gestación, puesta en movimiento, que pareciera corroborar, más que las palabras de él, lo que ella pensaba y expresaba, y que algo se está abriendo (agitando, moviendo) dentro de él ( y con una naturalidad realmente rara de apreciar en una pantalla)?

Shame se teje sobre sugerencias, a través de las hendiduras en la expresión del actor, las composiciones desajustadas o atornilladas, la dilatada duración de los planos, que no dejan de ser confrontaciones con los opuestos que se debaten en su interior, o la relación de los cuerpos con los espacios, deslizándose, como entre arenas movedizas, sobre interrogantes: ¿por qué llora, por ejemplo, Brandon cuando escucha cantar a su hermana, Sissy (Carey Mulligan), New York, New York? ¿Qué pasado hay compartido, y hasta no dicho, entre los dos hermanos? ¿Por qué Brandon no puede seguir haciendo el amor con Marianne en su primer encuentro sexual tras que con decisión llegara al lugar de trabajo y la besara por primera vez y acto seguido le indicara que le fuera con él sin saber a dónde, una habitación en un hotel donde hacer el amor por primera vez? ¿Por qué elige, precisamente, un espacio de tránsito, una habitación de hotel, para ese acontecimiento que parece que se desmarca, por implicación, de otros encuentros sexuales? ¿Por qué se aparta de ella, ocultándole su expresión, su mirada (frente a una cristalera del hotel; es una ciudad de emociones de cristal; el cristal silencia, encierra, atrapa), mientras ella, desconcertada, se viste para marcharse? ¿Es porque se ha corrido prontamente?¿ Por qué opta inmediatamente por llamar a otra mujer, una prostituta, con la que sí consigue mantener una relación sexual, penetrándola por detrás, sin verle el rostro, contra la cristalera, como ya había visto así a otra pareja, anteriormente, en otro edificio? (aparente exposición que realmente no lo es, transparencia aparente que no es sino opacidad) El plano de transición muestra su figura en sombras, perfilada contra el cristal del ventanal de ese espacio de tránsito. Es una sombra, sola, que no deja de negarse.

Encuadres de nucas, encuadres de una negación, como en la posterior secuencia, el largo plano sobre las nucas de ambos hermanos, sentados en el sofá, ante el televisor, durante el que Brandon, como una agresión esquinada, de modo figurado, vuelve la espalda a su hermana mediante palabras que son ácido y resortes de defensa. Escupe su desprecio para negarse, como quien prefiere cobrarse una pieza sacrificial que afrontar su propio reflejo que oculta bajo la apariencia de unos dibujos animados, como los del programa televisivo que se emite al fondo (como él no deja de camuflarse en un fondo emborronado), porque su condición se acerca más a la irreal de un dibujo animado aunque intente refugiarse en la carne, en el revoltijo de una carne que nunca logra satisfacerle del todo y por eso no deja de revolverse, consumirse, entre sus contorsiones. Anteriormente, secuencias antes, otro largo plano encuadraba la espalda de ambos hermanos, aunque en posiciones invertidas. Es un momento en que parece asomar la complicidad entre ambos, el afecto del que Brandon no deja de querer huir como desea escapar de la obscenidad de su propio desamparo. En ese plano, ambos están esperando al metro, frente a las vías. Ella se acerca al borde, del que él la aparta. Brandon cree apartarse de ese borde en el que no viere verse, como quien niega el abismo sobre el que mantiene un frágil equilibrio, mientras se entumece con la ilusión de la protección en las relaciones transitorias. Huye del dolor, pero este le persigue con el rostro de su hermana.

De Shame podría recuperar palabras que escribí sobre Hunger: la narración es austera y cortante, de un laconismo sangrante, como un silencio que grita por las heridas que no quieren reconocerse. Si en Hunger asistíamos al progresivo deterioro de ese cuerpo, el de Sands, porque el cuerpo, el individuo, ha sido sacrificado a una idea, a una misión, y las pústulas de su cuerpo no son más que la señalización de su enajenación en idea, el cuerpo en Shame no deja de estar ultrajado, tampoco presente, por mucha actividad sexual que realice. Es un cuerpo en llamas: ese gesto, esas facciones contraídas, de desesperación y agonía, del rostro de Brandon, en el último plano del encuentro sexual con dos mujeres; en ese sobrecogedor plano McQueen logra fusionar la carne desgarrada, disolviéndose, de los cuadros de Bacon con El grito de Munch, las pústulas que se contorsionan en la carne interior de Brandon. El cuerpo de su hermana Sissy está lacerado ( sus muñecas surcadas de cicatrices por todos los intentos de suicidio) como dañadas están sus emociones: su desesperación, suplicante, cuando llama a alguien a quien casi grita que le quiere: su forma de interpretar New York, New York arrastrando la lentitud refleja una forma de contrarrestar la precipitación vertiginosa de sus emociones, de intentar serenarlas con una lentitud que sea hogar, caricia. ¿Cómo no va a llorar su hermano, quien cuando la escucha por teléfono, desde su habitación, apoya la cabeza sobre la puerta, porque él en su compulsión busca la anestesia? Brandon elude su cuerpo perdiéndose en él, busca evitar ese dolor abrasivo, desolado, que, en Sissy, no tiene rubor ni vergüenza en clamar su intemperie, en pedir amor, en pedir afecto, en pedir abrazo, en ser dependiente, en necesitar de los demás, y que opta por cortarse las venas cuando sólo le responde el silencio (el mudo cristal): la negación de su propio hermano. ¿Cuál es la vergüenza? ¿Cuál es la delgada linea roja que se cruzó en esta selva de cristal y cemento? ¿Es posible el retorno? ¿Qué expresa en el plano final el rostro de Brandon en un nuevo cruce de miradas en el metro con la misma mujer que en la secuencia inicial? ¿Qué decisión tomará o ha tomado ya? ¿Esta vez no se levantará para seguirla como hizo aquella vez?¿ Es la mirada de quien ya no persigue porque ha decidido no seguir en fuga de sí mismo?


viernes, 26 de enero de 2024

Passion fish

 

Hay películas que, en su conclusión, te transmiten la sensación de que ha transcurrido un largo lapso de tiempo, casi una vida, desde que comenzó, pero no porque la acción relatada haya tenido lugar durante un extenso periodo de tiempo, sino porque se ha dado una amplia y honda transformación en los personajes. Miras atrás y ves otro escenario, casi otro rostro. Eso me transmiten las serenas imágenes finales de Passion fish (1992), de John Sayles, esa serenidad que da respirar profundamente, y sentir ya el pacífico sentido de las cosas, porque te sientes conciliada. Como le sucede a May Alice (Mary McDonnell), alguien que nos es presentado cuando ha perdido la capacidad de andar, a causa de un atropello, y que, a lo largo del desarrollo narrativo, aprende a andar de nuevo en su interior, en su mirada, en su forma de habitar la vida. Las imágenes iniciales, fragmentos de sus manos y de sus ojos (como se sentirá fragmentada, quebrada, en su cuerpo y su mirada); despierta, para darse cuenta de que está impedida. No recordaba el accidente. Tendrá que aprender a recordarse, a recuperar el aliento. El relato es el proceso de su progresivo despertar. También el de la sedimentación y afianzamiento de una bella amistad, la que se gesta entre ella y la enfermera que la asiste, y ayuda, y propulsa, Chantelle (Alfre Woodward), después de varios infructuosos intentos con diversas enfermeras a las que May Alice no soporta o no le soportan a ella, ya que en su postración vital May Alice se ha convertido en una diva amargada, alguien que se encorva en el nihilismo y se apoya en el entumecimiento del alcohol o de la programación televisiva, como si se abandonara a sí misma, como si renunciara a la vida.

Si la narración, en su hermosa y sutilmente catártica conclusión (sobre las aguas; ambas se encuentran sobre un bote y sellan su amistad, como residencia, esto es, su futura convivencia como permanencia), refleja esa sensación de mirar hacia atrás, hacia el inicio de la narración, como si se mirara a una larga distancia en el tiempo (aunque hayan transcurrido un par de meses), resulta admirable el modo, también sutil, en el que, en paralelo a esa recuperación, de ascensión, por parte de May Anne, de mirada que comienza a dejar de mirarse autocompasiva el ombligo y en cambio mira hacia afuera, alrededor (reflejada en su naciente afición a la fotografía: comienza a mirar el exterior, el alrededor, con curiosidad y asombro), se insinúa cómo Chantelle, aquella que ha sabido ser el incentivo adecuado para liberar a May Ann de su postración vital, acaba de superar lo que hemos visto superar a May Ann. Ella también sufrió un postración vital, y un entumecimiento a través de otras drogas, la cocaína. Chantelle ha recuperado el paso, sabe de qué materia están hechas las sombras del extravío, de la autoindulgencia, de la justificación, de la frustración y la decepción, de la amargura y la intemperancia que busca una espita en una vida desenfocada. Y sabe qué teclas tocar para que May Anne reaccione, pero también para no dejarse avasallar por la tiranía de su amargura (que se enrosca con el victimismo). Es muy bella la secuencia, que ejerce de confirmación de cómo está recuperando su confianza (de cómo se está recuperando a sí misma), en la que hace el amor con Sugar (Vondie Curtis Hall), una secuencia de cuerpos y sonidos, los sonidos de una intimidad que es conexión y conciliación. Chantelle se siente presente, ya no extraviada.

Passión fish es el hermoso relato de una superación, la de alguien que supera el inmovilismo vital que la aprisionaba, gracias, precisamente, a quien está concluyendo su proceso de superación (aún, como le remarca a Chantelle su padre cuando le señala que aún tiene que demostrar que puede ser responsable de su hija, y la continuidad del empleo, por tanto, responsabilidad, que tiene como enfermera es su certificado de su posibilidad). Es hermoso cómo transmite esa sensación de viaje, de recuperación de movilidad. Los encuentros con los diversos personajes, aquellos o aquellas que visitan a May Anne, son como las diversas estaciones de paso, como los reencuentros con los que compartió pasado en su infancia y adolescencia, sea su tío, sus amigas del instituto (una de las cuales no recordaba cómo la torturaban entonces), o sus compañeras de trabajo en la telenovela que protagonizaba, incluida su sustituta. En especial será relevante la relación con Rennie (David Strathairn), por quien se sentía atraída en su adolescencia. Por tanto, su estancia, retiro, exilio, en la casa de su familia, a la que no regresaba en décadas, supondrá un viaje al pasado que supone una apertura a un futuro posible. Una atracción, deseo, que nunca se materializó en relación afectiva, en el pasado, se convertirá, también, en el motor que le hace recuperar su presencia, a sí misma, perdida en otra distancia, lejos de sí misma. Rescatar del pasado lo que no se gestó, es gestarse de nuevo a sí misma. Como si se recuperara de sus propias entrañas. Las hermosas secuencias del viaje por el río, de la excursión que comparten Rennie,May Anne y Chantelle, es el umbral decisivo hacia esa transfiguración interior, simbolizado en ese pez de la pasión (passión fish) que se encuentra e el interior de los peces que se pescan. Cogerlo entre la mano y pensar en a quien deseas, propiciará la realización del sueño. May Anne sostiene entre las manos la vida que se le escurría, aprieta la mirada, recupera la capacidad de desear. Su mirada se enciende, se enfoca, ahora nada, ahora camina. Y no necesita ya de pantallas, porque ya siente que fluye.

miércoles, 24 de enero de 2024

Una pieza inacabada para piano mecánico

 

Quemado por el sol, quemado por unos ojos negros, quemados por las notas de música que fueron interrumpidas y quedaron enterradas en un herrumbroso piano mecánico, el del paso de los días y los actos absurdos, el de las superficies que ciegan con sus espejismos de inmune confortabilidad hasta que quizá, quizá, largo tiempo después, despiertas para descubrir que tu vida ha sido la de otro que tenía tu apariencia. En Una pieza inacabada para piano mecánico (1977), se adapta una amalgama de obras de Anton Chejov, caso de Platonov (1880-81), que nunca fue representada, y que destruyó, aunque se encontraría en 1920 su primer borrador, además de varios relatos breves. En Ojos negros (1987), se adaptarán también varios relatos, La mujer del perrito, El aniversario, Una mujer, Mi esposa y La fiesta de cumpleaños. En Quemado por el sol (1994), no se adapta ningún relato de Chejov, pero lo parece; es el mismo aliento que resquebraja los espejos. Como Una pieza de un piano mecánico discurre en un espacio único, una casa solariega en el campo, y sus alrededores. Así como comparte una estructura, y una tonalidad. En sus pasajes iniciales el tono pareciera más festivo, jubiloso, con leves sombras que son anuncios de lo soterrado, para, en un momento dado, retorcerse, como si se revertieran los rostros y surgieran las entrañas tras los gestos exultantes que ahora empiezan a revelarse como desesperados, extraviados, muecas de un vacío, de una incompetencia y frustración vital; la exuberancia se revela como el desbocamiento de un caballo que siente unas llamas en su interior, y la vivacidad del humor comienza a adquirir el cariz de la máscara grotesca. El entorno natural, su esplendor, decorado de siembra y prodigalidad, no se corresponde con los interiores áridos, encorvados, precarios, con los pantanos vitales en los que se sienten inmovilizados buena parte de los personajes. Es como la imagen del paraíso que comienza a temblar paulatinamente, para revelar que es eso, una mera imagen. La vida se siente fútil, desperdiciada, como si se hubiera conformado como una vitrina en la que se ejecutan los gestos compulsivos de una figura mecánica al son de una música que no se disfruta sino que tiraniza como los hilos engarfiados en las entrañas, que las van consumiendo poco a poco, mientras sus gestos no dejan de ser espasmos, estertores, el gesto forzado que intenta que la sonrisa disimule su terror. Y en ocasiones, resurge el pasado, reaparece, y hace más dolorosa la consciencia de un presente sostenido sobre cimientos temblorosos, insuficientes. Se prefiere la mascarada en la que olvidarse, en la que aparentar ante y junto a los demás que el tiempo no es una sombra que nos ha aplastado. Que un día traicionamos nuestras convicciones, nos mentimos, y fue la brecha abierta para una sucesión de traiciones y mentiras.

Pocos autores como Chejov han reflejado con tan agudeza, y contundencia, esos contrastes, esos abismos en los que el tiempo transcurrido se convierte en unas fauces que te atraen como un agujero negro, porque te ofrece reflejos en los que no quieres contemplarte, porque te muestran aquello en lo que no te has convertido, aquellas palabras que no te atreviste a decir, aquel gesto que no supiste realizar, aquella mujer o aquel hombre que no supiste, que no pudiste, o que no te atreviste a amar. Hay personajes, como Porfiry (Nikolai Pastukhov) que parecen que miran desde la periferia, desde las esquinas, como si su vida fuera acechar un sueño; la nutrición del paso de sus días de puntillas sin hacer acto de presencia en la vida. Algunos se mueven con estruendo, como el doctor (Nikita Mikhalkov), para ocultar que no siente ningún estímulo con el trabajo que realiza como médico rural (ni las enfermedades que tiene que curar ni las personas a las que tiene que tratar) y que preferiría dejar siempre en suspenso, como quien demora la llamada del infierno, y vivir así, en continua suspensión, con mascaradas, aunque sepa, y en un momento lo expresa con dolor, que nadie conoce cómo siente en realidad. No es ese payaso que creen, esa máscara que utiliza para sentir que se pertenece a algo, no es un muñeco de feria, es carne desgarrada por el hastío, por la falta de incentivos, por la desesperación. 

Hay quien, como Pavel (Oleg Tabakov), se dedica a soltar soflamas que son espumarajos, con las que intenta justificar su desubicación, la falta de sentido de su vida, proclamando, enardecido, que la sangre azul es la que dignifica y que la degeneración del mundo se revela en el hecho de que la clase baja ( o como él los llama, los villanos), se apoderen del mundo, cuando es el hijo de un mercader, como bien le indica el dueño de la casa, el que paga el suministro de la comida o los fuegos artificiales de los que disfrutan en aquella reunión, de todo aquello que permita a él y otros de su clase sobrevivir, mientras él, más allá de saber imitar el bramido del reno, ¿Qué sabe hacer, qué aporta?. Hay quien, de repente, se mueve con pasos más firmes, aunque no sabe si son los de la huida o la pataleta o los de la recuperación de la sensibilidad, como Platonov (Aleksandr Kalyagin), el profesor que se encuentra con el rostro del pasado que abre la herida de lo pendiente, Sofia (Elena Solovey), esa otra posible vida que quedó arrumbada en un sendero que se convirtió en polvoriento anaquel en su memoria, en un fósil que prefería no haber despertado, porque sólo quiere huir de lo que no vivió, de lo que no realizó, de lo que no llegó a ser, porque ya no es posible recuperar aquel tiempo, aquellas sensaciones, lo que uno fue, como uno soñaba, porque ya se ve ahora con otro rostro. Porque ya sólo queda la pregunta suspendida entre ambos tiempos, entre lo que fue y ahora se desgarra con su sensación de fracaso ¿Cómo aquel hombre que soñaba se convirtió en un hombre común y corriente?

lunes, 22 de enero de 2024

Perfect days

 

¿Hay movimiento en lo que parece el estatismo de la rutina, esto es, de la repetición? Es la interrogante que subyace en Perfect days (2023), de Wim Wenders. Las constantes y las variables conforman la dinámica de la realidad, pero la rutina es una constante, por lo tanto ¿restringe o define? ¿Enajena o dota de cimiento y estructura? ¿ Cuando la rutina es ritual dispone de otra dimensión? Y las variables pueden disponer de la más divergente condición y, por tanto, influjo, como perturbación o vivificación. La idea del falso movimiento era una de las ideas vertebradoras en el cine de Wim Wenders, de hecho así se titulaba una de sus obras, Falso movimiento (1975), como lo era la conjugación, o incluso el contraste, del movimiento exterior, geográfico, y el movimiento interior en ese periodo, en el más inspirado de la filmografía del cineasta alemán, en el que destacaron sobremanera Alicia en las ciudades (1973), En el curso del tiempo (1975), El amigo americano (1977), París, Texas (1984) y Cielo sobre Berlín (1987). Personajes en desplazamiento geográfico pero a la deriva porque se sienten varados interiormente, como el fotógrafo protagonista de Alicia en las ciudades, cuya relación inesperada con una niña influirá en su forma de habitar (de desplazarse en) la realidad. Como la relación entre un personaje dominado por la inercia y otro en cortocircuito (como si se sintiera en un callejón sin salida) hará que reconfiguren su relación con su presente gracias a la confrontación con el pasado, como En el curso del tiempo (el tiempo es también un espacio que recorrer). Un hombre que trabaja con marcos de pinturas, y que quizá habita la realidad como si fuera un marco, que se confronta con quien le sume en la fragilidad de los cimientos de la realidad mediante una serie de desplazamientos que parecen callejones sin salida o túneles sin fin, como acontece en El amigo americano. Un hombre que vaga por el desierto como se abandonó a sí mismo durante años y retorna al tiempo, a la circulación de lo que se califica como normalidad, para reconfigurarse con la confrontación con su pasado, con la raíz de su deriva, aunque sea, sobre todo, para reconfigurar la realidad de aquellos cuya vida dañó y tornó añicos con su inconsecuencia, como en París, Texas. Unos espíritus, con la iconografía de ángeles, y la condición del artista que observa la realidad desde la distancia, que se dotan de cuerpo con el logro de la conjugación del funambulista amor cómplice, como en Cielo sobre Berlín. Un desplazamiento que metaforiza la relación con la realidad desde la idea (observación, reflexión) a la conversación presente (manifiesta). Curiosamente, tras la que me parece su obra maestra, su obra de ficción perdió su inspiración, como ideas que no lograban dotarse de cuerpo, de armonía, o que incluso se tornaron trivialización de sus previos logros, como Tan lejos, tan cerca (1993), con respecto a Cielo sobre Berlín. Solo en los documentales, parecía respirar la inspiración como en The soul of a man (2003), Pina (2011) o La sal de la tierra (2014). Sus ficciones se tornaron irregulares o fallidas, en ocasiones, erráticas, en otras, esteticistas, con logros parciales, como Lisbon story (1994), otra obra sobre desplazamientos exteriores e interiores, que transitaba entre el documental y la ficción, o la minusvalorada Inmersión (2019).

¿Cuál es la constitución de los días perfectos? En Perfect days parece recuperar las interrogantes de aquellas obras de los setenta y ochenta. Su protagonista, Hirayama (Koji Yakusho), es un limpiador de unas nuevas instalaciones de letrinas públicas. En sus primeras secuencias se detalla su rutina, las acciones que realiza cada día cuando se levanta (tras escuchar cómo una vecina barre la calle): recoge su cama, se afeita, compra una lata de bebida de una maquina frente a su casa y conduce el vehículo para realizar la labor de limpieza de las distintas letrinas. Repetición de acciones que será, posteriormente, en los siguientes días, planificada de modo más sintética. En la primera queda constancia del tiempo, en las siguientes simplemente la constancia de su repetición como constante de vida. Durante sus desplazamientos escucha música con los casetes que se inserta, un detalle que define su edad, sexagenario, y su pertenencia a un tiempo pretérito, otra época, como al mismo Wenders, ya septuagenario música de los sesenta y setenta: Ottis Redding, Lou Reed, The animals, Rolling Stones, Patti Smith, Van Morrison o Ray Davies). Es uno de los detalles con los que contrasta con los jóvenes, como su compañero de labores, la novia de éste (cuando esta mencione Spotify pensará que se refiere a un lugar), o su sobrina, que se constituirán, en sucesivas partes de la película, en contrastes y ejemplos de las variables en su vida de constantes. Hay otras variables, más puntuales, percances diversos, como la dificultad de una extranjera por saber cómo se puede convertir en opaca una cristalera de la letrina, el encuentro con un niño que llora en el interior de un servicio (cuando la madre los vea ni se lo agradecerá, e incluso limpiará la mano del niño que cogía el protagonista) o un papel con el juego de las aspas y círculos con el que cada día rellanará un espacio en respuesta al del misterioso contrincante.

Las variables le confrontan con el tiempo, con aquel al que no pertenece, o con el que diverge, como es del joven compañero, o con su pasado, mediante su relación con su sobrina, fugada de casa, que propiciará tanto una armónica complicidad pasajera (con quien no veía en mucho tiempo) como un reencuentro con su hermana. Su vida está conformada, estructurada, por su rutina, pero hay vínculos que permanecen bajo la superficie, los vínculos que son eco de su pasado, otras subtramas en su vida que quedaron aparcadas o postergadas. Percances, todos ellos, más leves o más sustanciales o dramáticos, que dotan de su particular distinción a los diferentes días. La vida y sus imprevistos, con lances reconstituyentes, como ese diálogo, en forma de juego (de aspas y círculos), que concluye con un agradecimiento, pues la respuesta diaria de Hirayama es un ejemplo de receptividad. La realidad no tiene porque ser una circulación de cruces de extraños, que no traspasarán el umbral de la distancia (como con la mujer con la que intercambia, por dos veces, mientras comen en sus respectivos bancos en el parque), o con la susceptibilidad como germen (como representa quien, precisamente, neutraliza la posible contaminación de gérmenes en la mano de su hijo). La vida está constituida también por manchas, como la irremisible que es la muerte (o el anuncio de su inexorabilidad), como la ocasional relación que establece con el ex marido de la dueña del restaurante donde come. Somos sombras, pero quizá su danza, y su conexión, dote de sustancia (dure lo que dure). Por eso la constitución de los días perfectos puede condensarse en ese dilatado plano de Hirayama mientras conduce, en el que su rostro varía, en segundos, de la alegría a la pena y de nuevo la alegría, una sucesión de variaciones que se constituyen en la inefable constante que es el paradójico curso de la vida (en el tiempo).