lunes, 11 de diciembre de 2023

Nobleza obliga

 

El título original de Nobleza obliga (1935), de Leo McCarey, con guion de Walter deLeon y Harlan Thompson, juega con esa ironía caballeresca, al estilo Perceval de Gallois, con Ruggles of Red Gasp (Ruggles de Red Gasp), título de la novela adaptada de Harry Leon Wilson, publicada en 1915. A los mayordomos se les denominaban gentleman's gentleman (caballero de caballero). Gasp es el villorrio de la América profunda al que se traslada Ruggles (Charles Laughton), un mayordomo británico no exento de inteligencia, pero tampoco de cierta ingenuidad y de mucha inhibición. El motivo de su traslado se debe a que su señor (milord), el conde de Burnstead (Roland Young, el inolvidable tío del personaje de Katharine Hepburn en Historias de Filadelfia, 1940, de George Cukor) lo pierde en una partida de poker a favor de unos nuevos ricos estadounidenses cuyas señas de ostentación, por mucho que se esfuerce, en particular la esposa, Effie (Mary Boland), en adoptar las maneras de la aristocracia británica, no se definen por el refinamiento: los trajes a cuadros del marido, Egbert Floud (Charles Ruggles, memorable imitador de sonidos de animales en La fiera de mi niña, 1938, de Howard Hawks), son todo un poema de estridencia visual. Pero, aunque, como ya se puede intuir, el relato se sustenta en el contraste entre dos modos de vida o identidades, sobre los que se hace aguda irrisión, nunca cae en el maniqueísmo ni el trazo grueso; no todo es tan obvio ni la balanza se inclina hacia ningún lado. Más bien lo que acaba poniéndose en cuestión es la inflexibilidad, la presunción de sentirse por encima de los otros, la rigidez de pensamiento. El nuevo rico, Egbert, no es ningún dechado de elegancia ni de refinamiento, y poco que le importa, pero su conducta es todo un ejemplo de naturalidad y espontaneidad; se define por el desapego por las apariencias. De hecho, es su esposa, Effie, la que está empecinada en recolectar todos esos signos de distinción, ya sea hacer purga del chillón vestuario de su marido para sustituirlo por el característico de lord inglés, poseer una gran mansión (todo a lo grande, que es lo que marca, parece, la diferencia) o disponer de un mayordomo.

Por su parte, Ruggles es como un insecto atrapado en el ámbar, por su asunción de cuál es su lugar en el escalafón social y de cuáles son las correctas formas de conducta (envaradas y circunspectas, sin ningún alarde efusivo, nada de perder la compostura, ni permitir que una sonrisa distorsione la sobriedad del gesto). Ruggles ve alterada sus anquilosadas costumbres (antológica la primera secuencia del desayuno en la que Ruggles se queda consternado cuando su señor le comunica que le perdió en una apuesta, sin perder nunca la compostura, y sin dejar de realizar las mismas atenciones, ritualizadas, como ofrecerle el periódico, tras desplegarlo con mimo, antes de retirarse). Acto seguido, pasará por la fase de verse trastornado por el anárquico espíritu de Floyd (que se pasa por la torera todo lo que puede el empecinado afán de parecer unos señores, según el rasero británico, por parte de su esposa). Para su desconcierto le dice que se siente, en la misma mesa, a tomar una copa con él en una terraza (estamos en Paris), algo inusitado para alguien que tiene asumido cuál es su puesto (con lo que implica, su espacio), y encima, por añadidura, para compartir bebida con él y un amigo con el que Floyd se encuentra, y monta literalmente, a golpe de gritos (que dejan traspuesta a la envarada concurrencia). Gritos a los que unirá él, más tarde, cuando coja una borrachera de aupa que le desinhibe como nunca hasta ahora.


Ya en Estados Unidos, se producirá otro giro, consecuencia de sus exquisitas maneras y atildada presencia, ya que, por cómo le presenta Floyd en una fiesta, creen que es un militar (un coronel), y de esa manera se le definirá en la noticia publicada en la prensa. Effie, por vergüenza, no se verá capaz de desmentirlo. Hay que verle a Ruggles ataviado con el vestuario prototípico de caza de los señores ingleses cuando acude a la casa de su dama cortejada, y amaga el gesto de saltar una valla, pero decide optar por la entrada convencional antes de pegarse un morrazo. Se crea una singular dialéctica o colisión entre las maneras de la sociedad clasista inglesa y la populista democracia estadounidense, entre el fetichismo de las señas de distinción y la desapegada no discriminación igualitaria, sin dejar de cuestionar a los rasgos más insuficientes de ambas, ya sea el envaramiento o la ordinariez, la presunción o la ignorancia. Y dejando constancia de que se puede ser distinto siendo un igual, y no ser nada por mucho que te empecines en parecer distinto. O cómo el disponer de una fortuna te hace sentir que eres tan excepcional como el que heredó un título nobiliario, y necesitas equipararte a ellos adoptando las apariencias de sus señas de identidad. O cómo la democracia muestra sus inconsistencias y falacias en cuanto dispones de mayor poder adquisitivo (y estamos en 1935).

Si algo vuelve a demostrar McCarey, ya a nivel cinematográfico, es cómo dominaba la alternancia de tonos, pasando del disparatado momento cómico al emotivo instante que sobrecoge. Véase cuando nadie, en el bar, se acuerda del famoso discurso de Lincoln en Gettysburgh, excepto Ruggles, quien realiza una sentida oratoria (como si declamara a Shakespeare en un escenario) que va congregando a unos cada vez más conturbados e impresionados oyentes. O, como instante de exultante vivacidad, aquel en que su señor aprende a tocar la batería acompañando a la mujer de la que se ha enamorado a primera vista, Nell (Leila Hyams), una chica de salón. Enamoramiento que será reprobado por el personaje que sufre las puyas del cineasta, aquel que no soportaba que un mayordomo se hiciera pasar por militar de alta alcurnia, el presuntuoso Charles (Lucien Littlefield), la mente inflexible que se alimenta de apariencias y categorías, mientras los demás sí son capaces de aprender los unos de los otros, y refinarse o disfrutar del placer de la espontaneidad y naturalidad.

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