jueves, 5 de octubre de 2023

Sábado trágico

 

Sábado trágico (Violent saturday, 1955), de Richard Fleischer, da comienzo con una explosión en una cantera de cobre. El relato de esta magnífica obra derivará en una explosión final, de violencia, tras retratar de modo modélico (con una admirable capacidad de condensación) una serie de vidas cruzadas, o interrelacionadas, cuyas vidas parecen, o están, definidas o enturbiadas, por la sensación de fracaso o de extravío, la frustración, la decepción o la represión. Vidas que no se han correspondido con los planes que se realizaron en el pasado, que se encuentran en un momento precario, al borde del derrumbe, o que no asumen que no tomaron las decisiones adecuadas ( o sí, condicionadas, pero no son vistas así por otros). O vidas que han establecido una rígida estructura de hábito, de valores, que, en una situación extrema, se ven trastornadas, contradiciendo su pautado modo de vida. Es una cuestión de dimensión y perspectiva, como dice en cierto momento, hablando de fotografía, Boyd (Richard Egan). O del difícil equilibrio entre planes e impulsos. De hecho, el detonante de esa explosión final es la materialización de un plan, el del atraco a un banco, que realizan tres hombres, Harper (Stephen McNally), Dill (Lee Marvin) y Chapman (J Carroll Naish).

Sidney Boehm con su ejemplar guion adapta la novela de William L Eath, de la que parece se aleja bastante en perfil de personajes, situaciones, e incluso localización. En hora y media perfila y caracteriza de modo admirable a cada personaje, y su conflicto, sin que en ninguno asome la sombra restrictiva del estereotipo, ni que se reduzcan a personajes símbolo, e hila tantas historias interrelacionadas con precisión y síntesis. En el trabajo de composición de encuadres Fleischer demuestra una vez más porque ha sido uno de los más refinados arquitectos de la composición, interrelacionando personaje en el encuadre, y creando tensión con las distintas acciones dentro del mismo. En las primeras secuencias se definen, a través de gestos, miradas y acciones, esa atmósfera de tensiones o emociones irresueltas (y de distintas perspectivas y dimensiones), interrelacionando en la misma secuencia a diversos personajes. Harry (Tommy Noonan), apoderado del banco, y hombre casado, mira con deseo, desde la distancia, a Linda (Virginia Leith), mientras Chapman estudia la rutina de sus movimientos (cómo y cada cuánto abre la cámara acorazada). Convergen dos miradas que codician algo distinto. Elsie (Sylvia Sidney), bibliotecaria, recibe una carta del banco amenazando con embargarla; recogiendo los libros, advierte que alguien se ha olvidado un bolso, que esconde, pensando que nadie la ha visto, sin percatarse de que Harper ha apreciado, con sonrisa irónica, su acción. Un ladrón sorprende otra acción de robo (una acción que no será denunciada por afinidad pero también conveniencia). Al salir de la biblioteca, Harper es testigo de una pelea entre dos niños, uno de los cuáles es hijo de Shelley (Victor Mature), quien llega cuando un policía interrumpe la pelea, aunque su hijo, elusivo, no le diga el motivo, el cual comprenderá, después, en casa, cuando advierta que ha tirado al suelo el certificado que le dio el gobierno por apoyar el conflicto bélico con el suministro de cobre ( en cambio, el padre del otro chico fue condecorado en Iwo Jima, motivo de la pelea, porque para los demás chicos su padre fue un cobarde por no ir a la guerra: una vez más cuestión de perspectiva).

El dueño de la cantera, Boyd, se siente frustrado o fracasado, porque no tiene la capacidad empresarial de su padre, y porque su matrimonio, con su esposa, Emily (Margaret Hayes) se ha enquistado en la distancia entre ambos pese a compartir espacio, distancia reflejada en una ingeniosa transición ( de lo que pudo ser a lo que es): Un plano del retrato, de la imagen, de ésta sobre su mesa a la conversación en el campo de golf de ella con su amante. Dill, que no puede dormir, habla a Harper sobre sus decepciones con las mujeres, y cómo su adicción al inhalador de benzedrina se debe a que su última esposa siempre tenía frío como si hubiera somatizado así su decepción (una secuencia, por otro lado, que demuestra, una vez más, que Tarantino no inventó nada). La ecuación narrativa es refinada aritmética. Las secuencias se construyen sobre la coincidencia o interrelación de los personajes ( y de sus distinta perspectivas) en los diversos espacios. Boyd en el bar, embriagado, cuenta sus penas maritales al camarero, conversa con Harry, cuando éste llega, y hablan sobre Linda, que ha entrado en el local. Boyd dice que se la presenta, a lo que se niega nervioso Harry, quien justifica su tensa negativa en que está casado. Boyd baila con Linda, y le plantea que rompan con todo, mientras son observados por Dill y Chapman. Otra perspectiva entre en juego: Linda siempre ha estado enamorada de Boyd.

Los clandestinos coinciden en la noche: Harry que pasea a su perro, observa la ventana de Linda, cómo ésta se desviste, y coincide con Elsie que tira en un cubo de basura el bolso robado. En ocasiones, un movimiento de cámara interrelaciona personajes y acciones: Harry entra en un bar siguiendo a Linda, acto seguido entra Boyd que la comunica que se ha reconciliado con su esposa, y van a realizar un viaje, y la cámara sigue a Chapman que realiza la llamada a la policía para darles un comunicado falso y así se alejen del pueblo. Un prodigio de uso del montaje interno y de los desplazamientos de personajes y cámara. En la resolución, en la granja de los amish, se encontrarán en el ojo del huracán el hombre que su hijo pensaba que era un cobarde, que resolverá su enfrentamiento con los tres atracadores, y el hombre cuyos valores rechazan la violencia, el padre amish, encarnado por Ernest Borgnine, que ve trastornada su perspectiva de su modo de vida al tener que hacer uso de la violencia. No se pueden hacer planes en la vida, como no se puede planificarla rígidamente. Siempre se es vulnerable a lo imprevisto. Es sobrecogedora al respecto la reflexión de Boyd en las últimas secuencias, tras la muerte de su esposa en el atraco (quien en la primera secuencia se había cruzado, premonitoriamente, en la calle con Harper, estando a punto de atropellar a éste; si lo hubiera hecho quizá estaría viva). Boyd, desconsolado, se interroga sobre lo desoladoramente extraña que puede ser la vida; cuatro horas antes él y su esposa estaban realizando planes de vidas, su nuevo proyecto, y ahora ya no existe. Los planes se han quedado como cabos sueltos deshilachados. No se puede reflejar de modo más contundente la fragilidad de nuestra condición.

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