miércoles, 30 de agosto de 2023

La dolce vita

 

La dolce vita (id, 1959) supone un gozne o un umbral en la obra de Fellini, quien colabora en el guion con Ennio Flaiano y Tullio Pinelli. Su final parece declarar una derrota ante una realidad miserable, que tiene poco de dulce. Una realidad, da igual en qué ambiente, monstruosa y descompuesta, como ese pez de aspecto tenebroso cuyo cadáver es encontrado en la orilla del mar. El rostro demacrado de Marcello (Marcello Mastroiani) sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a la niña, Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). No es casual que esta secuencia tenga lugar junto al mar si consideramos el agua como el símbolo de la relación natural y fluida con las emociones, o de la fuente de la vida. La emoción es movimiento, pero el ser humano está varado, como ese pez monstruoso, en el vacío de sus entrañas. Porque no sabe vivir. No se logra la transcendencia, sino que se culmina un proceso de degradación. Es el cáustico trayecto narrativo, desde las alturas, de la inconsciencia y la vanidad, a la conversión en monstruo que no es sino una caída abisal en el aturdimiento y mero embrutecimiento vital. La gravedad de la trivialización e insensibilización vence a cualquier anhelo de elevación. Recordemos que Marcello nos es presentado en la primera secuencia subido, como pasajero, en un helicóptero. Es un pasajero de la vida trivial, que todo lo mira desde la distancia, un periodista rodeado de fotógrafos que, sin escrúpulo alguno, ejercen de intrusos en vidas ajenas porque son célebres. El helicóptero traslada un icono religioso de Jesucristo. Unas bellas mujeres son avistadas en una azotea. Pero todo es ilusorio. No hay nada sacro, no hay nada elevado. Lo único real parece sólo el hecho de desear. Aunque ¿Qué desea?. Es significativo el encuentro con Maddalena (Anouk Aimee), en las primeras secuencias. Ella expresa su desorientación vital. Hacen el amor en el hogar, inundado, de una prostituta. ¿Qué siente por ella Marcello? ¿No se refleja en el uno y el otro su propia desorientación o desenfoque vital?

Cualquier ilusión de ascensión en el film será vana, como cuando siguen a Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer, otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el deseo de elevación. En cierto momento, llama a Maddalena, para visitarla con Sylvia. ¿Por qué? ¿Llama a su desorientación? Aún más adelante, en una fiesta en una mansión de una familia aristócrata, en unas habitaciones vacías, despojadas, comparten su amor mutuo en la distancia. La distancia siempre se impone. Se pierden de vista, como se pierden de vista a sí mismos. No hay posible elevación, como no representan transcendencia alguna los andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo, y desesperación, necesidad de que la vidas de unos y otros que corren bajo la lluvia tras los niños, cuando gritan que han visto a la virgen, sean curadas, resueltas. La vida se escurre, como la del padre de Marcello, que le visita, y siente, tras un vahído, cómo ya no es joven que resista una noche de embriaguez. Es una figura que mira a través de una ventana, porque ya es más pasado que presente y futuro. Una sombra de lo que fue.

Todos los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene lugar, en las últimas secuencias, la violenta discusión, entre Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), entre acerados reproches y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio), para concluir abrazados en la cama (¿por qué se mantiene esa relación si él no deja de quejarse de su amor agresivo y viscoso?), o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha asesinado a sus dos hijos (como dos eran los niños que decían haber visto a la Virgen) y se ha suicidado (¿de qué tenía miedo ese hombre para decidir abandonar la vida y también truncar la de sus hijos?¿Qué vacío monstruoso percibía extenderse en la vida dentro y alrededor?). Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces, porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que pareciera rodear una luz glauca). En cierto sentido, recuerda, como contraste, al que representaban, en La vida privada de Bel Ami (1947), de Albert Lewin, el organista, en la iglesia, y su esposa, frente a un entorno cínico, pragmático y arribista. Su drástica decisión es, en consonancia con la misma obra, la desgarradora conclusión de que aquel que quiere vivir en las alturas (las del rigor ético y el anhelo de conocimiento o superación, lejos del ensimismamiento de los intelectualoides que asisten a su fiesta o de la banal mundanidad), no puede encontrar hueco en este misero mundo. Es el anuncio de esa derrota final de Marcello, como si se hubiera ya desprendido de su último salvavidas (o posibilidad, porque ha demostrado durante la obra su condición fluctuante) de con(s)ciencia. Marcello extirpa esa posibilidad de su vida (interior) porque no la considera viable para sobrevivir sino para sentir con más agudeza el dolor ante las inconsistencias de la realidad. Prefiere enajenarse, embrutecerse, y ser uno más de los triviales espectros de la vida acomodada y epicúrea (artística), un agente de publicidad que se olvida de la escritura, de la reflexión y de la belleza, para estancarse, sin dolor, en la orilla de la vida.

La última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él; y que ser como él le distanciaría del mundo pues las elevaciones no son posibles, solo conducen a otro tipo de enajenación por aislamiento; Steiner grababa los sonidos de la naturaleza, como si ya esta fuera distancia, como si perteneciera a otra dimensión). De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e integridad, y adaptarse a una representación en la que será una deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad. Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma. La realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados en ese espejismo de dolce vita. ¿ Porque no es acaso La dolce vita un desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes, realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario) en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un escenario.

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