lunes, 19 de junio de 2023

Una bala sin nombre

 

La Muerte también juega al ajedrez en el Oeste, en Una bala sin nombre (No name on the bullet, 1959), de Jack Arnold. Gunt (Audie Murphy), el pistolero a sueldo que llega al pueblo, supondrá para sus habitantes lo que aquella nube radioactiva para el protagonista de El increíble hombre menguante (1957). La leyenda que arrastra, para lo que no faltan diferentes versiones o conjeturas (sobre si tiene base real o no), de pistolero que provoca a sus elegidas víctimas, para que pueda justificar que fue en defensa propia, y, como consecuencia, la incógnita sobre quién es su objetivo en el pueblo, es decir, como ironiza el título original (no name on the bullet/sin nombre en la bala), qué nombre lleva la bala que tiene pensado utilizar, trastorna a buena parte de los habitantes de Lordsburg. Su sola presencia ya implica una amenaza que desata los temores y las suspicacias, con sus pasados y entre ellos mismos. O como el mismo Gunt señala, todos tienen sus enemigos (o sienten que los tienen), y Gunt se convierte en una pantalla en la que proyectan sus miedos y recelos, sus fantasmas. Hay quien como Fraden (Warren Stevens) especula con que ha sido contratado por alguien (una sombra del pasado) que le odia desde hace tiempo ( o que él cree que le odia, y por eso considera capaz de contratar a un asesino a sueldo para matar al hombre que le quitó a la mujer que amaba). No duda en enfrentarse a Gunt aunque no se haya cerciorado de si él es el elegido. Como habrá quien se suicide, un banquero, sin tampoco asegurarse de que sea el objetivo. O quienes piensan que lo ha contratado el otro socio, o rival, en negocios o intereses mercantiles, y no dudan en liarse a balazos entre ellos. La violencia se desencadena con las conjeturas.

Esta admirable obra, de impecable concisión (hora y cuarto), con un refinado uso de las composiciones en scope, bordea la condición de obra fantástica, en la senda de la excepcional Hombre del oeste (1958), de Anthony Mann, aunque el extrañamiento no se define y perfila, como esta, por la incisión en la turbiedad, con resonancias de un tenebroso relato gótico, sino con una ajustada distancia, como la que misma con la que se conduce Gunt, con la sonrisa irónica de quien observa cómo tantos se dejan superar por la ofuscación de sus emociones. Arnold sortea los riesgos de incurrir en la solemnidad o en el subrayado de su condición de alegoría, en relación a la Guerra Fría, el miedo a lo/el extraño, cuestión en la que incidió en las notables Vinieron del espacio (1953) o la mordaz sátira Un golpe de gracia (1959), o en su visión corrosiva de el enemigo está dentro, que planteó en la esplendida Sangre en el rancho (1957), o el héroe integro enfrentado al cacique poderoso (y de paso a la temerosa comunidad que prefiere el bienestar económico a la aplicación de la justicia, y más si es a un desfavorecido económico como lo es un inmigrante ilegal). Sangre en el rancho y Una bala sin nombre coinciden en sus planteamientos cáusticos sobre unas comunidades, y sus desquiciamientos, por activa o pasiva. Se podría también establecer una asociación entre la anómala figura que representa Gant, ese sheriff de Sangre en el rancho que no se pliega a lo que la comunidad demanda, y el protagonista de Vinieron del espacio, Puttnam (Richard Carlson), que es calificado al principio como extraño e individualista, esforzándose por comprender las intenciones de los extraterrestres. Figuras que desentonan, que evidencian, por activa o pasiva, fisuras en el conjunto, que plantean interrogantes, otras alternativas u otras actitudes. Es una irrupción de lo insólito que altera el conjunto o su percepción (o forma de relacionarse con la realidad y los otros), como los extraterrestres de Vinieron del espacio, o la nube radioactiva de El increíble hombre menguante. Un reflejo distorsionado, como el monstruo de La mujer y el monstruo (1954), o en Un golpe de gracia los representantes de un pequeño país cuya extensión no supera la extensión de 30 kilómetros que decide invadir Estados Unidos, y que son confundidos con unos invasores extraterrestres por su indumentaria medieval

La citada secuencia de la partida de ajedrez, en la que contrincante es el representante de la actitud razonable, el doctor Canfield (Charles Drake), difumina cualquier atisbo de fácil calificación de enfrentamiento entre el bien y el mal. Como la incisiva reflexión que le plantea Gunt: ¿Quién es peor, el asesino contratado para matar a quien ha abusado de otros o el médico que le salva la vida para que pueda seguir realizando sus tropelías?. En este sentido resalta la aguda precisión con que está perfilada la figura del juez Benson ( Edgar Stehli), postrado en su silla de ruedas, con seis meses de vida a lo sumo en el horizonte (hombre poderoso con ínfulas de diosecillo que puede emparentarse con el que encarga el caso a Marlowe en El sueño eterno, de Raymond Chandler). Las opciones que plantea para resolver el conflicto definen muy bien cómo ha debido aplicar la justicia: crear una patrulla ciudadana para echar a Gunt o dejar que mate a quien haya elegido (ya se sabe, el sacrificio de uno por la comunidad). Esa muerte incierta que representa Gant contrasta con la revelación de una corrupción general, representada en la de los representantes de las instituciones. Se señala a alguien, Gant, como una anomalía reprobable, pero su presencia desvela diversas corrupciones, así como la inexorabilidad de la (posibilidad de la) muerte desentraña lo que se ha procurado ocultar por conveniencia. Por otra parte, esa visión cáustica de la conducta de una comunidad, y en concreto de sus representantes del poder, no deja de ser otro apunte corrosivo sobre la persecución del progresista, dirigida desde instancias institucionales, durante esa década. Su final es tan cortante como cáustico. Incide en un sugestivo extrañamiento: lo imprevisible, lo incierto, se combina con la consideración de que todo ocurre por algo.

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