lunes, 29 de mayo de 2023

Las tres noches de Eva

 

En 1938, en la Paramount, encargaron a Preston Sturges que desarrollara un guion a partir de un argumento de diecinueve páginas de Mockton Hoffe, Two bad hats, título entonces del proyecto cinematográfico que iba a interpretar Claudette Colbert. Superadas ciertas divergencias entre Sturges y el productor al cargo, Albert Lewin, y ciertas reticencias de la censura, se consideró para la pareja protagonista a Brian Aherne, Joel McCrea, Fred McMurray, Paulette Goddard y Madeleine Carroll, hasta que Henry Fonda y Barbara Stanwyck fueron los elegidos. En Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1942), de Preston Sturges, Charles (Henry Fonda), un hijo de millonario empresario (de ale, que no es lo mismo que cerveza), aficionado al estudio de los ofidios, vuelve de la selva amazónica (en la que ha permanecido un año), aunque, como se verá, poco sabe, o poco ha estudiado, a los seres humanos (y de modo más específico, a las mujeres), y poco sabe de la naturaleza de las emociones. Su instinto no parece haber sobrepasado el estadio elemental de un virginal recién nacido. Y su intuición sencillamente brilla por su ausencia. Es un torpe navegante de las relaciones humanas. En un crucero conoce a una jugadora de cartas, Jean (Barbara Stanwyck), la cual se dedica, junto a su padre, Harry (el insigne Charles Coburn), a timar a los ricos. Jean observa a través de la pequeña pantalla de su espejo la película de cómo otras mujeres intentan atraer infructuosamente la atención de Charles, quien caerá (primero, literalmente, por su zancadilla) en su red por su ingenua suficiencia, la de quien se cree que domina los trucos de las cartas, y por tanto se cree que gana, en una primera partida, seiscientos dólares. Su ego le impide considerar la posibilidad de que sea una maniobra estratégica para desplumarle en una segunda partida porque jugará con la confianza de quien se cree imbatible. Pero el pueril Adán, de rígida inocencia, que nada sabe de juegos (y que, en irónica reconsideración de la fábula bíblica es quien porta una serpiente), y la vivaz y perspicaz Eva, conocedora de los mimbres de la vida, que hace del juego supervivencia, se enamoran. Jean decide que no pueden estafar a aquel por quien siente algo que no ha sentido con nadie. El engaño y lo auténtico no casan. Claro que Jean no cuenta con que su padre no comparta su actitud ni que Charles sea informado de la alianza de embaucadores que conforman padre e hija antes de que sea ella quien se lo diga.


Lo más grave será que Charles, tras ser esquilado, por el padre, y descubrir a qué se dedica ella, es incapaz de ver que ella la ama (y que nada tiene que ver con el timo) y la rechaza, con enfático agravio, pensando que sólo se quería aprovechar de él. Dos dilatados planos caracterizan los extremos en los que fluctuará su relación (y que definen qué bien domina Sturges la conjunción o alternancia de tonos diferentes, cómico y dramático): Un extenso plano sobre ambos, abrazados, él con expresión extática mientras ella acaricia su cabello; y el largo plano de su discusión cuando él no es capaz ni de mirarla a los ojos, o de no advertir, cuando la mira, en su rostro cabizbajo y pesaroso, el amor que siente por él. El azar determinará un reencuentro. La posibilidad surge significativamente en un escenario de competición, un hipódromo, gracias al encuentro con otro timador, Sir Alfred (Eric Blore), que se hace pasar por aristócrata con empresarios millonarios, que viven en grandes mansiones, como el padre de Charles, Horace (Eugene Pallette). Jean decidirá iniciar un alambicada venganza mediante la escenificación, creándose un personaje. Como dice: 'Tengo algún negocio pendiente con él, le necesito como el hacha necesita al pavo'. Su estrategia, dada la torpeza perceptiva de Charles, será jugar con dobles identidades, haciéndose pasar por dama de alta alcurnia, Lady Eve, delante de sus narices. Si se habían conocido en el barco mediante una caída, tras la zancadilla que le pone Jean en el restaurante, en su reencuentro Charles sufrirá dos caídas, y por dos veces caerá sobre él salsa de un pollo o el té de una bandeja que porta un mayordomo, en la fiesta que celebran en la mansión de su familia, cambiándose por tres veces de smoking ya que no hace más que mancharselo con una u otra cosa en sus tropezones. Incluso, Muggsy (memorable William Demarest), el suspicaz guardián del torpe heredero, se caerá repetidamente. Pese a todo, Charles, en su ingenuidad, creerá el relato de Sir Alfred sobre Lady Eve como hermanastra de Jean (hija de un mozo de cuadra).

Jean le seducirá con aviesas artimañas, y él seguirá siendo incapaz de reconocerla (memorable su conversación en una atalaya, con el caballo perturbando el momento al posar una y otra vez sus belfos sobre la cabeza de Charles). Su torpeza perceptiva será tal que incluso le llegará a proponer matrimonio a quien no sabe que es la misma que rechazó zaherido. La noche de bodas se convierte para él en un infierno ya que ella realiza un falso inventario de pasados amantes como lección para el cuadriculado millonario que no sabe que es la misma que abandonó tiempo atrás, o despreció por ser ladrona sin saber discernir su amor. Como remate de esa noche pesadillesca, al salir del tren apresuradamente, cae de bruces sobre el barro. O, podemos decir, cae en el propio fango de sus ciegos prejuicios Aunque será otra caída la que restituya la ficción adecuada para recomponer un desajuste sentimental por las ofuscaciones de quien no sabe percibir a quien supuestamente ama. En suma, Las tres noches de Eva se constituye en toda una lección de cómo saber amar, en una comedia no exenta de tinieblas, y es que para saber ver al otro, y encima al que presuntamente se ama, se tienen que quitar las tinieblas que hay en la mente (aunque a veces igual haya que conformarse con la implantación de la ficción más consecuente, o pertinente).

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