miércoles, 24 de mayo de 2023

La biblia de neón

 

No había nieve, no, no ese año’ nos dice la voz de David (Jacob Tierney), el chico protagonista, de quince años, de la sublime La biblia de neón (The neon bible, 1995), aunque la imagen nos indica lo contrario. ¿O no? Porque la configuración del encuadre resulta cuando menos singular: a la derecha, David, cuando tenía diez años, en el interior de su habitación, y a la izquierda, la nieve cayendo en el exterior. Dos espacios separados, interior/exterior, y a la vez unidos, conjugados, en el encuadre, como la realidad (lo real) y la mente (la imaginación) como en el cine de Davies se conjugan, el espacio de la memoria (emocional), de la evocación, que no deja de ser imaginación, ya que al ordenar, articular, los componentes, para intentar de dotar de una sentido la construcción narrativa, reflexiva, evocativa (de un relato, de una vida), se parte de la impresión emocional, de una huella (transfigurada al convertirse recuerdo), no del registro de lo exacto, que es exudación de neutralidad: la experiencia es cómo que se vive, no lo que sucede. En el cine de Davies el recuerdo pervive como un poema, una emanación de un espacio interior que transfigura con el pincel del artificio (celebrativo: el la mirada que hace música de su relación con la realidad), como delata ese plano, y la misma introducción de la obra, que no oculta su condición de (espacio de) artificio: la imagen del vagón de un tren, con el fulgor blanquecino de la luz tras el mismo (como el de un proyector: cine y tren, el arranque de la imaginación, de la vida, del cine); y un plano de David en el interior del tren, como si estuviera solo, como si fuera su mente (nos sumergimos en sus recuerdos, en su evocación).

Es un espacio que rehúye el convencional realismo, como la narración el desarrollo de una ortodoxa trama, ya que la hilazón emocional es la que vertebra la narración cual canto, la inmersión en una mirada, la de David, la del propio Davies, cuya refinada elaboración de encuadres, de momentos, de transiciones, de movimientos de cámara, ha sido igualada por pocos, quizá Ophuls, Hitchcock, Ozu, y algunos, no muchos, más. En especial, dos cineastas con los que se puede apreciar notorias conexiones, como John Ford y Andrei Tarkovski. Su cine, como el de Terrence Malick (cuyo cine también parece derivar del entre ambos cineastas), es un cine de poesía que brota de unas entrañas. Sus tres primeras obras hendían la carne del celuloide en los propios recuerdos, o inspirados en su vida e infancia en Liverpool, como reflejaban las prodigiosas Trilogy (1978-1983), Voces distantes (1988) o El largo día acaba (1992). Aunque aquí nos encontremos a fínales de la década de los 30, e inicios de los cuarenta, en el sur de Estados Unidos, y se adapte la primera novela de John Kennedy Toole (que el mismo Davies adapta) no varía demasiado la música narrativa en La biblia de neón. Cambia el espacio, el contexto, pero la ecuación no varía: imaginación y sueños en contraste con las privaciones y precariedades de la vida, mirada de alguien en proceso de formación, un niño, una narrativa elíptica que conjuga, asocia, momentos que definen un modo de vida, una circunstancia emocional...

Pocas obras como la suya hacen sentir la impotencia de las palabras para lograr transmitir la hondura y la elevación de su cine, que se escurre entre las manos, o que se fuga, como el viento que agita unas ramas tras las ventanas de una habitación en la que muerte ha hecho acto de presencia, a la par que ha propiciado un giro radical en una vida, hacia lo incierto (tren que surcará el encuadre, el horizonte). Ilusión y decepción, la realidad y sus sombras, y sus penalidades, sus frustraciones y sus falacias. La cámara penetra en la oscura hendidura de una carpa, y la transición se realiza desde esa oscuridad para ahora abrir el encuadre y mostrarnos a los espectadores, en el interior, sentados a la espera de la entrada del predicador, alguien, al fin y al cabo, que es un agujero negro que sólo quiere aportar un espejismo de luz para apropiarse de su dinero. Muere el padre de David en la guerra, y la madre, Sarah (Diana Scarwid) pierde la razón, se trastorna irreversiblemente. La hermana de Sarah, Mae (Gena Rowlands) confiesa que los hombres de su vida la convirtieron en mercancía, tras engatusarla con promesas que eran también, como las del predicador, agujeros negros. Pero no hay amargura en su talante, sino que siempre prima el ánimo voluntarioso que no se queda atrapado en la red de las añoranzas del pasado cuando era joven y admirada en los locales que cantaba aunque no fuera el canto su principal cualidad. La madre, Sarah, se escombra en su pena, incapaz ya de encontrar ninguna luz. Mae, curtida ya en los baqueteos de la vida, sabe reconstituirse. En sus venas vibra el canto y la danza, el arte que aún resiste, como buen junco flexible, a las agresiones de la vida (la hermosa secuencia en la que canta, acompañada de un trío de músicos, o danza, con otras mujeres, tras que los hombres se hayan ido a la guerra).

La madre solloza estrujando la carta mientras como una letanía repite el nombre de su marido. Feretros en un camión, cubiertos por una bandera. David en el vagón del tren, encuadrado desde el exterior, con la luna reflejada en el cristal, que intenta coger con la mano. Transiciones: mientras se escucha la mayestática banda sonora de Max Steiner de Lo que el viento se llevó (1939), de Victor Fleming, una sábana ondeando al viento (un lienzo, una pantalla en blanco); un plano de la bandera estadounidense; un travelling que recorre un aula mientras los niños cantan el himno americano. Ilusiones, películas de la vida: las pantallas son realmente sábanas. Tantas lunas que se intentan vender, tantos sueños que se intentan alcanzar, la vida como una pantalla de posibles, o cubierta con engaños que camuflan agujeros negros, y que pueden causar la perdida, la muerte. La narración se desplaza y desliza, se hace canto, música (que es lo que hace sentir a los personajes que transcienden las decepciones o frustraciones de su ras de suelo). La narración se convierte en un trance que hace cuerpo de esa epifanía que escasos cineastas han conseguido, esa que transpiraba, como en pocas, ¡Qué verde era mi valle! (1941), otra obra vertebrada sobre la memoria, sobre las decepciones e ilusiones, sobre los estragos de la vida y la música que alienta a quienes aún saben crear belleza, porque la negación nos les ha cercenado los ojos ni la sensibilidad. Los sagrados motores del cine, los que parecen espectros en la obra de Carax, aquí palpitan de vida rebosante. La que ha seguido deslumbrando y alumbrando en sus portentosas obras posteriores. Unos versos de Cuatro cuartetos, de TS Elliot, podrían acompañar las imágenes finales de La biblia de neón. El hogar es el punto del que partimos/Vuélvese más extraño el mundo a medida que envejecemos/más complicada la trama de muertos y vivos/No el vivido instante aislado sin después ni antes/sino el arder constante de una vida/y no la sola vida de un hombre/ sino de viejas piedras que nadie sabe descifrar.

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