viernes, 20 de enero de 2023

Sé a dónde voy

 

Puedes saber a dónde vas, pero no sabes qué puede deparar el trayecto, con qué otros transeúntes te puedes encontrar, o qué imprevistos pueden acontecer, qué puede modificar la dirección de tus elecciones y propósitos. También puedes llegar a comprender que lo que considerabas tu centro gravitatorio era más bien el vórtice de un remolino. Sé a dónde voy (I know where I'm going!, 1945), de Michael Powell y Emric Pressburger, cuyo título ya delata, en su mismo título, en el declarativo signo de admiración que expresa una afirmación sin temblores de duda, la jubilosa ironía de esta fábula romántica que transita los senderos de la comedia excéntrica, y que transcurre en las escocesas islas de las Hébridas (islas, fragmentos, emociones que buscan la sinapsis de la conexión): no hay que empecinarse en urdir predeterminados planes sino estar abierto a lo imprevisible. No sabes las mareas de la vida hacia dónde te pueden dirigir por muy férreamente que creas dominar el timón. Es a lo que se enfrentará Joan (Wendy Hiller, en un papel ofrecido primero a Deborah Kerr, que no pudo aceptar por su contrato con la MGM, quien, por otra parte, había conseguido el papel en Vida y muerte del Coronel Blimp, 1943, porque Hiller lo rechazó debido a su embarazo), cuando se traslada a la isla de Mull con idea de acceder a la isla de Kiloran (basada en la de Colonsay, en la que hay una bahía con ese nombre), donde vive el hombre con el que quiere casarse, Sir Robert Bellinger, un rico empresario. Joan nos es definida con ingeniosa brillantez, entre los títulos de crédito, en breves planos o viñetas, desde que era bebé, y sabía que siempre iría con determinación hacia delante (un delante que parece también implicar hacia arriba), hasta sus 18, en los que queda claro que es mujer de férrea voluntad que no se pliega a la de los demás y que aprovecha cualquier circunstancia que le favorezca. Ahora en el presente de la acción dramática, ya con 25, tiene claro su objetivo, o cuál es el mapa de su vida (cuyo emblema o centro gravitatorio es ese vestido de novia, sobre el que, en el tren, mientras duerme, se superponen sus fantasías, sus imágenes de deseo; está claro que para ella la realidad tiene que plegarse a sus deseos).

La tierra a la que llega parece un mundo aparte (impresión apuntalada por la cerrada niebla), con leyendas de remolinos que pretendientes del pasado tuvieron que resistir con tres tipos de cuerda durante varios días para que su barco no fuera absorbido por su vórtice, o castillos en ruinas con maldiciones que caerían sobre sus descendientes si estos cruzaran su umbral. Como, al fin y al cabo, un umbral es el mar que hay que cruzar de una isla a otra, ese que empecinadamente desea atravesar Joan aunque las condiciones meteorológicas no sean las adecuadas. Pero su deseo se superpone sobre los cabales consejos de los lugareños, o el capricho sobre el discernimiento, por lo que la voluntad prefiere ignorar las circunstancias. Joan se confronta con la demora o suspensión de la materialización de su deseo cuando se encuentra al llegar con el impedimento de una amenaza de galerna que determina que aplace su deseo, permaneciendo en la otra isla (de espera). Irónicamente cuando invoca que se cumpla su deseo, según indica una leyenda, mirando las losetas de su techo, la tormenta arrecia. Se encuentra, por tanto, con que el recorrido predeterminado (con etapas y duración precisa de llegada a cada una de ellas marcadas en su mapa) se trunca. Y queda atascada en un pueblo cuya única cabina de teléfono, paradojas, está junto a una cascada (para perturbación de los que intentan realizar llamadas; irónico detalle en una narración sostenida sobre ciertos disturbios de la comunicación amorosa, como es el caso de Joan). Se encuentra, sin saberlo, en un laberinto que parece desvío pero no es sino encuentro consigo misma.

Su principal compañía (galante) durante estos días de espera es la de Torquil (Roger Livesey, en un papel que rechazó James Mason porque no quería desplazarse a las localizaciones, aunque Livesey tampoco pudiera por compromisos teatrales), descendiente de los señores de la isla de Kirloran, que está de permiso del frente bélico por ocho días. Precisamente Torquil alquiló su isla al empresario con el que quiere casarse Joan (como si fueran capas; la capa superficial de la aspiración a la posición, y la capa profunda de la real conexión). Entre ambos surgirá una atracción, con la que Joan luchará ya que altera sus planes predeterminados. Su decisión de alquilar un bote y cruzar el trecho de mar hacia la isla de Killoran. pese a la borrasca inminente, refleja ya no tanto lo que desea alcanzar sino de qué o quién huye. Un cuerpo presente se ha convertido en interferencia y perturbación de su deseo de un distante cuerpo, en la narración ausente, que refleja su condición sobre todo de abstracción (símbolo). Pero no es esa interferencia la niebla cerrada sino su obcecado propósito en el que no importa tanto el sujeto que es objeto de deseo sino la satisfacción de una (pre)determinación. Durante esos días de espera, que son encuentro consigo misma, se encuentra rodeada de personajes tan singulares que nos certifican, efectivamente, que nos encontramos en el terreno de la fábula: el experto en cetrería que busca el águila que amaestró, un águila que se encuentra en peligro de ser abatida porque se piensa que es la responsable de matar a las ovejas de la zona (error de apreciación, ya que es realmente un zorro, como el que afecta en su nublado discernimiento a Joan cuando se empecina en seguir la dirección de otro hombre huyendo del que realmente ama) o Catriona (Pamela Brown), la mujer, amiga de Torquil, que vive con una prole de perros. Pero no sólo Joan se confronta con los remolinos de lo que consideraba su centro gravitatorio (y cuya catarsis se materializará precisamente sorteando el peligro de ser absorbidos por el vórtice del remolino Corryvreckan). También Torquil se enfrenta a los fantasmas de un miedo atávico, familiar, y se atreve a desafiar la maldición cruzando el umbral del castillo. Una y otro cruzan umbrales, que apuestan por lo imprevisible y la espontaneidad, tras cuya superación encuentran el cabo que les une ya desprendidos del lastre de las obcecaciones y los miedos.

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