Tanto
Midnight
in París
(2011), como otra obra previa de Woody Allen, Vicky
Cristina Barcelona
(2008), son dos obras relacionadas con las miradas ( y proyecciones)
de los protagonistas. En la segunda, las de Vicky (Rebecca Hall) y
Cristina (Scarlett Johansson), en la primera, la del guionista y
novelista, Gil (Owen Wilson). Lo que se representa no tiene que ver
con el realismo sino con lo que representa para los protagonistas,
tanto las ciudades (y por extensión una cultura, un país, como
símbolos: Allen dedica, en Midnight
in Paris,
un prólogo que es homenaje o canto de amor, un álbum o montaje
secuencial de diversas zonas o diferentes ángulos de la ciudad,
París, como el que dedicó a su ciudad, Nueva York, en el prólogo
de Manhattan, 1979: París o Manhattan también son una idea) como
los espacios y los personajes. Con respecto a los primeros, En Vicky
Cristina Barcelona,
el parque Gaudi, representación de lo fantástico, reflejo de lo que
se considera fuera de lo ordinario, del anhelo de lo extraordinario
(y que se desea materializar), y en Midnight
in París tanto
el
parque
de Giverny (que inspiró a Monet) como
los espacios de la bohemia, los cafés o locales nocturnos, en la que
se reunían los artistas en la década de los 20 más allá de la
medianoche (como si Gil fuera una cenicienta invertida, que se
convierte en lo que anhela tras dar las campanadas de las doce), o el
Moulin Rouge de la Belle Epoque.
El espacio que representa la inspiración de lo singular o
excepcional y el espacio de la ilusión o fantasía.
En
cuanto a los personajes, en Vicky
Cristina Barcelona,
el demoledor replanteamiento de las figuras arquetípicas
representativas de la pasión en la cultura española (el reflejo
distorsionado a ras de suelo de unos ideales), y en Midnight
in Paris,
los artistas, el reflejo de lo que quisiera llegar a ser, el ambiente
o grupo del que quisiera ser parte integrante, entre los que,
irónicamente, no faltan los que también quisieran vivir en otro
espacio o en otro tiempo pretérito, como si la insatisfacción con
un tiempo presente fuera componente inmanente. No es casual que las
primeras secuencias de Midnight
en París
transcurran en un espacio tan poco ordinario, el parque con alberca
que inspiró a Monet, en Giverny, que evidencia tanto la
inconsistencia de la propia relación de Gil con su prometida, Inez
(Rachel McAdams), como esa circunstancia indefinida, entre
dos aguas,
entre reflejos, del protagonista, entre su insatisfacción personal
con un mundo que suministra estabilidad (su trabajo de guionista
televisivo, la relación con la familia de su prometida,
pertenecientes a otra esfera de clase y mentalidad, del más rancio y
retrogrado conservadurismo, tan opuesta a esa bohemia artística con
la que sueña) y la ilusión, la proyección, de esa otra realidad
fantástica, transfigurada, que quisiera habitar (como si su
residencia o lugar pudiera ser una pintura de Monet).
Gil
tiene unos ojos tristes, porque habita una realidad insuficiente, de
la que se fuga con el desenfoque de sus fantasías. Encoge el gesto,
plegándose a la voluntad y realidad
de Inez, pero ansía ser él mismo, realizar algo de lo que sentirse
satisfecho, encontrar su espacio propio, su voz (con la que se siente
tan inseguro de expandir y desarrollar, como reflejan sus dudas con
respecto a la novela que aún sigue corrigiendo y revisando). Es, en
suma, alguien insatisfecho con su presente, del que se siente fuera
de lugar: qué manera más efectiva de reflejarlo también, por
contraste, con el personaje de Paul (Michael Sheen), el pedante amigo
de su prometida, por el dominio que este transmite. Gil tiende, por
lo tanto, a idealizar ese otro mundo que le gustaría habitar, ese
otro espacio que es otro tiempo, ese pasado del París de los años
veinte, con presencias que admira como Ernest Heminghway, Cole
Porter, Scott F Fitzgerald, Gertrude Stein, Salvador Dalí, Luís
Buñuel, Man Ray, Djuna Barnes o Pablo Picasso. Ese mundo del que
quisiera ser parte, y al que accede,
como si atravesara un umbral, o un espejo, a otro universo, pero del
modo más imprevisto y natural. El paso acontece de un bello modo
fantástico, como sutil alteración de la percepción de la realidad,
con la sencilla aparición de un coche de aquella década que le
recoge en la calle, en un recodo precisamente, tras sonar las
campanadas de medianoche.
Un recodo en la circulación ordinaria de la realidad puede conducir
al espacio de la fantasía. No hay invocación o circunstancia
detonante. No es tampoco la vivencia de un sueño. En el desnudo
territorio del relato, tal como lo plantea y expone Allen, el
personaje, insatisfecho con el personaje que es en un escenario de
vida con un guion insuficiente, se confronta con la metáfora de su
sueño, de la vida que quisiera protagonizar, o de la que ser parte,
con los reflejos del personaje que quisiera ser.
Ilusión,
o espejismo, que se sostendrá hasta que descubra que todos y todas,
en sus presentes, añoran otro tiempo, otro pasado, en el que
proyectan la ilusión de sentirse en su propio mundo, que no esté
marcado por la decepción, la frustración o la falta. Un mundo al
que no haya que combatir para no ser avasallado, o en el que no haya
que renunciar a lo propio, a lo que se es, para simplemente
sobrevivir como una función
que
se adapta por necesidad. Esa ilusión reaviva la sensación de que
aún dispone de aliento vital y de que aún no se ha convertido en
una petrificada apariencia adaptada a una realidad anuladora. Puede
ser como quiere ser en el propio presente sin plegarse a las
voluntades escénicas de los demás, los guiones de vida que otros
implantan o imponen (como su novia, o la familia de esta). En Vicky
Cristina Barcelona
la indefinición y las dudas sentimentales de las dos protagonistas
cautivas de una maraña de proyecciones y modelos (sentimentales y
pasionales) colisionaba con su propia inconsistencia, al no saber
discernir ni percibir lo que una realmente es, y qué es realmente lo
que se desea y quiere, extraviadas en su mirada turística
o cautiverio de una idea ( sin conexión con lo real), figuras
errantes al final en busca de un nuevo escenario que sea menos
ilusorio, no un parque
fantástico
de figuras fuera de lo corriente (que han revelado su condición de
apariencias, representaciones sin consistencia real).
En
Midnight
in París,
Gil realiza un aprendizaje en el que toma consciencia de que no había
dos opciones, como no había dos mujeres, cada una en un tiempo,
entre las que elegir, Inez y Adriana (Marion Cotillard) porque era
una ilusoria escisión, entre un presente insuficiente y un pretérito
fantasioso. Un aprendizaje que le posibilita enfocar la mirada hacia
otra realidad que es un posible y con substrato real: Gabrielle (Lea
Seydoux), la chica francesa del presente, en otro espacio, París.
Ahora, su mirada está en movimiento, capaz de elegir su propio
espacio y de generar su propia voz, enfrentado a lo incierto de su
futuro, pero abierto a lo posible (por eso, la secuencia final, con
Gabrielle, acontece en un puente), gracias a su mirada despierta y
despejada, desprendida de la falacia de enajenadores modelos e
ideales en los que proyectaba su insatisfacción, su parálisis
vital. Ahora se embarca en la aventura del quizás, una singladura en
la que abundan los imprevisibles recodos.