miércoles, 2 de noviembre de 2022

No es país para viejos

 

En las secuencias finales de No es país para viejos (No country for old men, 2007), se apuntala, a través del personaje del sheriff Tom Bell (Tommy Lee Jones), la desolada melancolía y el desvalimiento vulnerable de quien no entiende el mundo sin piedad en el que vive, rasgado por la violencia, la codicia y la ambición, y una desesperante aleatoriedad, representada en las monedas que lanza Chirguth (Javier Bardem), y que pueden determinar la muerte o no de alguien según de qué lado caiga. La trama del sentido, de la narración y de la vida, se desintegra o difumina en un universo definido por la absurda y, a veces, fatal aleatoriedad. No hay realmente dirección. A Llewellyn (Josh Brolin) le marca fatalmente el hecho de llevarse el dinero que encuentra por azar cuando se topa con una masacre resultado de un enfrentamiento (por dinero). Decide llevarse una bolsa rebosante de miles de dólares. La ironía es que comenzará su vía crucis por volver esa misma noche para ayudar al único superviviente de esa matanza (con la intención de suministrarle agua). Su destino queda marcado por el peso de una sombra, el de la codicia, aunque su decisión esté más bien determinada por la necesidad, por la carencias, como condensa ese prodigioso paseo previo por un paraje desierto en busca de una presa que cazar, persecución que anticipa la inversión de su circunstancia, cuando no sea el que persigue un venado, sobre el que pende la sombra de una nube, sino que él será el perseguido por quienes pretenden recuperar el dinero. A Llewelyn le marca (como la que se quema en el cuerpo de una res), como fatalidad, una decisión determinada por la desesperación. Y la desesperación, esa que segrega como una toxina la precariedad, ofusca. Sientes que tu vida discurre por un desierto, cual figura invisible por inadvertida e intercambiable con tantos que sobreviven precariamente, encuentras un espejismo de oasis (como representan esos dos árboles bajo el que encuentra el dinero junto a un cadáver) y piensas que ya no necesitarás perseguir tus ilusiones. Pero todo aparente atajo puede contener sombras movedizas en las que hundirte. O un señalizador oculto entre los billetes que puede ser rastreado por el localizador de su perseguidor. Aún así, Llewelyn no está dispuesto a que esa sombra invisible que le persigue se corporeice y acabe con su vida. El mismo Chirguth, el asesino a sueldo que le perseguirá de modo implacable, explicitará ese juego con lo visible y lo invisible en el despacho de quien le contrata, cuando el subalterno le pregunta, tras matar al jefe, si le va a matar también, y él responde ¿Me ves?. En la última secuencia un coche aparece desde el fuera de campo, de la nada, estrellándose contra el de Chirguth (quien no lo había visto ya que sólo se fija en que el semáforo está en verde), dejándole malherido: Ni la encarnación de la inclemente aleatoriedad se libra del mismo. En la secuencia en la que Chirguth entra en la casa de Llewelyn, se sienta en el sofá y contempla su reflejo sombrío en la pantalla apagada de la televisión. Secuencias después Bell también mirará, del mismo modo, su reflejo. En varias secuencias, las figuras de los tres personajes son sombras.

Los tres personajes principales no llegan a verse, casi ni cruzan sus destinos, como hilos deshilachados de un desierto vital sin sentido. O llegan a cruzarse pero sin verse a cara a cara, como la antológica secuencia del ataque de Chirguth a Llewellyn, en el hotel y posterior persecución en la calle, que supera los cinco minutos, un prodigio de montaje, por la afinada duración de los planos, por cómo se genera una tensión latente y una expectación, y por cómo se modula sobre el inspirado trabajo con el sonido, o su ausencia, desterrando cualquier uso de la música, lo cuál incide en acentuar esa sensación de vulnerabilidad, de incertidumbre, en la relación con un imprevisible fuera de campo, ese espacio más allá de la puerta de la habitación de Llewellyn. Es una secuencia que condensa el extraordinario montaje de una narración fundamentada en acciones y miradas, rastreos, extracciones de balas en cuerpos o minuciosas estrategias para no hacerse visible y a la vez esconder la bolsa con el tesoro anhelado. Cuerpos en acción o desplazamiento, cuerpos que huyen o que buscan. No es país para viejos es un raro prodigio de precisión narrativa, nada sobra y nada falta (el montaje, una vez más, es obra de los mismos Hermanos Coen bajo el seudónimo de Roderick Jaynes).

En esa secuencia, Llewelyn, casualmente, ha descubierto entre los billetes el transmisor que ha facilitado que le tuvieran localizado. Por tanto, sabe que alguien puede aparecer en cualquier momento. Escucha unos imprecisos ruidos en la distancia, en el piso de abajo, en la recepción (¿Ha invocado él la figura de la fatalidad?). LLama a recepción pero nadie contesta. Coge su fusil. Se sienta en la cama, observando la puerta. Apaga la luz, y se queda a oscuras, pendiente del haz de luz bajo la puerta. Observa el transmisor, la guía hacia él, y escucha cómo se intensifica un sonido agudo de un localizador que se aproxima. Las sombras de unos pies se insinúan bajo la puerta. Quita el seguro de su fusil, un ruido que le delata. Los pies desaparecen, y ve cómo apagan la luz del pasillo. Ahora él no controla la situación. Ahora él no ve. La cámara realiza un lento travelling hacia su rostro, cautivo de lo impredecible, y otro hacia la puerta envuelta en la oscuridad, dilatándose la duración del plano hasta que el cerrojo sale disparado y golpea su pecho. Ya sólo resta, de nuevo, la huida. El sonido de los disparos del fusil de cámara compresora surca el espacio de la noche. Llewellyn corre como si fuera una res que escapa del matadero. Y su perseguidor, precisamente, usa un arma para sacrificar ganado. La ciudad es una serie de calles vacías. La única presencia humana es un conductor cuyo cerebro será traspasado por el impacto del disparo de Chirguth. Por una vez, Llewellyn sortea a la muerte, e incluso deja herido al perseguidor.

Pero su muerte ya estaba anunciada. No es casual que nos omitan su muerte: el fuera de campo, permanente amenaza, lo ha hecho desaparecer, la nada de la que pretendía huir, lo ha devuelto a ese desierto de la invisibilidad del que quería liberarse, como el rostro final del sheriff (quien, precisamente, es testigo de cómo huye la furgoneta que conducen los que han atentado contra Llewelyn), ya ha quedado demudado en una ausencia en vida: no hay hogar posible, sólo la intemperie de la imprevisible amenaza de la violencia. El cuerpo visible deviene espectro. No es país para viejos, adaptación de la homónima novela de Cormac MacCarthy, es una narración definida por su gradual extrañamiento, como si nos internáramos en un ominoso paisaje lunar, en el que un alienígena, de expresión desorbitada permanente, Chirguth, se desplaza con un arma que sacrifica ganado, en busca de una víctima que puede ser cualquiera. Depende de con quién se cruce y, en ocasiones, de lo que dicte una moneda. La narración, abstracción abisal, se caracteriza por una atmósfera vital tan agreste como los paisajes en los que parecen incrustados los personajes, como insectos que parecieran intentar sacudirse el ámbar que les atrapa.

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