miércoles, 12 de octubre de 2022

El apartamento

 

El apartamento (The apartment, 1960), de Billy Wilder, nos sitúa en el espacio de la ciudad empresa. CC Baxter (Jack Lemmon) trabaja en una compañía de seguros, Consolidated life. La empresa es definitoria por extensión de los atributos de esta sociedad moderna, de una civilización capitalista (dictadura económica) dominada y regida por el cálculo, la conveniencia y la instrumentalización. La oferta es la comodidad, la previsión y el control. El suministro de la ilusión de una vida que se siente consolidada. Un espacio público y privado dominado, protegido y funcional. Es el mundo de la programación y las estadísticas. Rinde pleitesía a la satisfacción de los conservadores y codiciosos instintos primarios, a la (auto)complacencia de una permanente disponibilidad (en el tener y el poseer: poder conseguir todo lo que se desee, y sin trabas: niños con grandes juguetes de exclusiva propiedad). Una ciudad narrativa definida por las líneas verticales, las del ascenso en la jerarquía y la detentación de los privilegios, que condicionan y definen las relaciones de dominio y subordinación, y las tramas paralelas, las de las líneas compartimentadas en la distribución del espacio público (funciones) y del espacio privado (doblez moral, el cultivo de la hipócrita imagen pública y las actividades clandestinas). Tanto en las relaciones en el ámbito laboral como en el privado las mujeres tienen una posición subordinada como funcional (dependiente de la voluntad o necesidad-capricho del hombre).

CC Baxter es un ser anónimo (su identidad es irrelevante, como la de tantos otros, cuya posición queda bien definida en la composición escenográfica del sobrehabitado espacio de su oficina; es un pobre diablo, como le define uno de los directivos). Es un amante de las estadísticas: él mismo es un número, una mesa en una sección de un departamento de un piso de un rascacielos. No tiene espacio propio (piso), o no en exclusividad, ni tiene mujer propia (está solo). Baxter cede la llave de su apartamento para el disfrute sexual de sus superiores en la empresa, mediante una minuciosa organización de horarios como si de institución escolar se tratara, para así lograr acceder a la consecución de la posesión un despacho propio y la correspondiente llave del lavabo de directivos. La cesión de una llave puede posibilitar la consecución de otra que dispone de atributos distintivos. La cesión del espacio propio puede posibilitar la consecución de un espacio propio, distintivo, en la empresa. Intercambios interesados, acuerdos tácitos, cláusulas de contrato: la llave para alcanzar la posición anhelada en la pirámide jerárquica. Se vende a sí mismo (su espacio íntimo), deja habitar y poseer su espacio propio, delega su vida (ya que otros disfrutan de lo que él no disfruta), para la consecución de una posición destacada en el espacio público, en la jerarquía laboral y económica (ser directivo es ser algo, y alguien, ya que tiene nombre en la puerta: la identidad es la posición).


Baxter es un hombre sensible. Es el único que se quita el sombrero (ante una mujer), cuando entra en el ascensor, como señala Fran (Shirley MacLaine). En la soledad de su hogar (de comida recalentada y raquetas de tenis que ejercen de colador), desea disfrutar con el melodrama Gran hotel (1932), de Edmund Goulding, antes que con los agitados westerns repletos de persecuciones, peleas y tiroteos (lo que el lugar común, respectivamente, identifica con las prioridades en los gustos de mujeres y hombres). Pero subordina su sensibilidad a las necesidades de ascenso (al fin y al cabo, lo que todos se ven impelidos a desear y necesitar). Ante los directivos actúa, siguiéndoles el juego, como si corroborara y compartiera su misma carencia de sensibilidad, sobre todo con respecto a cómo consideran a las mujeres (la adaptación es otra de las llaves: hay que actuar de acuerdo a un rol en un marcado escenario). Se adapta por interés y pusilanimidad. Como acepta que sus vecinos piensen que él es un conquistador sin escrúpulos que dispone de múltiples amantes. El patetismo de sus aspiraciones de ascenso socio laboral se condensa en ese bombín que se compra para portar cuando ya es ascendido y dispone de un despacho propio. Un fetiche de distinción, asociado con la estructura social clasista británica. Todo se reduce a una cuestión de clases, o posición, aunque en la sociedad estadounidense se suponga que no existen formalmente como en la británica.

La ironía punzante es que Fran, la mujer que Baxter ama anónimamente (ella no lo sabe), hace el amor en su piso, pero con otro: es la amante del presidente de su empresa, Sheldrake (Fred MacMurray). Fran es ascensorista, en mordaz correspondencia con los anhelos de ascenso de Baxter. Doble ironía que remarca la prostitución de su espacio íntimo y de sus sentimientos e ideales nobles en mor de su arribismo social. Un recurso dramatúrgico excepcional tanto en el orden narrativo como simbólico. La señalización del descubrimiento de esa realidad constituirá una crucial encrucijada en su proceso de toma de conciencia. Acontece en el ecuador de la narración. Un espejo roto supone la toma conciencia de Baxter. Para él supondrá la revelación de que la mujer de la que está enamorado es la amante de su jefe, aquel que representa sus aspiraciones laborales. Y la revelación a través de su propio reflejo quebrado de su propia condición (con el bombín como emblema de su presunción), ya que está posibilitando, por la cesión/prostitución de su piso, a que quien rige la empresa disfrute del amor con la mujer a la que aspiraba a disfrutarlo. Recuperar su propio espacio (ya no alquilable) supondrá renunciar a las aspiraciones arribistas. La dignidad es una cruda recompensa en un mundo cruel y beligerante (competitivo). El giro decisivo dramático acontecerá con el intento de suicidio de Fran en su apartamento la misma Nochebuena (correlato simbólico de la prostitución subordinada y suicida de la nobleza de Baxter: está matando lo mejor de sí mismo). Fran ha constatado que ella no era más que una mercancía de carne para Sheldrake, no más, un divertimento clandestino, una más en la circulación de amantes sucesivas, mientras Sheldrake mantiene la conveniente y publicitaria (en eufemismo, respetable) imagen social con la familia y sus atributos más convencionales dentro de un ámbito de privilegios y lujos: la realización material, la imagen moral (falaz). Sheldrake actúa como un resorte, ajustado a un instituido rol social, es decir, como se supone que debe actuar un hombre, como un buen vendedor para encandilar a su objeto de su deseo con ilusorias promesas, y así disfrutar de las aventuras a las que todo hombre debe aspirar (y no ser un Lord Fauntleroy, o pequeño Lord, como llama con desprecio un directivo a Baxter cuando éste alude admirativamente a la integridad de Fran por parecer ser una excepción al rechazar y no plegarse a los deseos de un directivo, como se supone que hacen todas aceptando unas consensuadas normas instituidas de intercambio; ellas pueden acceder a los privilegios pero de modo indirecto, aceptando satisfacer los deseos de los directivos).

El plano final con Baxter (Jack Lemmon) y Fran (Shirley MacLaine), jugando a las cartas, ha sido considerado como la consolidación de una amistad que no implica el cumplimiento de las expectativas amorosas de Baxter. Únicamente, la alianza de dos seres heridos pero renovados. Perspectiva que limita la amplitud de su significación. Resulta más sustancioso contemplarla como la culminación del proceso de sensibilización y discernimiento de Baxter, y como contrapunto simbólico de conducta masculina a la que se practica y reproduce en su contexto sociolaboral. En la convalecencia de Fran, tras su intento de suicidio por la decepción amorosa, Baxter se ha convertido en su mejor amigo, compañero incondicional y servicial, un hombre atento que la respeta y sirve de apoyo, y cuida solícitamente. La actitud de Baxter en el plano final (cuando ella sonríe, tras su declaración de amor, y le dice que no le diga más y reparta las cartas, sin declaraciones explicitas de correspondencia, aunque su sonrisa...) expone un respeto al hecho de que cicatricen las heridas de Fran, paciente, respetuoso, considerado, tierno y compañero. Es la oposición al comportamiento depredador, instrumental y capcioso que representaban los directivos de la empresa. Para los cuáles las mujeres eran subordinadas, cumpliendo una función, ya sea como esposas, amas del hogar, o como amantes, en cargos jerárquicos inferiores, como telefonistas o ascensoristas. Baxter, de este modo, es el triunfador moral, el hombre digno.

Sí, hay cierta tristeza en la conclusión (dos seres heridos, desamparados y en estado precario, sin trabajo por rebelarse al estado de cosas). Es un mundo en el que no hay recompensa para la bondad o la generosidad ni la entrega, pero aún así, en ese espacio de orfandad, irradia entre ellos dos una ilusión cálida, la consolidación de una sintonía. Es un vitamínico gesto el suyo, disidente, pero anómalo (ya que cuántos se atreven, aun hoy, a realizar un gesto de ese calibre que les sume en la precariedad, motivo por el que el mismo sistema económico laboral subista sesenta años después). Son dueños de sus actos, aunque se enfrenten a un futuro de incertidumbre e inseguridad, porque se han salido de la casilla asignada. Todo es posible en su futuro. Inclusive, que el amor fructifique entre ambos. Es un final suspenso, necesitado de un tránsito de recuperación. No cierra puertas. Fran no necesita las prisas sino recobrar la confianza. Necesita desintoxicarse (al fin y al cabo ¿de quién estaba (o creía estar) enamorada, de la singularidad de una persona o de una idea, por tanto de una proyección?). Ha dado un primer paso, dejando plantado a Sheldrake, y corriendo impulsiva y sonrientemente por la calle, para reunirse con su verdadero cómplice, Baxter. (tras saber que éste ha renunciado a su puesto de trabajo como asistente personal de Sheldrake y se ha negado explícitamente a ceder la llave de su piso para que Sheldrake pueda disfrutar de nuevo de los placeres carnales con Fran). Como le dice Fran a Baxter enviará una tarta a Sheldrake todas las Navidades (es una forma de decir que es una historia ya finita, por alusión a lo que le contó Baxter sobre la mujer, por la que estuvo a punto de suicidarse, que le envía tartas cada Navidad). Dejar las máscaras y las vendas implica reencontrarse y renovarse. Ambos han vivido un aprendizaje. Otra forma de mirar y mirarse, de descubrir al otro y a sí mismo, de descubrir lo que realmente tiene valor. Fran ha descubierto al hombre con atributos, honesto, Baxter, desechando a su reverso, el hombre de la máscara (de unas promesas artificiales, abono para una íntima necesidad de un elevado deseo de amor, que se revela fantasía, impostura, engañoso canto de un sireno) que representaba Sheldrake (la doblez hecha cuerpo). La dignidad en el amor está en una actitud. No en una figura fascinante detentadora de los atributos del poder y del triunfo. Baxter ha elegido el amor a la previsión y la codicia. Ambos han dejado de lado las idealizaciones fantasiosas (el arribismo laboral de él, las intoxicaciones de proyecciones sentimentales en falsos príncipes de ella), abiertos a las heridas del conocimiento. Un paso a la madurez en una nueva circunstancia vital definida por la incertidumbre, y la apuesta por los sentimientos nobles, por la propia autoestima y la consideración de la voluntad del otro. Sí, ambos jugarán a las cartas, que ahora reparte Baxter con su voz propia y consecuente con su nobleza recuperada. Son compañeros de apuesta y nueva travesía vital. Si el amor no crece aquí...


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