lunes, 26 de septiembre de 2022

Yo confieso

 

Hay una excepcional secuencia en Yo confieso (I confess, 1953) que es modélica corporeización (condensación) visual, a través de acción, esto es, del uso de los objetos y espacios y miradas, de un proceso interior (de pensamientos) o debate o forcejeo emocional. Aquella en la que el padre Logan (portentoso Montgomery Clift), que sabe va a ser detenido, erra a la deriva por las calles, mientras la policía le rastrea, ya que piensan que quiere darse a la fuga. Logan se cruza con la imágenes que le rodean: un afiche de una película en la que un hombre esposado, detenido, entre dos policías y un maniquí con un traje corriente, que reflejan y condensan su miedo y la tentación de huida, o la imagen en primer plano de una estatua que representa el calvario de Cristo, su vía crucis, y al fondo del encuadre, la figura minimizada (impotente, desesperada), del padre Logan caminando por la calle (en su particular calvario o via crucis). En ese momento, Hitchcock realiza un intenso cambio de (tamaño de) plano. La cámara realiza un impetuoso travelling hacia Logan, que se apoya contra la pared, a la par que se echa las manos a su rostro. Por último, entra en una iglesia. El primer plano de su rostro manifiesta tanto la indefensión como, en el contraplano que representa el interior de la iglesia, la búsqueda de una respuesta. Una elipsis, su entrada en el despacho del inspector Larrue (Karl Malden), condensa su determinación, la convicción que le había mantenido firme hasta entonces, la de no delatar a un asesino, Otto (O.E Heller), porque se lo había revelado en secreto de confesión.

Hay otra secuencia que es admirable ejemplo de otra de sus particulares formas de plantear la planificación, que no tiene igual en la historia del cine, y que ha resultado inimitable su estilo por mucho pastiche que se haya realizado arrogándose la afiliación hitchcockiana: quizá solo Sam Peckinpah, otro de los cineastas que más potencia expresiva ha extraído de los primeros planos, o en concreto de la interacción de miradas. Peckinpah realizaba, o más bien montaba, una de sus más excepcionales secuencias, en Grupo salvaje (1969), sobre el proceso de pensamiento de Pike (William Holden), en el prostíbulo, mientras contempla a la chica y a un pajarito en el lecho, que culmina su decisión de apoyar a su amigo cautivo de las huestes de Mapache (Emilio Fernández), decisión que transmite a sus compañeros solo mediante la mirada. Ese tipo de secuencia era habitual en Hitchcock, véase la secuencia en Encadenados (1946) en la que el personaje de Ingrid Bergman se percata de que la están envenenando gradualmente; la planificación se sustenta en las miradas que dirige ella a objetos o a otros personajes y en su progresivo discernimiento. En otra magistral secuencia magistral de Falso culpable (The wrong man, 1956), una de las cumbres de su arte, en la que la planificación casi ignora la conversación entre el abogado (Anthony Quayle), y Balestrero (Henry Fonda), sobre su caso, sino que se centra, en cambio, en los primeros indicios claros del tratorno que empieza a sufrir la esposa, encarnada por Vera Miles, en la expresión de ella o en la mirada del abogado que, mientras habla con el marido, se va percatando de la expresión ida de la esposa. En la secuencia de Yo confieso, en la que Logan desayuna en compañía de los sacerdotes de su parroquia, mientras la esposa de Otto, Alma (Dolly Haas), les sirve el desayuno, la planificación se desentiende de los otros dos sacerdotes, que conversan, centrándose en las expresiones de Logan, abstraido y pensativo, y la esposa, preocupada por cómo reaccionará Logan o qué decisión tomará con respecto a la confesión de su marido, incertidumbre magníficamente condensada en los planos desde la perspectiva de Alma, como el de la nuca de Logan sobre la que la cámara realiza un envolvente (explorador) travelling semicircular ( como si fuera la mirada de Alma intentando rastrear en la mente de Logan). Ese tipo de planificación, atento a una circunstancia emocional, es una de las señas distintivas del cine de Hitchcock. La realidad no se resgistra, depende de cómo se experimente.

Logan, como Balestrero, es otro hombre erróneo (Wrong man), o falso culpable, que sufrirá un calvario, una deriva sin dirección, hacia el abismo, por la falta de dirección (discernimiento) de los demás ante las más que falsas, equívocas, apariencias. La vida se teje y trama sobre equívocas superficies, movimientos sin dirección y miradas erradas, ofuscadas. El título original de Con la muerte en las talones, North by Northwest alude a una dirección que no existe en la brújula; recuérdese las ofuscaciones o desenfoques (movimientos sin dirección) de las proyecciones sentimentales/amorosas de los personajes de Fontaine, Peck o Stewart en Rebeca (1940), El proceso Paradine (1948), Vértigo (1956), o los desvíos de las direcciones, perspectivas y decisiones, de los personajes de Janet Leigh y Tipi Hedren en Psicosis (1960) y Los pájaros (1963) por su arrogancia y ofuscada frustración, respectivamente. En la secuencia inicial de Yo confieso se resaltan en varios planos de las nocturnas calles vacías de Quebec unos letreros que indican Dirección; secuencia que culmina con un plano de la cámara entrando en una casa en la que un hombre yace muerto en el suelo, y otro de una sombra, con hábito, que se aleja por la calle ( y que unas niñas dirán más adelante haber entrevisto). Las apariencias (equívocas), un hombre con hábito, y una imagen intrigante, Logan, en el escenario del crimen a la mañana siguiente, acercándose a una mujer, Ruth (Anne Baxter), con quien, tras decirle algo, se aleja, levantan las sospechas del rígidamente suspicaz inspector Larrue, representante de esa obtusa mirada policial ( y no sólo literal en relación a los policías, sino en un sentido metafórico, en relación a la mirada policial, controladora, prejuzgadora y suspicaz) que Hitchcock ha puesto en evidencia de modo implacable en su cine. ¿Es usted humano? le pregunta en cierto momento Ruth, por su obstinación en desentrañar lo que contiene, y oculta, aquella imagen de Logan y Ruth en la acera de enfrente de la casa del asesinado. Mordaz detalle: cuando Larrue se percata de ese encuentro, la cámara encuadra la nuca del asesino, Otto, con el que está hablando Larrue, cuyo rostro asoma en el encuadre, al inclinarse para observar a la pareja fuera; un movimiento sin dirección: tiene delante al asesino pero se fija en un detalle que cree que le llevará en dirección a quien cree que puede ser el asesino, Logan.

Por otra parte, Hitchcock expresará de bella manera cómo Ruth oculta algo: cuando Logan y Ruth conversan por teléfono para citarse, a ella no le vemos en el encuadre, oculta por el sofá; en cambio, en el plano de él, frontal al fondo se ve a Alma, que representa la cuestión que se dirime en Logan, lo que se cierne como dilema sobre él. Lo que oculta Ruth, hermosamente expresado en un excelente flashback, es un sentimiento amoroso, el que sentía, y aun siente, pese a estar casada con el político Pierre (Roger Dann), por Logan (que al volver de la guerra optó por hacerse sacerdote, aunque ella ya se hubiera casado al no saber de él durante largo tiempo) que Hitchcock logra hace sentir, cuando acaba el interrogatorio, como si hubiera sufrido una violación: Larrue no busca comprensión, la verdad, busca indicios que le ayuden a encontrar un motivo que justifique su obcecación en acusar a Logan, e irónicamente, la confesión de su doliente amor, y su decepción vital, exponiéndose a otros, por parte de Ruth, que ha tenido que contar para explicar por qué estuvo con Logan la noche del crimen, se lo facilita; Larrue ya sabía desde un principio del interrogatorio que no servían de coartada las dos horas que había pasado con Logan esa noche, ya que el análisis forense había modificado el cálculo de la hora de la muerte, media hora más tarde).
El cine de Hitchcok ha sido calificado con tino como cine de la crueldad, tanto por sus estrategias narrativas (las divergencias entre lo que sabemos los espectadores, lo que saben los personajes y lo que sabe el autor; en este caso que sepamos desde un inicio quién es el asesino y asistamos impotentes a la progresiva crueldad y falta de discernimiento de los que rodean al falso culpable, y más acusadamente, cuando alguien tiene esa mirada sin dobleces, tan frontal y limpia, como es el caso de Logan/Clift) como por exponer como pocos la inconsciente o consciente capacidad cruel del ser humano, y en este caso no sólo del rígido y severo inspector sino de alguien que parece más desapegado, caso del fiscal Robertson (Brian Aherne), bien descrito en su superficialidad o ligereza en las secuencias que le presentan, cómo se alegra su rostro cuando le dicen que dos testigos son dos chicas, para decepcionarse al ver que son niñas, o luego su imagen en la fiesta haciendo equilibrios con una copa de champán en su frente. Pero en el juicio no se andará con delicadezas con la que se supone que es su amiga, Ruth, cuando la interroga en el estrado. De nuevo, su interrogatorio no parece buscar la verdad sino presentar los hechos de un modo que sus apariencias resulten, por las pruebas circunstanciales, incriminatorias para Logan.

Con respecto a la crueldad, lo individual se amplifica a lo colectivo, con la reacción de la masa de gente, ciega, furibunda, que se agolpa contra Logan al salir del juicio, aunque haya sido declarado inocente (con dudas, por parte del mismo juez; hasta el juez deja en evidencia su capacidad de discernimiento). Es el calvario o vía crucis hasta el abismo, negado y despreciado por casi todos. No deja de ser significativo que se desvele para los otros personajes la verdad, el por qué Logan ha actuado como lo ha hecho, junto a un escenario teatral, bajo el que está apostado con una pistola Heller. La vida como representación, enmarañada por las escenificaciones, mentiras, simulaciones u ocultaciones, la incapacidad de discernimiento y la acusada capacidad del ser humano para sugestionarse y proyectar errada y ofuscadamente. Es un sublime momento de dolorosa catarsis cómo resuena la revelación a través de las miradas de los que rodean a Logan, la expresión liberada de Ruth, y la atónita de Larrue que comprende lo que había sido incapaz de imaginar, que alguien llegue a poner en peligro su vida por mantenerse firme en sus convicciones. Un investigador, supuesto descifrador de la realidad, incapaz de descubrir la verdad, cautivo de sus prejuicios (de una mirada sin dirección), frente a un hombre que había preferido sufrir un calvario por no revelar una verdad que, realmente, era visible, manifiesta, en su mirada, en su semblante.

Alfred Hitchcock ya tenía en mente la idea de realizar la película desde que durante la década de los treinta fue espectador de la representación teatral de Nous deux consciences (Nuestras dos consciencias), de Paul Anthelme, publicada en 1902. En 1948, Hitchcock y su esposa Alma Reville escribieron un primer tratamiento. El proceso de preparación se alargó durante ocho años, con la participación de doce guionistas, como, ya en las últimas fases, Barbara Keon o William Archibald, quien fue requerido por Hitchcock tras que George Tabori, quien pretendía que la obra fuera también un comentario crítico sobre la persecución de la Caza de Brujas a través de la presión que sufre Logan para que revele, o confiese, lo que presuponen es la asunción de su culpabilidad, se negara a realizar las modificaciones exigidas por la Warner. Como temían que determinaran una reacción negativa por parte de los espectadores, y por tanto, que fuera un fracaso en taquilla, exigieron que fuera suprimido que Logan y Ruth habían tenido un hijo y que Logan, finalmente, era condenado y ejecutado, como previamente habían rechazado la propuesta de Hitchcock de que la protagonista estuviera interpretada por la actriz sueca Anita Bjork, quien le había impresionado en Miss Julie (1951), de Alf Sjoberg, porque al llegar a Estados Unidos con su pareja e hijo no causó buena impresión que no estuviera casada. También las instancias religiosas católicas de Quebec (donde se rodó la película) aportaron su dosis de censura que supuso la eliminación de un par de minutos y medio de metraje (relacionados con la noche que pasan juntos Logan y Ruth y su beso). De todos modos, pese a tantas reticencias, la película fue un fracaso en taquilla, e incluso de crítica, aunque fuera admirada por críticos franceses, en particular, Eric Rohmer. Hitchcock, años después, achacaría la escasa receptividad del público a que fuera excesivamente solemne, sin sus característicos contrapuntos humorísticos. Ciertamente, es una de las obras más graves y severas de Hitchcock, junto a las también magistrales El proceso Paradine y Falso culpable.

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