lunes, 22 de agosto de 2022

The Terence Davies Trilogy

 

Trilogy (1983), de Terence Davies, conjuga tres cortometrajes Children (1976), Madonna and child (1980) y Death and transfiguration (1983), que conforman el trayecto de una vida, la de Robert Tucker, trasunto de Davies, a la que caracteriza la brutalidad como dinámica y el dolor como térmica. Es una narración que constata un colapso y una sublevación, el cortocircuito de la opresión de una educación católica y de la estigmatización de la homosexualidad, que dejó de ser delito en Inglaterra a inicios de los sesenta. Es un relato sobre la abundancia de sombras asfixiantes entre las que el cuerpo era la promesa de luz, aunque su vivencia se viera abocada a la clandestinidad de las sombras. Es el primer logro de la soberanía de la belleza orquestada por un cineasta cuya inspiración no provenía de la instrucción académica sino de la intuición. Es la primera obra que deja constancia de la singularidad de un cineasta que utiliza, como pocos, con excelso ingenio expresivo, los recursos cinematográficos, en particular, el montaje, mediante asociaciones (acorde a la constitución de la memoria), pero también las elipsis, el fuera de campo, los movimientos de cámara o el sonido (y en particular, las canciones, en la vertiente diegética, cantada por personajes, o no diegética, en la banda sonora, cuyo recurso expresivo se fundamenta en el contraste, entre lo ordinario y lo sublime, entre lo que es y lo que se anhela o añora).

En Children concurren diversas violencias. Violencia infantil, violencia estructural (prejuicios y discriminación), violencia institucional (educacional) y violencia familiar. El plano picado inicial de Children nos introduce en un patio de un colegio; la disposición de los niños, su actitud, sus movimientos, delatan una tensión, una confrontación. Tucker es objeto de burlas y humillaciones por su naturaleza homosexual. En el aula, también se señalizan, como código de circulación, las relaciones de poder que determinan unas posiciones en la jerarquía; la amenaza, por parte del profesor, de infligir un castigo, una violencia, como forma de instituir, implantar, una subordinación o sumisión. En el hogar supuran la pesadumbre, el resentimiento, la agresividad de un padre que es grito y puño. Su dolor y desesperación, como evidencian sus contorsiones desesperadas antes de que sea aliviado por la inyección de la enfermera, se torna cólera. Los estallidos de violencia del padre, sobre todo con la madre, son como las arcadas de la bilis de la frustración (descarga de la impotencia y la amargura). La madre, en cambio, es abrazo en la intemperie, lágrimas en un trayecto que es inmóvil.

Davies alterna tiempos, pasado y presente, como si fueran lo mismo o no haya más variación que el cambio fisiológico por el paso de la edad: los planos del presente de un joven Robert son incrustaciones, como si fueran cicatrices no cerradas, como refleja su expresión deshabitada, como si viviera un tiempo fracturado, como fracturadas están sus entrañas: ese planos de un intenso y cerrado tráfico, con Robert intentando cruzar la calle, una figura minimizada en el plano, como si no hubiera logrado, con el paso del tiempo, lograr integrarse en la circulación de la vida ordinaria, como evidencian las conversaciones con un terapeuta que espera que ya se sienta capacitado para retornar al trabajo o que ya sienta deseos por las mujeres. Son las consecuencias de un daño sufrido en la infancia. La huella de un vacío, o vaciado, como reflejan los planos de las aulas vacías. Las transiciones entre planos reflejan la condena de una continuidad que es inmovilización: El Tucker joven espera en la parada del autobús, y en el pasado también el Tucker niño junto a su madre; un dilatado plano lateral encuadra a ambos mientras el autobús se desplaza, hasta que acontece el cambio de plano, a uno frontal, acompasado a los sollozos de la madre. Los acontecimientos palpitan en las heridas y la falta. El autobús de la infancia se aleja en una de las calles que se parecen unas a otras. Un último plano encuadra al joven Robert, en un plano picado, descendiendo del autobús. Aún sigue atrapado en un pasado que es dolor, condensado en el plano de cierre de Children, un plano de alejamiento que le encuadra, minimiza, cuando era niño, en la habitación donde sollozaba en aquella prisión cuyos barrotes seguirán oprimiéndole porque es un lamento que se extiende en el tiempo. La circulación de su vida, en los primeros pasos de su juventud, sigue cautiva en ese bucle de dolor y desubicación.


En Madonna and child la institución reclusiva que toma el relevo es la desertizadora actividad laboral de contabilidad (como la que también ejerció Davies), convertido en número, función y apariencia. Satisface su deseo en la oscura clandestinidad, en las catacumbas de las sombras, esas que son estigmatizadas, como clavo ardiendo, por la represora instancia religiosa, el tétrico y desvitalizador catolicismo que sublima la renuncia y el padecimiento, la concepción de la vida como vía crucis a soportar con la cabeza gacha, definida por la negación de la sensualidad y el rechazo de la homosexualidad, calificada como aberración. En ambos espacios de vacío comprimido, el laboral y el religioso, la agonía de la compulsión de la repetición y la enfermiza y mórbida pulsión de muerte; por eso, convierte el castigo en placer (sexual), la oscuridad en refugio donde brota el grito del cuerpo convulso. Los planos iniciales de Madonna and child revelan el ansia de vuelo, de ligereza y movimiento real, confrontado con la gravidez de un dolor, de una atenazada inmovilidad vital o impotente congoja: las gaviotas, el ferry avanzando por el río, el movimiento de cámara hacia su rostro surcado por el llanto: movimiento quebrado por los recuerdos, lastres y garfios en sus entrañas. El único espacio de afecto, de calidez, lo encuentra con su madre, desplegado mediante una ternura mutua, aunque, a la vez, se destila, en los momentos que comparten, el pesar por la destrucción del paso del tiempo (los efectos del deterioro en el rostro y cuerpo de su madre, en su fragilidad progresiva).
Espacio de apariencias y encierro; espacio de deseo, las tinieblas: Un travelling lateral hacia la derecha, acompañado de música sacra (la música, en el cine de Davies, siempre es el espacio de lo sublime posible, de la vida anhelada, la belleza que se canta para conjurar las sombras que duelen, lo sublime confrontado con lo ordinario, o más bien lo rutinario), recorre las mesas en la oficina donde trabaja, desde su rostro hasta el de otra compañera, la cual le pregunta si ha hecho algo especial el fin de semana, a lo que él responde, grave y cabizbajo, que no. El siguiente plano lo encuadra en una de sus evasiones nocturnas, una sombra, ataviada con ropa de cuero, que intenta no hacer ruido al descender las escaleras para no despertar a su madre (aunque esté despierta y con expresión apesadumbrada, como quien se resigna a la tristeza furtiva de su hijo, en busca de un placer liberador). Otro travelling en la oficina, pero en dirección opuesta, se alterna con un plano de Robert intentado acceder a un club homosexual, sin que haya contraplano de quien le niega la entrada. Un espacio en el que está atrapado, obstáculos. La vida postrada en la negación, en la contorsión. Robert enumera con su confesor sus pecados, aunque omite el de su práctica sexual; en el siguiente plano, con la oscuridad como fondo, Robert abre la boca para iniciar una felación, una imagen que evoca el grito de Edvard Munch: la cámara encuadra sus manos asiendo el culo del otro hombre como si agarrara la vida con su grito. Soledad, angustia, ambiente moral y costumbres represoras que transpiran aire viciado; el cuero como uniforme sexual; la cámara se desplaza sobre iconos religiosos, mientras en off se escucha la conversación telefónica entre Robert y un tatuador, durante la que el primero le pide que le tatúe su pene, y brega con las reticencias del segundo; en otro sacrílego plano, lame el dedo índice de un amante, que extiende como Dios en la obra del techo de la Capilla Sixtina. Davies recurre al áspero sarcasmo para desentrañar la falacia del ritual de confesión, y su irrisoriedad, su falta de sentido, la vana ayuda que pueda reportar, la inconsistencia de una guía y orientación, a través del plano intercalado de una confesión en su niñez: Robert, en la oscuridad, equivoca la posición del confesor que irrumpe detrás suyo para orientarle.

Death and transfiguración es el último tramo, que culmina con la muerte, de una vida que ha sido permanente forcejeo con la cosificación a la que ha sido sometida, en la que el cuerpo se ha abrasado entre convulsiones para no desaparecer del todo. Aunque su larga agonía, sus últimos estertores (una de los secuencias más sobrecogedoras y demoledoras que ha deparado el cine: el cuerpo que desaparece mientras alarga la mano hacia su divinidad, el cuerpo joven, la representación de la sensualidad), son la constatación de lo que ha sido su trayecto de vida, su agonía en vida, su derrota, por la sociedad represora, por el tiempo que ha degradado su cuerpo. Esa realidad que ha hecho de su vida un túnel, y que a él convirtió en una sombra. Death and transfiguration se inicia con el plano de un crepúsculo en la ciudad, prosigue con una comitiva fúnebre hasta el cementerio, un par del planos de Robert llorando mientras acaricia prendas de su madre, para culminar con el plano del horno crematorio en el que arde el féretro con el cuerpo de su madre. No se puede ser más fulminante en su sintética intensidad emotiva. Se alternarán planos de la vejez de Robert con otros de su madurez y su niñez. Las secuencias de su niñez reincidirán en la tierna relación con su madre. Ya en tránsito a una inminente muerte, a una incierta oscuridad, Robert se evoca vestido de ángel en una conmemoración escolar o recriminado por una monja en un pasadizo que oscurece la figura de la misma (las sombras que contaminaron su vida).

Se asocia un plano en el que Robert, niño, entra en el aula, y se escucha cómo es saludado por la maestra, con las palabras de la enfermera que le cuida en el hospital ahora anciano. La cámara se desplaza desde el rostro de expresión vaciada de Robert anciano, en su silla de ruedas, en el pasillo del hospital -mientras en off se escucha a un médico enumerar las características y consecuencias de su enfermedad neurológica -, hacia la ventana próxima, donde caen gotas de lluvia, retornando la cámara a su emplazamiento original para ahora encuadrar a Robert años antes, todavía en su edad madura, en una de sus primeras visitas a su anciana madre –en off, sobre este plano y el siguiente, un plano general que muestra a Robert entrando en su habitación, se escucha la conversación entre ambos en la que ella le insta a que no sufra con su desaparición. A continuación, enlaza con un plano en el que Robert es testigo de cómo fallece su madre, cómo se desvanece delante suyo. Su mirada se apaga, sus ojos se cierran, como un telón que se corre. Pocas obras han reflejado, con tal potencia dramática y emocional, con tal ingenio expresivo, la intemperie, el extravío y el desarraigo vital de una vida truncada, desolada, sojuzgada y subordinada, conjugada con la proyección del anhelo de una existencia (de una forma de habitar la vida) realizada en la exuberancia de las emociones y los sentidos, en la fusión de la complicidad de los cuerpos, del deseo y la ternura.

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