miércoles, 31 de agosto de 2022

El señor de la guerra

 

La cámara se mueve a ras de tierra sobre un terreno cubierto por casquillos de bala, hasta encuadrar a un hombre que da la espalda a la cámara, elegantemente trajeado, con un maletín en un mano; porta el uniforme de un indistinto ejecutivo o tecnócrata de cualquier empresa, el prototipo o emblema del depredador económico de hoy. Claro que no es lo que parece, o su dedicación no es precisamente convencional, en cuanto no legitimada. En cuanto se vuelve a cámara, se dirige al espectador, enumerando unas estadísticas, entre las cuáles destaca que una de cada doce personas en el mundo posee un arma, y su propósito, o misión, es que las otras once personas también posean una. Yuri (Nicolas Cage) es un traficante de armas. Los títulos de crédito se configuran sobre la circulación de las armas recorrido que concluye cuando una bala penetra en la frente de un niño africano. Con este punzante inicio, Andrew Niccol nos introduce rápidamente en materia de lo que será El señor de la guerra (Lord of the war, 2005), una sátira que con su aparente tono distendido, o sarcástico, nos ofrece una irreverente y desmontadora mirada sobre los despropósitos de esta sociedad capitalista. Y qué mejor que haciendo uso del punto de vista, apoyado en su relato a través de su voz en off, de un traficante de armas, para poner en evidencia los planteamientos morales, o la actitud, de este hombre que pudiera ser cualquier otro ejecutivo de alguna gran corporación, aunque su dedicación sea una reprobada socialmente como el tráfico de armas. Con este planteamiento se revela como un reflejo de esa otra actividad económica, supuestamente legitima, de las corporaciones empresariales, poder invisible que dicta, cual encubierta dictadura económica, los destinos de este mundo en mor de su voraz búsqueda del beneficio. Se define por una conveniente mirada desde las alturas (la distancia de la virtualización de la realidad como un mapa de estrategias, tratos y funciones) que no tiene en consideración las consecuencias en lo real (los cuerpos). En El señor de la guerra, la primera vez que Yuri comparte con su hermano Vitaly (Jared Leto) su idea de dedicarse al tráfico de armas lo hace en un tejado.

Item más, como queda en evidencia en los tratos bajo mano que establece con representantes del ejercito (como ese general de rostro indefinido, inspirado en el general Oliver North, quien fue juzgado por vender armas a Irán para conseguir dinero para apoyar a la Contra nicaraguense), su actividad ilegal se convierte en una vía clandestina a través de la que el propio gobierno norteamericano teja su red de creación de conflictos para rentabilizar sus intereses en eso llamado el mapa geopolítico. Andrew Niccol ya había incidido en este tono de satira, o en estos difusos limites de la identidad social, en su guion para El show de truman (1998) de Peter Weir, o en su fallida Simone (2002), obra de planteamiento interesante en la que un director de cine, dado que nadie valora sus inquietudes artísticas, crea una actriz por ordenador, que resulta que se convierte en todo un fenómeno mediático en la que todos creen que es real (Truman creía que su vida era real y no era sino un artificio, una mentira guionizada, Simone es una creación artificial que se convierte en todo un símbolo social porque la creen real). También su primera, y notable, obra, Gattaca (1997), se constituía en otra fábula sobre las imágenes perfectas, o identidades ideales, a través de esa alegoría en un mundo futuro en la que sólo los perfectamente genéticos pueden disponer de privilegios, como poder volar al espacio, lo que lleva al protagonista a tejer una estrategía para hacerse pasar por uno de ellos, esto es, mediante la usurpación de una identidad o condición que no le corresponde, dada esa discriminación por ser imperfecto.

La identidad de Yuri, hijo de inmigrantes ucranianos que ha crecido en el barrio neoyorkino de Brooklyn, también se puede decir que se mueve en territorios difuminados, no hay nada en su forma de ser que se desmarque con respecto a cualquier empresario o ejecutivo empresarial, su identidad o actitud no difiere en absoluto. O precisamente de ahí proviene el agudo y eficaz extrañamiento, el que no esté dibujado, ni investido, con rasgos caracterizadores ajenos a cualquier imagen social normalizada (neutra), ni con particularidades identitarias. De ahí que su anómala dedicación, en cuanto ilegal, se revele como otra actividad comercial cualquiera, sólo varía el producto que se vende. Y que su actitud sea intercambiable con la de cualquier otro empresario, falto de responsabilidad, que se define por la mezcla de cinismo con el autoconvencimiento de que él solo hace su labor comercial. Él no mata a nadie, no es responsable de lo que otros hagan con sus armas. Del mismo modo, su mujer (Bridget Monayhan) se esconde en el autoengaño, aunque intuya que su marido le mienta en todos los ordenes, y no sólo en cuanto a esa dedicación, ya que sabe que si se esforzara en escarbar la verdad dejaría de disfrutar de todos los lujos y privilegios económicos de que dispone (es algo que ya ella presupone desde un comienzo; quien no sabe puede actuar o vivir cómodamente en la negación). Ambos, a su manera, son representantes, por activa o por pasiva, de esa predominante actitud, en nuestra sociedad capitalista, fundamentada en el anhelo de disponer del mayor poder adquisitivo y lograr disfrutar de los lujos que el sistema ofrece. Como paralelo, por otro lado, a ese autoengaño en el que vive Yuri con respecto a las consecuencias de su tráfico de armas, es curioso cómo él justifica sus infidelidades remarcando que con su esposa es siempre algo único. Todo vale, para todo hay justificación, si se dispone de los bienes anhelados.

Por otro lado, su hermano Vitaly se convierte en la imagen o representación del malestar, ese que corroe a quien no soporta convertirse en engranaje de ese sistema, porque es consciente de sus consecuencias, y busca refugio en la insensibilizadora adicción a las drogas, hasta que no puede más y rompe su colaboración con su hermano (prefiere retornar a la discreta y más precaria vida de cocinero). Por eso, su regreso, en una puntual colaboración, dada la insistencia de su hermano, será fatal. No podrá soportar saber que sus armas serán empleadas, en Sierra Leona, para realizar toda una masacre (porque ve de frente, ante sus mismos ojos, quiénes serán esas víctimas; las víctimas potenciales, en este caso, no con una abstracción, un número, cuerpos que no puede ver cómo serán mutilados y asesinados). Su rebelión, claro, será infausta para él. Yuri en cambio prefiere no mirar, o no saber cómo o contra quiénes se utilizan sus armas. Cuando mata por primera vez no mira, el gatillo lo pulsa otro, su particular reverso, el dictador africano de Liberia, mientras sostiene su mano; de hecho, a quien mata, como si no lo matara (porque no mira) ,es a un competidor, podría haber dicho no, y evitar el disparo, si realmente no quería matarlo como le señala el dictador, con lo cuál el dictador materializa el deseo que él no quiere reconocerse. El dictador ejecuta lo que él desea pero no se atreve a hacer (y es quien acuña su definición con un incorrecto inglés, en vez de The war lord, the lord of war). Pero aunque Yuri mate o pase los dolorosos trances de la muerte de su hermano o de perder a su esposa cuando ésta descubra a qué se dedica (ella ya no puede justificarse en su inconsciencia de no querer ver la verdad, sería demasiado cínica),Yuri se sobrepondrá a todos estos avatares porque, al fin y al cabo, las cosas son como son ( o el engranaje funciona como funciona), y él no las podrá cambiar, el Sistema funciona así, y le necesita para sus negocios sucios en la sombra. Algo que tendrá que asumir su implacable perseguidor, el agente del FBI (Ethan Hawke), cuando descubra que es intocable. Yuri es otro sicario o esbirro (en la sombra) del poder, y lleva a cabo sus propósitos aunque sea con una actividad que no venda como imagen social (como él mismo señala, es Estados Unidos el mayor traficante de armas). En la posterior Good kill (2015), una de las controladoras de drones del ejército estadounidense pregunta si lo que realizan, cuando se despreocupan cada vez más de las muertes de civiles en los bombardeos planificados, no se puede denominar crímenes de guerra. En cierto momento Yuri dice que el mal prevalece porque los hombres buenos no actúan. Pero él mismo señala que esa frase no es correcta, o no lo es su segunda parte. Simplemente, el mal prevalece. Recuerda a la final de la magistral Seven (1995), de David Fincher. El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar. Estoy de acuerdo con la segunda parte.

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