lunes, 31 de enero de 2022
Mis textos en Dirigido por Febrero 2022
Sagitario (Acantilado), de Natalia Ginzburg
Sagitario (Acantilado), de Natalia Ginzburg, explora con agudeza las sombras, y las arenas movedizas, de la necesidad de sentir que se es protagonista de un presente que no deja de ser un acontecimiento (con mayúsculas). Esa necesidad de sentir que la vida no es una sucesión de rutinas que abren en canal la vida como una concavidad vacía. Esa necesidad de romper con esa trampa de exasperadamente familiares contornos que se siente como prisión, ya que el tiempo no existe, cada momento es la repetición de otro precedente, y el mismo espacio es una distorsionada presencia gastada por su condición de decorado de costumbre. Sagitario es el nombre de un sueño, el nombre de un establecimiento que se espera convertir en galería de arte, el proyecto de una mujer, la madre de la protagonista de Sagitario. El sueño de quien siente de que su vida en un pueblo de provincias es ya una cinta desgastada y rayada que chirría cada vez más con su estridencia silenciosa, y quiere que su realidad se asemeje más a una galería de arte en la que varían las exquisitas obras que se exponen. No quiere resignarse a que su vida sea una condena que asumir como un erial inexorable. Mi madre sintió entonces un gran vacío en su interior. En lo más profundo de su alma, en el mismo lugar en el que habían revoloteado todos aquellos hermosos sueños, ya no era capaz de encontrar nada. Más que nunca le invadía la sensación de hartazgo hacia Dronero, hacia aquel lugar del que se sabía de memoria hasta las piedras y en el que anidaban por todas partes primos y parientes, y ardía en deseos de vivir en una gran ciudad donde poder entretenerse con cientos de cosas, donde hasta pasear por la calle era una diversión.
Pero en la ciudad, cuando se decide a realizar ese traslado que propicie esa muda vital, esa opuesta sensación de habitar la realidad, o de sentir que realmente se habita la realidad, y no se es un cuerpo que parece arrastrarse como un mero mueble de esa realidad, colisionará con las mismas sensaciones en cuanto el espacio y el tiempo se tornen, de nuevo, repetición, paisaje y mecánica familiar. Había días en los que mi madre se aburría en la ciudad casi tanto como en Dronero. Se sabía de memoria todas las calles del centro. Se lo había recorrido arriba y abajo buscando un pequeño local y coqueto en el que poner la galeria de arte. Ansía sentirse distinguida y especial, no una mera sombra del decorado, una figura intercambiable con tantas otras que pululan por el mismo escenario una y otra vez. No quiere ser una figura marginal que desaparece como un eco más entre otras tantas figuras que pasan de puntillas, inadvertidas, por una realidad en serie. Encasquetaba sus opiniones sobre cualquier materia política y artística, con la esperanza de que la oyeran los otros clientes y entre ellos hubiera alguna persona culta y refinada que pudiese apreciar su espíritu y se interesara por ella. Pero no ocurría nada, y los días se sucedían siempre vacíos y sin sentido.
En ese estado vital de insatisfacción y frustración, la rabia se proyecta hacia el exterior. La negativa a mirarse como un fracaso, como la causa de ser una figura ordinaria más, deriva en la ofuscada descarga de culpas y responsabilidades en circunstancias o en otras figuras de su entorno, como si se sufriera una injusticia. El fracaso se debe a un impedimento o condicionamiento externo, a interferencias que dificultan que pueda ser, o que pueda ser advertida (porque ser es la apariencia de lo que representa para los demás), sin las cuales hubiera logrado sobresalir en el conjunto de la película social, como una obra de arte en una galería. Cuando comparaba las atrevidas fantasías que había acariciado con la vida monótona que llevaba ahora, trataba de encontrar el sentido de aquella injusticia que le había tocado vivir. No sabía bien a quién culpar de aquella injusticia. Pero esa pertinaz insatisfacción también determina la posibilidad de ofuscarse. Por cuanto, la obcecación por desprenderse de los lastres de sus rutinas puede determinar la ofuscación de no saber discernir. El autoengaño puede invocar a los engaños. La necesidad de sentirse alguien puede invocar las imposturas. No verse como una imitación puede determinar que los brillos de cómo se ansía ver cieguen el discernimiento de una realidad que tampoco es lo que parece, o cómo se presenta, y que incluso se revele como unas traicioneras arenas movedizas, pantanosas como es toda doblez. Ya queda insinuado en el hecho de que la mujer que ella piensa que puede ser su ruta de acceso a la distinción en el conjunto sea alguien que pinta una realidad dominada por los barrotes, como si en ella proyectara sus ansias de superar la sensación de vida cautiva. Provocaba un efecto un poco triste, un efecto como de estar en el interior de una prisión, aunque quizá la señora Fontana pintaba tantas rejas sólo por el barrio, porque era un barrio triste, un barrio que recordaba a una prisión. El contrapunto de su segunda hija, Giulia, una tenue y frágil figura que parece contentarse con el mismo silencio, con ser una presencia que meramente se acomoda en un rincón o a un marido que le haga sentir que la realidad al menos es confortable tras sufrir la frustración del amor truncado por las circunstancias, es el sutil y descarnado contrapunto de una vanidad ofuscada que se atropella a sí misma con sus ansias e ínfulas. Era la sonrisa de quien prefiere que le dejen al margen hasta desaparecer poco a poco en las sombras.
viernes, 28 de enero de 2022
Todo ha ido bien
Una de las más hermosas secuencias de Cuando el destino nos alcance (Soylent green, 1973), de Richard Fleischer es la de la muerte, o el asumido suicidio, de Sol (Edward G Robinson), en el Hogar, un centro de eutanasias asistidas, en el que expira escuchando música clásica (piezas deTchaikovsky, Beethoven y Grieg),mientras contempla imágenes de la naturaleza. Un esplendor que quienes eran más jóvenes que él nunca habían contemplado dada la degradación medioambiental (que incluso había determinado que el principal nutriente de los habitantes de la Tierra, sin que éstos lo supieran, era la carne humana). Todo ha ido bien (2021), de Francois Ozon, se centra en la decisión de André Bernheim (André Dusollier) de concluir su vida, mediante una muerte asistida (con la ingestión de una pastilla), tras sufrir, con 85 años, un ictus que le deja paralizada la parte derecha de su cuerpo. Para André vivir no es lo mismo que sobrevivir. Para él no es una vida digna su estado. Es un cuerpo que otros limpian, un cuerpo que, como un bebé, necesita de pañales porque no puede controlar la defecación. Es un cuerpo que se asemeja más a un lastre. Es un cuerpo deteriorado y averiado a la espera, meramente, de la muerte. No quiere vivir de ese modo. Para él no es vida, sino degradación y padecimiento. La naturaleza, como las montañas alpinas que contempla, es esplendorosa, pero es un prisionero de un cuerpo que ya no puede disfrutar ni sobre el que dispone de control, porque incluso hay funciones mínimas que no puede realizar. Por ello, pide a sus dos hijas, Pascale (Geraldine Pailhas) y, sobre todo a su predilecta, Emmanuelle (Sophie Marceu), que efectúen los consiguientes trámites para su muerte asistida, aunque para que sea posible deberá realizarse en Suiza, ya que en Francia no lo permite la ley.
Ozon adapta la homónima novela de Emmanuelle Bernheim, publicada en el 2013, en la que narra su personal experiencia. Pero la película es también un particular homenaje de Ozon a la escritora, fallecida en el 2017, amiga y colaboradora en la escritura de varios de sus guiones, para Bajo la arena (2000), Swimming pool (2002), 5X2 (2003) y Ricky (2007). Todo ha ido bien se centra en una decisión (que unos cuestionan y otros aceptan, y a la que algunos incluso se oponen), pero también en cómo afecta, particularmente, a quien debe decidir si respeta, y gestiona, la voluntad de su padre, o se resiste a la misma, como es el caso de Emmanuelle. En cierta evocación de su infancia, pregunta a su madre, escultora, Claude (Charlotte Rampling), por qué siempre utiliza el gris, que no es un color, y ella responde, o puntualiza, que hay muchos colores en la gama de los grises. Es la trama de las emociones, en ocasiones encontradas. Emmanuelle siente que André no fue un buen padre. De hecho, no recuerda con añoranza su infancia. Pero aún así, como reconoce, le ama. La relación con su padre está definida por esos contrastes y claroscuros. Pero también es el caso de su hermana, que se siente relegada, porque claramente su padre considera a Emmanuelle como su hija favorita. O es el caso de Claude, que sigue amando a su padre pese a que él prefiriera sus relaciones homosexuales. O es el caso del amante, Gerard (Gregory Gadebois) que no logra aceptar que él decida morir y hace todo lo que puede por evitarlo, aunque contrarie la voluntad de quien ama, precisamente porque le ama. Grises, contradicciones, paradojas.
Ozon despliega, mediante una narración fluida, su estilo conciso, sintético. Una mirada condensa la perturbación de unas emociones. Claude, en su primera visita, contempla el cuerpo deteriorado, el rostro de rasgos distorsionados (de la boca y el ojo derechos), y en su mirada bulle una cúmulo de emociones que la impulsan a abandonar la habitación. No quiere mirar lo que es la huella distorsionada, impedida, de quien amó, el reflejo de un tiempo que, también para ella, ya se precipita hacia una conclusión. En otra secuencia, la cámara panoramiza desde su rostro, en su piso, hasta una de sus esculturas, que se asemeja a un hueso. La vida despojada, vaciada. La vida que se truncó, la ilusión que ya es un cuerpo deformado. Los sueños esculpen, pero el curso de la vida, sea con la decepción o con el inexorable deterioro, corroe su hueso. De modo escueto se sugiere. El estilo de la obra rehuye toda afectación o amargura. Se mantiene la justa distancia que marca la mirada que observa con naturalidad, la mirada que asume lo que es. No porque se sufra y una vida se apague, tiene que haber ido mal. El amor, con sus claroscuros y temblores, contenidos, prevalece, como si la asistencia que se suministra para que un ser querido muera, como es su deseo y voluntad, fuera una celebración de la vida, la celebración del derecho a elegir la propia vida y la propia muerte.
miércoles, 26 de enero de 2022
Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (Impedimenta), de Maryse Condé
En 1692 comenzaron los juicios de Salem. La peste que causaba estragos en Salem se extendió rapidamente por otros pueblos (…) Idénticos a perros de caza, excitados por el olor a sangre, los hombres-policía patrullaban por los pasajes y por los caminos rusales siguiendo el rastro de todos aquellos a quienes la pandilla de pequeñas embusteras, dotadas del don de la ubicuidad, denunciaba sin cesar. El ser humano, en diferentes épocas y contextos, ha tenido la tendencia a perseguir a otros (que agrupa en una categoría, sea étnica, religiosa, política o la que fuera). En aquel contexto, a quienes se denunciaba se las calificaba como brujas (o se las denunciaba porque se las consideraba brujas). Por eso, a la persecución de comunistas en la sociedad estadounidense, a finales de los cuarenta y principios de la década de los cincuenta del siglo XX, se la denominó <<Caza de brujas>>. ¿Qué era una bruja?, se pregunta Tituba una de las mujeres que fue acusada de bruja en aquellos juicios, y protagonista de Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (Impedimenta), de la escritora guadalipeña Maryse Condé. Fue la primera que reconoció abiertamente que lo era. Según su perspectiva no debía ser perseguida ni despreciada ni temida aquella que es calificada, peyorativamente, como bruja. ¿Acaso mi capacidad para comunicarme con los invisibles, para mantener vivo el lazo con los desaparecidos, para cuidar y curar no era un don superior de la naturaleza que más bien debería inspirar respeto, admiración y agradecimiento? Los miedos y las inseguridades (que se camuflan tras la suficiencia o la soberbia) han generado muchos horrores en todas las épocas. La mente cuadriculada que se encorva en su pequeña, y restrictiva, parcela mental de maximalismos, como la mente puritana que preponderaba en aquel contexto, ha causado muchos estragos. Lo que no se ajusta a su inflexible molde es una infección, o una infracción. La virulenta tendencia del ser humano al control (o diseño de realidad) ha determinado que instituya una concepción, y por tanto mandato, de la realidad como un quiste sebaceo de convicciones que apuntala, a fuego vivo, como certezas. Y todo aquello que no encaja, o que difiere o disiente, debe ser rechazado, estigmatizado o purgado.
El relato de Tituba es el relato de una sublevación inmarcesible. Es la sublevación a toda imposición, empezando por la imposición de una vida indigna. Para una esclava, la maternidad no es ningún motivo de alegría. Supone arrojar a una criatura inocente - cuyo destino será imposible de cambiar – a un mundo de servidumbre y humillación. Aquellos que cuestionan la idea del aborto, y la asocian con el apoyo a la vida, viven en la abstracción ya que ignoran el contexto y la circunstancia. Ignoran, o meramente desestiman, con indiferencia, la mísera calidad de vida que padecerán. Anteponen la vida como abstracción o idea a la vida como especificidad y concreción. La vida sería un don si cada cual pudiera escoger el vientre de su madre. Ahora bien, verse arrojada las entrañas de una indigente, de una egoista, de una furcia vengativa capaz de hacer a su progenie los sinsabores de su propia existencia, no me parecía un don precisamente; formar parte del cortejo de los explotados, de los humillados, de aquellos a quienes se les impone un nombre, una lengua, unas creencias...¡ Eso sí que es un calvario!. Tituba representa a a quienes no dejan de rebelarse contra quienes quieren imponer su concepción de realidad, a quienes conciben a los otros como meras cosas, funciones o representaciones que se deben amoldar a su voluntad, deseo o imperativo normativo o moral. No somos pantallas que deben satisfacer a lo que esas otras voluntades proyectan, proyección que implica conversión de los otros en complaciente anuencia o perturbación según las categorías en las que sean encajadas. El ser humano se impone con sus cuadrículas, pero siempre habrá mentes como Tituba que se revelarán contra esa tendencia impositiva. Me he propuesto infundir valor en el corazón de los hombres (…) no existe una sola revuelta cuyo origen yo no haya provocado. Ni un solo movimiento de insurrección o de desobediencia que yo no haya desencadenado.
martes, 25 de enero de 2022
Belfast
Las primeras imágenes de Belfast (Id, 2021), de Kenneth Brannagh son unas imágenes aéreas en color de la capital irlandesa. Imágenes desde la distancia, imágenes de cariz promocional, no imágenes de lo real, de la agitación de la vida ordinaria. La imagen de un graffiti en un muro ejerce de transición al blanco y negro del pasado, en 1969. Nos sitúan en la calle donde vive la familia protagonista, inspirada en la propia del cineasta, autor del guion, quien, también, como en la conclusión de la narración, se trasladó a Inglaterra aquel año. Buddy (Jude Hill), un niño de nueve años, trasunto de Brannagh, nos es presentado en pleno juego, en el que encarna a un caballero que combate a un dragón con un cubo como escudo y una espada de madera. Cuando retorna a casa, se encontrará en medio de un combate callejero, la primera agresión, en su barrio, de católicos a protestantes (en los inicios de la guerra de baja escala, entre los que clamaban por la independencia y los leales a Inglaterra, denominada The troubles, que se extendería hasta 1988). Los dragones de la realidad son de otro cariz, paralizan, como le ocurre al mismo Buddy, quien es rescatado de la carga de la horda por su madre, Ma (Caitriona Balfe). Hay también otro tiepo de dragones, que pueden determinar un cambio radical en la vida, como la precariedad económica, determinante, junto a la creciente violencia, para optar por el traslado a otro lugar.
La fantasía no se corresponde con lo real pero, a su vez, las iniciales imágenes lustrosas de Belfast inciden en una visión ideal, embellecida, también manifiesta en la exquisita caligrafia en blanco y negro de la dirección de fotografía, obra de Haris Zambarloukos, que convierte a muchos planos en elaboradas y refinadas composiciones para una exposición fotográfica. El pasado es un museo de hermosas composiciones caligráficas al evocarse como espacio mítico. Realidad y fantasía se conjugan o funden a través de la mirada homenajeadora que transfigura el pasado no solo como experiencia concreta sino como experiencia arquetípica. En la narración cobrarán relevancia las películas, tanto en relación al desarrollo dramático como en cuanto al substrato del enfoque cinematográfico. En cuanto a lo segundo, refleja cómo más que una incursión en el registro de lo real se opta por una visión poética, arquetípica, de la experiencia de la infancia. La visión está filtrada por esa visión de la propia experiencia como una película cuyo tratamiento estético se desprende de aristas y rugosidades. Es la evocación a través de una exposición, homenaje a una ciudad y a la propia vivencia personal. Una de las películas que cobran relevancia en la narración, experiencia compartida por toda la familia, excepto el abuelo, Pop (Ciaran Hinds), es Chitty Chitty Bang Bang (1968), de Ken Hughes, y en concreto la primera secuencia en la que el coche echa a volar tras saltar por un acantilado. Los gestos de la familia acompañan el descenso, como si viajaran el mismo coche. Esa imagen del vuelo define el ánimo de una familia que intenta superar todas las adversidades y contrariedades, y al mismo enfoque de la película. Como las primeras imágenes del Belfast actual, la mirada de Brannagh vuela desde la distancia que es homenaje, celebración y poetización. Y lo es el mismo cine. El personaje del abuelo, en una de sus conversaciones con su nieto, condensa esa visión de la familia, sea de modo presente o en el recuerdo, como basamento fundamental de la vida.
Las otras dos películas que adquieren relevancia son dos westerns. Espejo del combate entre las facciones. De hecho, quienes ejercen de amenaza para la familia, dentro de la facción de los protestantes, ya que representan la actitud agresiva y hostil, se llaman Billy Clanton y McLaury, apellidos de los que se enfrentaron a los hermanos Earp y Doc Holliday en el célebre duelo en OK Corral. La primera película es El hombre que mató a Liberty Valance, y de modo específico, la secuencia en la que Doniphon (John Wayne) se enfrenta en el restaurante a Valance (Lee Marvin) tras que éste se haya burlado de Stoddard (James Steward) provocando que se le caígan los bistecs de la bandeja que porta. La otra secuencia, una discusión entre Kane (Gary Cooper) y su esposa, (Grace Kelly), pertenece a Solo ante el peligro (High noon, 1952). Se corresponden ambas con la figura del padre, Pa (Jamie Dornan), desde la perspectiva del hijo. El padre ausente, porque trabaja en Inglaterra, que sabrá enfrentarse a quien les atemoriza con la amenaza de usar la violencia, y así será en el enfrentamiento final, en la calle, como si fuera un duelo en una calle del Oeste americano, aunque a tono con la visión poetizada de la narración no hay conclusión sangrienta. Como la misma muerte del abuelo se eliptiza: un intercambio de miradas entre padre e hijo da paso a un plano general en picado con el abuelo en el féretro y a cada lado padre e hijo. La segunda secuencia remite a las discusiones entre marido y esposa sobre su circunstancia presente y sobre sus divergencias con respecto a cuál, y dónde, puede ser su futuro. Un cristal interpuesto entre ambos rostros cuando discuten en el autobús que le llevará al aeropuerto, para viajar de nuevo a Inglaterra, condensa los reflejos (los distintos pareceres, los arraigos y las necesidades en colisión) que se interponen para poder conciliar una misma decisión. El desgarro de la madre es lo que más dota de cuerpo a una narración que tiende a volar, como la figura del padre, el hombre que mantiene el temple y la firmeza, y quiere abandonar su lugar de costumbre para construir una nueva vida en otro lugar. Una imagen de la abuela, a través del cristal esmerilado en el que apoya la cabeza, es la imagen final que condensa el padecimiento de los que se quedaron en Belfast y seguirían sufriendo el conflicto.
viernes, 21 de enero de 2022
Próxima firma de ejemplares de Desconocido en Madrid
Estaré firmando ejemplares durante la tarde del viernes 28 y la mañana del sábado 29 en Madrid. Quien quiera pasarse se llevará cuando menos mi radiante sonrisa.
miércoles, 19 de enero de 2022
El callejón de las almas perdidas
¿Por qué realizar en la actualidad una nueva adaptación de la excelente novela El callejón de las almas perdidas, de William Lindsey Graham, publicada en 1946, y que fue adaptada al cine un año después, en la espléndida producción dirigida por Edmund Goulding? Es una obra que, en su momento, reflejaba las turbias aguas de la sociedad estadounidense de la posguerra. Del mismo modo que Spielberg se planteó realizar una nueva versión de West side story para reflejar una circunstancia social, la agudización del conflicto étnico, quizá esta obra también refleje las turbiedades manifiestas que han prevalecido durante el mandato de Donald Trump, emblema de ese capitalismo que es capaz de realizar cualquier truco de prestidigitación que sirva de arma persuasiva para extraer beneficios a costa de cualquiera. En apariencia, El callejón de las almas perdidas (2021), de Guillermo Del Toro, parece desmarcarse de la línea predominante de producción cinematográfica estadounidense (aunque no televisiva). Quizá haya sido factible por la posición privilegiada en la industria del cineasta mejicano Guillermo del Toro, cuya obra precedente, La forma del agua (2017), había triunfado en los premios de la industria estadounidense, los Oscar. Por otro lado, ¿Es una obra que se ajusta a las señas caracterizadoras con las que se identifica a Del Toro? Quizá en cierto grado desconcierte como ocurrió con Mank de David Fincher, como si se consideraran más bien esfuerzos para apuntalar un prestigio más allá del éxito, o meros caprichos de fetichismo cinéfilo. A la salida del cine, escuchaba a un par de críticos que parecían esforzarse en rastrear qué es lo que podía haber seducido del proyecto al cineasta mexicano. Quizá sus periféricos vínculos con el cine negro, quizá la ambientación en una feria de atracciones. Se podría tomar otra dirección de rastreo o acceso especular. En su anterior obra, La forma del agua, enfocaba, de forma metafórica, en la categorización y estigmatización del diferente u otro; diferente con respecto a quien se considera normal o detentador del relato que tipifica qué es normal y qué es anómalo, sea porque pertenece a otra especie (además anómala por desconocida) u a otra etnia (los negros a los que un camarero no permite entrar en su bar), o porque es homosexual. La mudez también convertía a la protagonista en otro tipo de ser defectuoso. La ambientación en los años en los que la tensión entre Guerra Fría entre los bloques se encontraba en una de sus etapas más críticas remarcaba ese cuestionamiento de la tendencia humana a fundar la relación en hostiles confrontaciones (la necesidad de un rival o de quien denominar monstruo) en vez de en la conciliación que no estable fronteras de ningún tipo (como representa la relación de la protagonista muda con esa anómala criatura anfibia).
En El callejón de las almas perdidas esa tendencia a estructurar la relación con la realidad en categorías se centra en la piramidal o vertical de las posiciones sociales. También se fundamenta en extremos. Quien está en la base, como un desecho social, es un engendro, que sirve incluso como atracción de fiera. Quien está en lo alto, por herencia o por su capacidad de maniobra, en la que la falta de escrúpulos es crucial, dispone del control de los acontecimientos ( y de las vidas ajenas). Por eso, resulta sugerente la ocurrencia de usar como punto de vista a una figura que realiza ese asalto a las cúpulas de las posiciones privilegiadas, como eficiente arribista, desde el escalafón más bajo, gracias a sus dotes de observación. La primera secuencia define mediante la insinuación. Stan (Bradley Cooper), quema el interior de un hogar que parece desvencijado. Es una figura en sombras. No dejará de ser una sombra por mucho que se esfuerce en dotarse de luz como figura de centro de escenario. En el exterior, es una figura en un extenso campo en el que resalta, al fondo, la casa en llamas. Una figura mínima en un espacio que se esforzará en ser figura sobresaliente que controle el escenario social. Pero no cuenta con la capacidad de maniobra, o el retorcimiento más eficiente, de otros (contendientes escénicos), ni con el azar, ni con su propia condición falible (por forzar demasiado la cuerda de la suficiencia). Las secuencias posteriores, excelentes, se hilan, precisamente, a través de la mirada, u observación, de Stan. Viaja en tren, desciende en una estación, en donde se fija en un enano que se dirige hacia una feria. Durante las posteriores secuencias, ya en el recinto ferial, no dice palabra alguna. Cuando diga sus primeras palabras estarán relacionadas con un personaje que representa lo contrario de lo que quiere ser, aquel al que llaman el engendro, y que es utilizado por el director de la feria, Clem Hoately (Willem Dafoe), como si fuera el extremo de degradación en el que puede convertirse un ser humano, una figura desaliñada y mugrienta, que se asemeja más a una bestia, que es capaz de morder el cuello de una gallina viva. Stan no solo se adapta a ese escenario social en el que, en principio, es una figura periférica, y un mero subordinado, sino que con su habil capacidad de observación y maniobra es capaz de utilizar convenientemente a quienes le pueden suministrar los necesarios conocimientos para perfilar su persona escénica, con la que asaltar un escenario social más amplio que pueda propiciar más beneficios. ¿Por qué restringirse el recinto ferial si puede infilitrarse en los ambientes de clase privilegiada con sus números de adivinación mental en locales nocturnos urbanos?.
La sugestión es un arma fundamental. Su capacidad de observación y desciframiento de las personalidades o circunstancias de los otros es el basamento con el que urdir sus capciosas pero persuasivas redes ilusorias de engaño. No es de extrañar que establezca cierta alianza cómplice con la psiquiatra Lilith Ritter (Cate Blanchett). Uno y otra tienen la posibilidad, gracias a sus habilidades, de sugestionar a quienes son capaces de descifrar con agudeza, y de los que aprovecharse por su circunstancia vulnerable. Stan cimenta su progresiva mejora de posición, y por tanto influencia, social, en su capacidad de urdir escenificaciones, engaños. Es una sombra que juega con las falsas perspectivas de las sombras (de los dolores ajenos, de sus remordimientos, penas o sentimientos de culpabilidad). Para él los demás son meras sombras que utilizar para tejer su escenario posicional de privilegio. Proyecta o urde películas o escenificaciones para los demás para apuntalar su propio escenario, la película de realidad que aspiraba a configurar desde que borró o quemó, como una película que abandonar, aquella realidad que despreciaba, controlada o perfilada por su padre, al que, ya inerme en su cama, como se revelará en las secuencias finales, mató antes de quemar aquel hogar del que huir para buscar no solo otro escenario de realidad sino un escenario de realidad que controlar sin preocuparse de los medios que fueran necesarios para apuntalarlo. Pero hay otros como él en el escenario social, contendientes que saben urdir mejores escenificaciones con las apariencias de realidad, y que propiciarán su caída libre tras que él cometa, antes que nada, el error de la suficiencia que confía demasiado en sus cualidades. Dos acciones violentas, la que ejerce en las secuencias iniciales contra el engendro, y en su última escenificación, contra el magnate que no actúa o no reacciona como él tenía previsto (como quien se sale de su papel asignado en el guion de su mente), asocian un inicio de ascensión social y un inicio de caída social no sólo para volver a la casilla de salida sino para precipitarse en la sima de la que precisamente quería huir, la de ser un engendro. Lástima que la obra carezca de la atmósfera turbia y tenebrosa de la versión dirigida por Golding. Como suele ser característico de la filmografía de Del Toro, la película destaca en su apartado de diseño visual, su dirección escénica y de fotografía. Siempre ha brillado más como director escénico, o compositivo, que narrativo o atmosférico. No desmerece en exceso de La forma del agua, que sin tampoco parecerme una gran película, me parece su obra más armónica, pero su demoledora conclusión resulta más teórica que efectiva.
martes, 18 de enero de 2022
Presentación de mi novela Desconocido en el FNAC de Donosti
miércoles, 12 de enero de 2022
lunes, 10 de enero de 2022
Bibliotecas imaginarias (Acantilado), de Mario Satz
No todos los libros tienen forma de libro. Un caracol puede ser un libro, incluso una espina puede serlo. Es el lector el que debe buscar el significado, adivinar la intención, medir la hondura de su aprendizaje. Cuando el conocimiento llega a la comprensión, las palabras desaparecen. Este fragmento pertenece a Obn Arabi bajo el fondo del mar, uno de los breves textos que constituyen Bibliotecas imaginarias (Acantilado), del escritor argentino Mario Satz (1944). Un libro que pertenece a la distinguida estirpe de libros como Las ciudades invisibles, de Italo Calvino o Los sueños de Einstein, de Alan Lightman. Diversas ciudades o diversas formas de tiempo o diversas bibliotecas que representan la múltiple forma de habitar (imaginar) la realidad, como si fuera un sembrado de ángulos inadvertidos. Ese fragmento ejemplifica ese potencial, por cuanto implica que la mirada dispone de la capacidad de relacionarse con la realidad, con todas las múltiples manifestaciones que la constituyen, no como una pantalla corredera sino como una diversidad fenoménica que puede ser leída, distinguida. Genera, además, el desarrollo de la intuición, y por tanto, de la empatía. El asombro impulsa a relacionarse con la realidad como si fuera un continuo territorio desconocido, no un código de circulación preestablecido o unas coordenadas en las que desplazarse con la acomodaticia inercia. La vida es un sembrado de diversidad. Le preguntó al dueño de la biblioteca si alguien había escrito alguna vez un catálogo de sus bajamares y pleamares, los rizos de las marejadillas y el reventar de las espumas, escribe Satz en El vendedor de esponjas. Como Calvino en la obra citada, o en la excepcional Palomar, extrae de cada singular circunstancia narrada una observación que amplifica ese sorprendente semillero de posibilidades por conocer o experimentar que es la vida.
En El monasterio frente al mar, nos introduce en un entorno de vida codificada, segmentada en cuadrículas, en las que prevalecía el temor de que si se sabía el número completo de ejemplares que disponía, acontecería una catástrofe. La mirada se encorva, la mirada se aboca a una pequeña parcela de vida, de modo temeroso. Como contraste, hay quien establece una bella relación con una garza a la que pinta con detalle. Esa garza, un día, abandona el monasterio, y él llora. Pero las lágrimas no son amargas, sino la celebración de la belleza de lo efímero, la plenitud que transpira la interrelación con una singularidad. Todo tiene un término. El miedo atora e impide disfrutar de la soberana belleza que puede vivirse en cada acontecimiento singular, por breve que sea. Somos tiempo. La experiencia de un libro puede ser una experiencia tan plena como una que se vive en el mundo físico. Puede vivirse una experiencia emocional de una hondura y con unos matices que quizá no se logre vivir en la denominada vida real. ¿Qué es un libro sino un sueño alfabético del que el lector despierta antes o después?¿Qué es un libro sino un remolino de hechos inexplicables?, escribe Satz, en El encuadernador de Amberes. Como las relaciones en ese escenario de lo real, también son singulares o contadas las experiencias plenas con un libro, la conexión que se establece con las palabras que otra mente ha meditado y repasado para articular unos pensamientos y unas emociones.
El propósito de los libros que aquí hemos reunido es que te devuelvan al instante anterior a su lectura para que, antes o después, te descubras descubriendo y disfrutes del entorno, sea tormentoso, gris o tejido con una nieve que no cesa de caer. El propósito de cada libro es acrecentar tu serenidad, afinar tu valor, desarrollar tu perspicacia, escribe Satz en La lectora de Shogun. La lectura afina la percepción y el discernimiento, la templanza y la capacidad empática. Potencia la posibilidad de conectar con la diversidad que representan los congéneres pero también todas las manifestaciones de vida, los mismos objetos, las dimensiones del espacio y del tiempo, en suma, ofrece la posibilidad de afinar nuestra forma de relacionarnos con la realidad, los demás y nosotros mismos. No solo es un espacio de recreo, puede ser un océano de senderos y encrucijadas en los que explorar la multiplicidad y la diversidad que constituye lo real. Los libros ofrecen la posibilidad de interrogarnos sobre todo, no dar por sentado nada. Las pantallas y los escenarios que parecen permanentes e inalterables pueden no serlo. Podemos descubrir perspectivas y ángulos que cuestionan y reconfiguren nuestra concepción de la realidad. Un ejercicio constante de sublevación. Lo posible es interrogante generadora de vida. En Un constante trasiego de libros, escribe Satz: La más antigua biblioteca occidental de la que se tenga noticia fue la del tirano Pusístrato, que veía en su colección una manera de capturar el pensamiento de los hombres cuyas almas, libres y difusas, no se dejaron controlar nunca.
viernes, 7 de enero de 2022
Mis textos en Dirigido por nº enero 2022
En el nº de enero de Dirigido por se publican mis textos sobre No mires arriba, de Adam McKay, Silent night, de Camille Griffin y The nest, de Sean Durkin
martes, 4 de enero de 2022
6 directores de fotografía del cine del 2021