lunes, 5 de julio de 2021

Camino a la libertad

                             

Camino de retorno es el título original de Camino a la libertad (The way back, 2010), de Peter Weir. Indica que más allá de la odisea física, el largo desplazamiento geográfico,  los 6.500 kilómetros recorridos, durante once meses en 1939, desde donde se fugaron, el gulag de Siberia, hasta el Tibet, recorriendo bosques, montañas y desiertos, soportando las más extremas temperaturas de frío y calor, al borde siempre de la inanición o de la deshidratación, es aún más admirable, si cabe, la odisea del recorrido de regreso que realiza uno de ellos, Janusz (Jim Sturgess), aquel que pone en marcha la fuga que realizan varios prisioneros del gulag. Su odisea particular implica un dilatado trayecto en el tiempo, de más de cuarenta años, para, más que reunirse con la mujer que ama, su esposa, hacer sentir bien a quien le delató cuando era torturada porque sabe cómo la habrá torturado desde entonces; un gesto modélico, emblema de la empatía. Su fuga más que motivada por la recuperación de la libertad lo está por ese deseo de hacer sentir bien a quien ama, porque sabe cómo el arrepentimiento corroerá su ánimo por haber declarado a la policía que era un comunista (como se refleja en las secuencias iniciales).

Camino a la libertad es por tanto una auténtica, y sobrecogedora, odisea de superación y una conmovedora apología de la empatía, de igual calibre a la también magistral Una historia verdadera (1999), en la que se refleja cómo nos emponzoñamos con rencillas y resentimientos. Esa podría haber sido la reacción emocional de Janusz, pero su actitud no es la de quien piensa que el mundo gira alrededor suyo. Straight recorre cientos de kilómetros para reconciliarse con su hermano, y lo hace conduciendo un tractor. El trayecto de la empatía implica superar un territorio accidentado (de intemperancias y otras emociones escabrosas, retorcidas o escarpadas). La empatía de la línea recta que discierne el horizonte y no se ofusca con las propias tormentas emocionales, no se rige por lo que le afecta, sino que es consciente de lo que otros pueden sufrir. No vive de relatos (auto)indulgentes, como si Andrei (Mark Strong), el prisionero que, a su llegada al gulag, le habla de todas las posibilidades de fuga. Pero él, realmente, no considera factible esa posibilidad, es una mera fantasía con la que resistir el encierro, porque el miedo es superior a su determinación, y el relato cumple la función protectora protésica. Un reflejo de esa actitud virtualizadora en la que nos hemos encasquillado y encapsulado. Dejamos de sentirnos prisioneros pensando en las fugas, pero estas no son fugas reales, porque nos quedamos, como moscas en una tela de araña, atrapados cómodamente en la tela de araña que preferimos ignorar. Por otra parte, en un mundo tan virtualizado en el que vivimos no puede haber contrapunto más extremo que la inmersión en la experiencia de lo real, pero no por la simulación de efectos visuales y sonoros, sino por el modo de que describe la peripecia de los fugados, sus diversos trances físicos, definidos por su relación con la materia, por el protagonismo de los cuerpos y su desvalimiento, su cansancio, su degradación, y sus privaciones, cuerpos magullados, descompuestos, picados por insectos, exhaustos, con la piel abrasada por el sol o por la nieve. Recorren ambientes con las condiciones más opuestas, el frío helado, que depara la muerte de alguno de ellos por congelamiento, y el calor más desmesurado, que también propicia la muerte de un par. Por eso, esta odisea física se divide en dos partes, por cómo narra Weir los pasajes concernientes a lo que viven, y sufren, antes de cruzar la frontera de Rusia, y los posteriores, la experiencia en los desolados desiertos.

El primer tramo posee una narrativa tan modélicamente sintética como afilada, por sus contundentes elipsis, tanto la parte que narra la estancia en el campo de concentración (incluidos pasajes como el trabajo en la mina, narrados con opresiva condición expresionista; en particular de qué modo admirable trabaja el sonido), como los diversos avatares en su fuga, primero sorteando el peligro de quedar congelados (excepto quien se desorienta en la tormenta de nieve), luego sufriendo las penurias de la dificultad de conseguir alimento o, incluso, soportando enjambres de mosquitos que se les adhieren como si fueran parte de ellos mismos (uno de los pasajes que no se inspira en  la experiencia que Slawomir Rawicz convirtió en libro, publicado en 1956). Weir, en muchas ocasiones, corta bruscamente las secuencias, como si interrumpiera el crescendo dramático de cada situación, como si cada pasaje fuera una esquirla del enfrentamiento con la naturaleza, con la supervivencia. El entorno natural es otro gran protagonista. Pocos cineastas, como Weir, han dotado de presencia, con más fuerza expresiva, a la naturaleza. Durante su reclusión un oficial ruso apunta que su prisión es el entorno que les rodea, más que los barracones en los que están cautivos. Los personajes luchan contra los barrotes de la hostil naturaleza con la que tienen que lidiar para sobrevivir. La narrativa en el segundo tramo varía, se dilata, y expande, como esos espacios que parece que no lograran nunca atravesarse, esas inmensidades desérticas que parecen carecer de contornos. Es el opuesto al agreste, escarpado y accidentado del primer tramo. Las emociones, como la misma música, empiezan a hacer acto de presencia. La libertad, ya superado el cerco donde podían haberles apresado, ahora es un espacio que parece infinito, inabarcable. Y el mismo paso del tiempo se hace exasperante. Se sienten como figuras suspendidas en un vacío, a la vez que se afianzan sus vínculos, como es el caso del estadounidense Mr Smith (Ed Harris) con la adolescente polaca que se les une a medio camino, Irena (Saoirse Ronan), y van sintiéndose más unidas. Se enfrentan de un modo más patente con su nimiedad, y, por extensión, con el cansancio añadido acumulado que mina su resistencia, y les incita a desistir. Alguno se rehace, como Mr Smith, pero un par fallece por deshidratación y agotamiento durante su recorrido por esas interminables dunas. Solo cuatro sobreviven al largo recorrido.

Camino a la libertad es una anomalía en el cine de esta era digital porque recupera, de modo prodigioso, una noción de odisea física, o de la aventura, que parecía perdida desde los sesenta, (2003), con excepciones como Adiós al rey (1989), de John Millius o Las montañas de la luna (1990), de Bob Rafelson,  como también había logrado el propio Weir en su también magnífica Master and commander, una obra que también finalizaba con un regreso, aunque en aquel caso, era un reinicio, el de una búsqueda que se creía concluida con la captura del barco francés, cuya búsqueda se había convertido en propósito de su capitán, Aubrey (Russell Crowe), propósito que adquiría la dimensión de ciega obsesión, como también la búsqueda de un raro espécimen para el médico de abordo, Maturin (Paul Bettany). Por lo tanto un reinicio en una misma ficción, como reflejo de nuestra relación con la realidad como prisioneros de las ficciones que generamos como escenario y trayecto, dinámica y propósito, de vida. En Camino a la libertad, el regreso implica liberación, la odisea implícita (o subyacente en la narración), un aspecto que la hace aún más inusitada en nuestros días de progresivo ensimismamiento y encapsulamiento vital. Es la liberación de otro, el gesto de amor más bello y generoso posible. El propósito de Janusz es liberar a su esposa del sufrimiento que le habrá reportado la delación (lo que determina, por añadidura, que incentive a Smith seguir cuando ya parece rendirse a continuar, porque a él también le pesa que su hijo muriera por delatarle). Las imágenes finales tienen lugar 50 años después, cuando ha caído el muro, y Janusz puede retornar a Polonia para fundirse con un abrazo con la mujer que ha seguido amando durante esos años‎. El logro del afán de superación ya no es sólo el de sortear cualquier límite o escollo sino el de saber sentirse en la piel del otro. La emoción verdadera sublevándose a las imposturas o ficciones de vida.

 

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