lunes, 1 de marzo de 2021

Vencedores o vencidos

                         

Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg; 1961), es una obra sobre sobre un hombre justo que logra que prevalezca el equilibrio de la ecuanimidad, pese a las presiones de la conveniencias de los poderes fácticos o la indiferente aplicación de la letra de la ley escrita. Logra que prevalezca su singular, y empático, criterio ecuánime por encima de lo que indique o demande el sistema, su estructura o coyuntura, cómodas opciones de repliegue. Ya queda bien definido con precisión en las primeras secuencias el juez Haywood (Spencer Tracy), a quien le han asignado que presida un tribunal de tres jueces que juzgará a otros cuatro jueces, estos alemanes, con respecto a su implicación o no, su responsabilidad o no, en las atrocidades cometidas por el régimen nazi. Haywood llega a Nuremberg, donde se celebra el juicio, y le alojan en una mansión con varios pisos y diversas amplias habitaciones. Su primera reacción es señalar que le parece excesivo, y aún más disponer de tres personas a su servicio. Aunque en cuanto le señalan que sino no dispondrían de empleo rectifica. Haywood no se define por darse importancia a sí mismo y se preocupa por los demás. El año es 1948, aunque los juicios en los que se inspira acontecieron en 1949. La variación de fechas se debe a que fue en 1948 cuando se inició la guerra fría, o las hostilidades entre la Unión soviética y Estados Unidos, telón de fondo de la narración. Un nuevo enemigo. Por eso, las presiones de la conveniencia, las que ejerce el alto mando militar, se orientan hacia la necesidad de una condena moderada, atenuante, ya que ya no es el régimen nazi el enemigo sino el bloque comunista. Alemania es en este nuevo escenario un posible aliado.

La obra se realiza en 1961, ya superada una década en la que en su primer lustro se había sufrido la caza de brujas del comunista, con las consiguientes listas negras en Hollywood, en la que constaban los estigmatizados, o discriminados, a los que no se permitían trabajar o cuando menos que su labor no fuera acreditada. La obra de Abby Mann había sido emitida por primera vez en una serie televisiva, Playhouse 90 (1959), de George Roy Hill, con Claude Rains, Melvyn Douglas y Paul Lukas interpretando a los personajes que encarnan Tracy, Richard Widmark y Burt Lancaster en la producción de Stanley Kramer. Solo repetirían Maximilian Schell, como Rolfe, el abogado defensor, y Werner Klemperer, como el acusado que alardea de su afiliación nazi, y quien precisamente grita: Hoy me sentenciáis, mañana los bolcheviques os sentenciarán. En cierta secuencia, alguien comenta que a la sociedad estadounidense no le interesa el juicio. Preferían olvidar la guerra. Ese año, en 1948, se intentó apuntalar el olvido cimentando un nuevo enemigo, fuera, pero también dentro, de ahí la persecución del simpatizante comunista. La guerra quedaba atrás, como si no hubiera ocurrido, y se obstruían los cuestionamientos sobre las inconsistencias en el propio país, como la xenofobia o contra la que supuestamente había luchado, contradicción que había sido puesta en cuestión por diversas producciones que incidían en el rechazo o la discriminación de otras etnias dentro de la sociedad estadounidense, fueran judíos, latinos o negros. La Alemania nazi de la superioridad aria y la sociedad estadounidense discriminatoria que intentaba afianzarse con la caza de brujas estadounidense luchaban contra un mismo enemigo, el comunista o bolchevique.

Vencedores o vencidos es también un relato sobre la responsabilidad, individual o colectiva. Se dirime durante el juicio si los cuatro jueces son responsables, por activa o pasiva, de las atrocidades ejercidas por el nazismo, como por ejemplo, la esterilización o condena a muerte por simplemente pertenecer a otra etnia, la judía. En cierto momento, uno de los jueces acusados, Hoffsteter (Martin Brandt) excusa sus decisiones en el hecho de que subordinaban sus criterios personales a lo que la ley establecía, a lo que la circunstancia demandaba. Se ajustaban a lo que se requería de ellos, como si fueran meros funcionarios aplicados.  La responsable era la ley, no ellos. En el mismo año que se estrenó Vencedores o vencidos, Adolf Eichmann fue juzgado en Israel y condenado por genocidio. Eichmann se justificó diciendo: No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el Gobierno quien lo hizo. La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un Gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia. En aquella época era exigida la obediencia, tal como lo fue más tarde la de los subalternos. Simplemente, cumplía su función, como quien es pieza de un engranaje. También se eximía de responsabilidad. Es el caso contrario de Haywood, quien no subordina su criterio propio y no se limpia las manos, como otro compañero de tribunal, en las justificaciones de la ley escrita para exonerar a los cuatro jueces.

El que fuera ministro de justicia, Emil Jannings (Burt Lancaster) justifica sus decisiones, o aceptación de los mandatos del régimen nazi, en la concepción de que, en principio, eran necesarias para suministrar estabilidad a un país en quiebra. Se necesitaban chivos expiatorios. Una cuestión de pragmática, pero una concepción que no dispuso de una certera anticipación de la exorbitada escala de las aberraciones desencadenadas. No concebía que podría determinar tantas muertes. ¿No era responsable porque no consideraba que esas atrocidades fueran las consecuencias?  Como le señala Haywood, lo fue desde el momento en que por primera vez permitió que un inocente fuera condenado. Una decisión, una omisión, se suma a otras múltiples decisiones u omisiones que permiten que acontezca lo que incluso a sí mismos se dicen que no quieren que ocurra o no creen que esté ocurriendo. Por eso, la cuestión sobre la responsabilidad se extiende a todo un país, representado, en toda su espectro de posición social, por la esposa de un alto militar ajusticiado por crímenes de guerra, Frau Bertholt (Marlene Dietrich), dueña de la casa en la que se aloja Haywood, y por el matrimonio de sirvientes, Mrs Habelstadt (Virginia Christine)  y Mr Habelstadt (Ben Wright). En qué medida sabían lo que ocurrían. En qué medida preferían desentenderse o mirar hacia otro lado. En qué medida solo se preocupaban de su propia conveniencia, de su seguridad, aunque no compartieran credo nazi. La pragmática se reproduce con el joven abogado defensor, Rolfe. Todo debe ser regurgitado para que se reconstruya un país como si no hubiera huellas de cicatrices. En las últimas secuencias le dice a Haywood que en cinco años estarán libres los cuatro hombres que había sentenciado a cadena perpetua. Haywood no disiente, porque no discute su lógica, pero que ocurra así no significa que sea justo, respuesta que desencaja la sonrisa de suficiencia de Rolfe. En la realidad, 99 de los acusados no cumplieron su condena y fueron liberados durante la década de los 50. El fiscal, el coronel Lawson (Richard Widmark), replica a la petición de su superior de que no sea muy implacable en su última intervención ante el tribunal, y priorice la conveniencia, para el nuevo escenario de rivalidades geopolíticas, de que los acusados no sufran una pena grave: Qué pronto hemos olvidado la guerra. Por eso, las acusaciones de responsabilidad se amplían a toda la civilización occidental. Como señala Rolfe, ratificado por Haywood, el Vaticano dio su bendición a la instauración del régimen nazi, Churchill escribió, en 1938, unas palabras admirativas sobre la condición de líder de Hitler, y empresarios estadounidenses suministraron apoyo económico para el armamento alemán.

No diría que Stanley Kramer fue un gran cineasta. Hay obras que se resienten de cierto espesor narrativo o una excesiva supeditación al discurso de fondo (que por tanto, se impone en primer plano), o al énfasis en detrimento de la sutileza, caso de Orgullo y pasión (1957), El barco de los locos (1965), Adivina quién viene esta noche (1967) o De presidio a primera página (1977). Pero también realizó alguna obra notable como Fugitivos (1958), en la que consigue que el planteamiento crítico no se superponga sobre el desarrollo dramático, o, sobre todo, la muy estimulante, El mundo está loco, loco, loco, loco (1963), y, aunque irregulares, estimables como Oklahoma, año diez (1973), o La hora final (1959), cuya lograda atmósfera de sórdida desolación se transmite, en cierto grado, en determinados pasajes de Vencedores o vencidos, deslucida por el abrupto uso puntual del zoom o algún que otro movimiento de cámara alrededor de los personajes (que el propio Kramer reconoció como decisiones erróneas o exceso de autocomplaciencia estilística). Pero aún así, logra orquestar con eficaz fluidez una dilatada narración, alrededor de tres horas, apoyado en un excelente plantel de actores, en particular Tracy, Widmark y las breves, pero sobrecogedoras, prestaciones de Montgomery Clift y Judy Garland, como testigos, o víctimas de los desafueros nazis. Se escribió posteriormente que Kramer utilizó provechosamente la naturaleza quebrada de ambos actores, aunque en principio iba a ser Julie Harris quien interpretaría el papel de Irene Hoffman, y a Clift se le había ofrecido el papel del fiscal, pero prefirió el desafío que implicaba la breve intervención del esterilizado Rudolph Peterson. Siete minutos particularmente sobrecogedores por la interpretación del excepcional actor, al que, dada sus dificultades para memorizar el texto, Kramer permitió que improvisara. A Lancaster también se le propuso el personaje del fiscal, pero prefirió interpretar a Emil Jannings, para quien se había considerado primeramente a Laurence Olivier. En la interpretación de Lancaster, espléndido en especial cuando meramente mira, como si su mirada se hubiera hundido en el remordimiento y arrepentimiento, se puede anticipar la que ofrecerá en El gatopardo (1963), de Luchino Visconti. Una dignidad aristocrática, en este caso sostenida en el prestigio de sus reflexiones sobre jurisprudencia desplegadas en sus obras escritas. Una dignidad aparente que se descascarilla con la falta de complacencia de la mirada integra de Hayward que no se obnubila con las fastuosas apariencias de una mansión o un prestigio. Ni sus remordimientos o arrepentimientos pueden servir de atenuante para ser indulgente con la suficiencia de su irresponsabilidad. Esa en la que tan fácilmente nos escudamos cuando nos justificamos en que nuestras acciones u omisiones no suman en el desencadenamiento de terribles y aberrantes consecuencias (como las que hemos causado en la naturaleza).



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