¿Cuando la propia vivencia diverge de la percepción,
interpretación, y por tanto relato, que los demás configuran e instituyen, cómo
se denomina a la circunstancia que habitas?¿Realidad? Desde luego, para ellos
su relato no es su realidad sino la realidad. Y si su percepción, y
concepción, es la preponderante, ¿en qué posición te deja si tu relato no es
solo tu realidad sino más bien tu enajenación o auto/engaño? Se asemeja a una circunstancia suspensa en la
que, para la concepción de los otros, no eres como te sientes, ni los hechos
han ocurrido cómo has compartido (o son inventados o son meras justificaciones
que intentan establecer una versión favorecedora). Su concepción, su filtro, te
niega, como si sustrajera tu realidad, y quedaras detenida, cautiva de tu
desconcierto, en una no realidad, como una extensión en un espacio intermedio. Por
otro lado, ¿Cuando nos percibimos, concebimos, de una determinada manera, lo
cual determina el relato que forjamos sobre nosotros mismos y nuestras decisiones, sean acciones u
omisiones, en qué medida, de nuevo, se puede denominar realidad a la
circunstancia que habitamos como si nuestra vida fuera una cinta corredera que
aporta ilusión de continuidad y certeza como un encuadre definido, en suma, la
película que preferimos proyectar sobre nosotros mismos, tanto a los demás como
a nosotros mismos? Si la realidad
depende de modo fundamental de la percepción, ¿cómo distinguir los límites
entre realidad y escenario en nuestra forma de habitar lo que denominamos
existencia? La espléndida y mordaz Una joven
prometedora (Promising young woman), opera prima de la cineasta británica Emerald
Fennell, nos sitúa de entrada en una realidad que puede ser un escenario, por cuanto lo que parece puede no ser de
modo deliberado. La narración comienza con un personaje suspendido entre el ser
y el parecer. Comienza con el trazo de una circunstancia que es fractura vital.
Las esquirlas, como el retroceso de la onda expansiva de una explosión, irán
componiendo gradual y progresivamente la causa de esa fractura, el disparadero
de su vida como una deliberada y a la vez inconsciente (enajenada)
representación escénica en la que adopta el papel de figura sancionadora.
Se nos presenta a Cassie (extraordinaria Casey Mulligan), en
un bar, como una mujer que parece borracha, objeto de las miradas depredadoras
de quienes la consideran pieza fácil, pero que, aparentemente, será ayudada por
quien se ofrece a llevarla a casa (aunque luego será la propia, en un desvío de
retorcida urdimbre, para aprovecharse de la circunstancia). Pero la simulación,
en forma de aviesa manipulación, colisionará con la revelación de otra
simulación, en forma de corrosiva sanción. Cassie no estaba en absoluto ebria.
La expectativa se torna decepción. La rapiña se torna frustración. Y la
circunstancia se torna en otra de las múltiples rayas que rellenan el bloc de
notas de Cassie: su propósito: su proyecto, su deriva, una sanción genérica. El
por qué no se nombra aún de modo preciso porque se acompasa a la enajenación,
fruto de la herida no cerrada, que sufre Cassie, como extensión de quien sufrió
el daño en el pasado, su amiga Nina. Como si se hubiera quedado en aquel
pretérito, aun no precisado, vive aún con sus padres, pese a ya tener treinta
años, como abandonó su propósito de convertirse en médica, para lo que parecía,
por sus calificaciones, destinada a ser más que cualificada. Como quien se
detiene y se aparta en el arcén optó por un trabajo en menor escala, con
menores responsabilidades, camarera en un establecimiento de contornos blanquecinos (como si las manchas que la ahogan no existieran), y por seguir con sus padres, como si el
tiempo no hubiera avanzado y el daño no hubiera sido realizado y aún le
conectara con la niñez o sentimiento de protección o pasado que aún no había
revelado que el tiempo puede ser fractura y perdida. Su propósito, como si hubiera quedado
atrapada en un bucle, su interpretación de un personaje, como si fuera un muñeco
sorpresa que sale de la caja que los hombres esperan vaya a reportarles placer
sin dificultad por un estado más
vulnerable e indefenso y por lo tanto más receptivo.
Su propósito genérico se tornará propósito más específico
cuando sepa que cierto compañero de universidad se va a casar. Su objetivo será
encadenar una serie de acciones sancionadoras a aquellos que fueron
responsables, por acción u omisión, de la desgracia sufrida por su amiga Nina,
quien se suicidó tras sufrir una violación (con múltiples espectadores vitoreadores) que fue reconvertida, por
la percepción e interpretación de otros, en una acción que ella permitió, según
la que era amiga de Casey, Madisón (Alison Brie), o una acción que ocultar bajo
la alfombra por inconveniente, para la decana Walker (Connie Britton), o sin
particular transcendencia para los que fueron testigos (que desenfundan la
frase justificativa de que eran jóvenes). Lo real quedó neutralizado por las
percepciones y relatos consiguientes de los demás. Cassie, por extensión, quedó
bloqueada, por la conmoción de advertir cómo lo real era negado, y borrado por
las ficciones que unos y otras implantaban, como un detritus que es desalojado
por un desague. La vida y sus ficciones.
O la vida difícil de separar de las ficciones con las que se teje.
La misma Cassie vive atrapada en su ficción, en su atasco,
porque no ha podido superar aquella decepción. Como si con las sanciones que
despliega, de modo genérico o ya de modo específico a los participantes en
aquella circunstancia (función escénica), pudiera reparar algo (como si
ponerles en situación pudiera conseguir que variaran su enfoque: que una
despertara con un hombre en una habitación de hotel sin saber qué ha ocurrido o
hecho, o que la otra piense que su hija esté precisamente con los mismos que
ella no penalizo cuando ultrajaron a Nina). Quien fue profesora suya, Mrs
Fisher, le señala que debería extraerse ese quiste sebáceo emocional y
liberarse de ese pasado, para generar un presente real, no un sucedáneo. Cassie
cree que lo consigue con la relación que consolida con quien sí se ha
convertido en médico, en concreto pediatra, Ryan (Bo Burnham), pero de nuevo le
revelará cómo las realidades se edifican con capas que están constituidas por
negaciones y justificaciones. Ryan también es alguien que realizó la operación
de evacuación mediante el filtro de la indiferencia, como un capítulo pertenece
a una etapa de la vida de la que se ha desprendido como una muda de piel. Pero Cassey no ha logrado desprenderse de
aquella piel porque no se diferencia de una herida no cicatrizada, por lo que
la nueva decepción vuelve a abrirla. No puede convivir con la indiferencia, con
la fácil digestión del daño que se inflige, y la fácil justificación que nos
sirve de muleta, como si no fuéramos responsables de nuestros actos y nuestras
omisiones. Generamos relatos con los que nos concebimos con la imagen
reparadora o recomponedora, como un sistema de anticuerpos que elimina las
inconvenientes bacterias. Convivimos fácilmente con el daño que generamos, o lo
mutamos con el relato más favorecedor.
Unos neutralizan el pasado con apósitos y algodones de
múltiples colores pero Casey vive atascada entre sus heces residuales. Es una narración que delinea su afinado funambulismo
sobre los contrastes, y los matices que suministran las contradicciones de unos
y otros. Fennell, en ciertos momentos, juega con el contrapunto de la magistral
La noche del cazador (1955), de
Charles Laughton, un diálogo que evidencia esa realidad suspensa en la que
desenvuelve Casey, que se siente como los niños que eran perseguidos por el
psicópata predicador que les perseguía (y a la vez persigue a los que siente,
por género, o participación, responsables). Pero nadie se siente psicópata,
nadie se siente responsable, como si fueran o hubieran sido pasajeros de unos
percances cuyas consecuencias o daños colaterales fueron filtrados
convenientemente. Emerald Fennell fue la responsable creativa, reemplazando a
Phoebe Waller-Bridge, de la segunda temporada de Killing eve, de la que escribió seis de los ocho guiones, y Una
joven prometedora no difiere en enfoque. Con el planteamiento estilizado de
la narración, como si oscilara entre lo real y lo extraño (entre lo desquiciado
y lo desajustado, lo excéntrico y lo insólito, lo vivaz y lo mordaz), Fennell
nos interroga sobre nuestra forma de convertir nuestra relación con la realidad
en un relato conveniente que colinda con la enajenación. Y lo hace de modo que
la carne de las emociones sea drenada de modo doloroso con una corrosiva sonrisa
sarcástica.