sábado, 28 de noviembre de 2020

Un tiempo más salvaje. Apuntes desde los confines de los hielos y los siglos (Errata naturae), de William E. Glassley

                            

En ese mundo yo tenía tanta relevancia como la brisa de la tarde (…) Los patrones de pensamiento, parciales, patrimonio de otros contextos aquí no eran más que un ruido cósmico de baja intensidad, un siseo de fondo. Aún no había alcanzado a comprender la magnitud de mi ignorancia. Y a la vez sentía el callado anhelo de las cosas para las que la humanidad no tiene palabras, cosas en las que abunda la naturaleza virgen. Tenía una sensación de oportunidades perdidas, de incapacidad para conectar con algo mucho más profundo, como si aquello en lo que me hallaba sumergido brillara incomprensiblemente en el límite de la visión. William E. Glassley, geólogo, proviene de ese escenario de vida, nuestra civilización, nuestro diseño de realidad (o vida manufacturada), ese mundo moderno que con infinita arrogancia impone los resultados de su avaricia industrial sobre estilos de vida sobre los que desconoce absolutamente todo (…) La indignación que deberíamos sentir todos parece bastante endeble contra los gigantes de la economía. Glassley narra en Un tiempo más salvaje. Apuntes desde los confines de los hielos y los siglos (Errata naturae), sus experiencias en distintas zonas de Groenlandia a lo largo de seis expediciones, un vasto territorio inexplorado del que solo conocemos en profundidad ciertos detalles. (…) caminamos y navegamos sin resistencia por un mundo que apenas conoce la huella del ser humano. Ciento cincuenta kilómetros de espacio natural ignoto (sin presencia humana alguna): el espacio antimateria de nuestro entorno cotidiano: el vacío pleno que contrasta con nuestro vacío abarrotado. Lo que impulsa a él, y a los dos geólogos que le acompañan, es en primera instancia esclarecer una interrogante (como el McGuffin de una película de Alfred Hitchcock): ¿Era el terreno que pisábamos el primer punto de contacto de dos continentes en colisión¿¿Cuál sería la señal sobre el terreno que nos lo confirmaría?¿O era acaso la imagen de dos masas continentales enredándose entre sí en un relato errado, una interpretación equivocada de la historia? Interrogantes que se despliegan en distintas capas o substratos.

Por eso, esta fascinante obra es una aventura y un ensayo, una experiencia y una reflexión. Es tanto la observación de una experiencia específica, en un entorno que se desconoce, caracterizada por el asombro por los fenómenos contemplados (vividos), y la pormenorizada descripción de sus especulaciones e indagaciones geológicas, como una reflexión sobre nuestra relación con nuestro entorno (inmediato) y la realidad (en cuanto abstracción). Por eso, conecta con Palomar, de Italo Calvino o los singulares documentales de Werner Herzog, de modo más específico, por la conexión de localizaciones, la fascinante Encuentros en el fin del mundo (2007). En aquella obra, Herzog se preguntaba hacia dónde se encaminaba aquel solitario pingüino que se internaba solo en la vastedad del territorio helado. Si nuestra sociedad se define por su arrogancia arrasadora, Glassey, al observar los polluelos de unas perdices blancas confundidas con el entorno, asustadas por su presencia, y observar implica ajustarse a su rasero de perspectiva a pie de suelo, reflexiona sobre cómo este mundo no está diseñado para nosotros; habitamos y experimentamos una parte muy pequeña de él. Hemos evolucionado para adaptarnos de manera óptima a un volumen determinado de espacio, de hasta dos metros y medio de altura y un par de metros de ancho, aproximadamente. No es un mundo en función nuestra (aunque nuestra suficiencia se despliegue con esa convicción), sino una realidad en la que, para comprenderla en un sentido amplio, con perspectiva de conjunto, y desde sus diferentes ángulos, hay que ser consciente de las escalas. No podemos experimentar como experimentan otras especies la realidad en su particular escala. Como tampoco cómo experimentan sus avatares de vida, como Gassley reflexiona sobre un banco de arenques que es atacado, intermitentemente, por un pez de mayores proporciones. Se pregunta cómo viven sus impulsos, como resortes integrados en su naturaleza, que les determina a unirse en grandes bancos migratorios. Los peces son criaturas sencillas, sin capacidad para soñar éxitos o futuros; no imaginan historias pasionales ni destinos lejanos. ¿Cómo se vive entonces el miedo a la muerte si uno es incapaz de imaginarla? (…) Qué es la vida cuando no existe conciencia del deseo ni imaginación? ¿Cómo es la vida cuándo no se define por los forcejeos y distorsiones del teatro o las películas de la mente?

El ser humano también apuntala su arrogancia sobre la construcción de límites y cercos en los que se afirma, como quien acota la realidad a conveniencia, con un código de circulación que también restringe, e impide que el conocimiento sea el más preciso, ya que para que pueda serlo, un primer paso supone la aceptación del menoscabo de la experiencia por las restricciones genéticas del cuerpo y aquellas propias del espacio. No vemos más que el carnaval que fabricamos. Lo demás, el misterio que se desarrolla en el interior de ese carnaval, se muestra sólo a través de espejismos, silencio, verdades malinterpretadas, siempre fuera de los límites de nuestro entendimiento. Disponemos de limitaciones que hemos de asumir, una asunción necesaria para que las interrogantes se desplacen en el territorio desconocido que es la realidad (la vida, el curso de acontecimientos), pese a que tendamos prontamente a codificar lo que calificamos y concebimos como realidad, como un entramado que nos sirve como referencia, y configura y determina el automatismo de nuestra relación con la realidad, como si portáramos un mapa del que no dudamos (una noción de realidad y una estratificación social). Las líneas en los mapas sugieren límites y los límites conforman expectativas, permiten cierres; simplifican y categorizan y nos dan la posibilidad de reaccionar de forma automática, sin el concurso del pensamiento. El mundo natural, sin embargo, es flujo, es proceso; nada tiene de conclusivo. Lo que disponemos sobre el mapa es una aproximación, en el mejor de los casos: una forma de decir que lo hay que aquí es diferente a lo que hay más allá. La única forma de comprender que de verdad el lugar que recorremos, además de tomar muestras, realizar mediciones y registrar datos, es siendo conscientes de que la noción de límite no es más que otra ilusión. En el momento en que somos conscientes de que es una ilusión nuestro desplazamiento por la realidad, aunque implique que seamos más vulnerables, resultará más auténtico, no meramente mediatizado como si nos ajustáramos a un papel o función y una trama predeterminada.

La exploración de las entrañas geológicas es también la exploración de los basamentos de nuestra realidad, si realmente la superficie en la que nos desplazamos, en buena medida por inercia, se define ante todo por el diseño de una ilusión que hemos adoptado como cómoda conveniencia. Glassley, en Groenlandia, en la otredad que nada tiene que ver con nuestra forma de relacionarnos con la realidad, comprende que todo lo que experimentamos ha de entenderse como una alteración de la realidad, un fragmento tintado. Si experimentáramos siempre de acuerdo a las vivencias pasadas, o los esquemas predeterminados que marcan nuestras reacciones como un impositivo filtro, nuestro trayecto por la vida estaría definido por una desconexión sustancial, un simple ajuste a una plantilla, como si reprodujéramos un mismo patrón cual autómatas. El espacio de Groenlandia es el espacio de lo otro, de lo que hemos perdido de nosotros. Todo territorio virgen es a la vez un lugar y un relato. En esos pasajes naturales experimenta lo que es vivir sin el lastre de los relojes y el tiempo mecánico, lo que es experimentar el mutismo de múltiples sonidos naturales, lo que es sentir ser observado por otras especies (otras formas de habitar la realidad) que nunca han visto una criatura humana, un lugar en el que el juicio no existe, sólo existe el ser, un vacío que es vivencia pacífica. Una superficie que genera asombro, y propulsa las interrogantes sobre lo que hay más allá de lo que percibimos ¿Qué es lo que descansa en silencio bajo la corteza de piel cósmica, qué es lo que compone aquello que percibimos? Interrogamos a las estrellas para entender por qué sale el sol cada mañana, por qué llega el invierno, por qué hemos de morir. Y en cada respuesta y en cada momento de iluminación encontramos una pregunta más profunda, un laberinto interior de misterios que le dan nuevas alas a la imaginación. Con esos fragmentos construimos conocimientos que componen el mundo. Y esa composición de conocimientos no deja de estar en constante proceso y desplazamiento, mediante el flujo de unas interrogantes que exploran inacabables territorios desconocidos con la luz del asombro. Las tierras inexploradas de Groenlandia nos recuerdan la multiplicidad de lo que podemos experimentar, y que hemos olvidado entre tantos extensores virtuales tecnológicos que ya definen, y mediatizan, nuestra relación con la realidad. Lo que vemos no es siquiera una sombra del esbozo de lo que existe ahí afuera.

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