sábado, 12 de septiembre de 2020

La strada

 

El bruto, el loco y la inocente o La piedra y la bestia. La strada (id, 1954), de Federico Fellini, comienza a junto al mar, en una playa, cerca de cuyas orillas vive Gelsomina (Giuletta Massina) con su madre y cuatro pequeñas hermanas. De ahí es extraida, como reemplazo, para actuar como asistente de Zampanó (Anthony Quinn), un artista ambulante que recorre con su motocarro las carreteras. En su espectáculo exhibe su poderío, la fuerza del  hercúleo héroe, rompiendo las cadenas que apresan su pecho. La película termina también junto al mar, en otra orilla de otra playa, con Zampanó, solo, años después, sollozando su soledad y extravío en la orilla, mientras su puño aprieta la arena que se le escurre. Las noches de Cabiria (La notte di Cabiria, 1957), también comienza y termina junto a las aguas, con otro personaje inocente, ingenuo, honesto, sin doblez, también interpretado por Giluetta Masina, ultrajada y maltratada en ambos casos, pero que mantiene la sonrisa pese a tanto engaño que supura la vida ( o ese escenario miserable en el que lo convierten algunos de sus pasajeros o habitantes).

La cuadrilla de vitelloni (haraganes) de Los inutiles (I vitelloni, 1953), contemplaban el mar desde la orilla, como un posible horizonte, o como un telón que se cierra sobre su cautiverio, como tantos Truman que colisionan contra el decorado que conforma su vida. El personaje de Marcello Mastroiani, en La dolce vita (id, 1960), también negará, frente a la orilla del mar, la posibilidad de no ser un espectro, de no ser otro ser embrutecido como  Zampanó. Su mundo es el de otros brutos disimulados bajo las máscaras de la sofisticación, que disimulan las miasmas de la dolce vita. El agua es el símbolo de la relación natural y fluida con las emociones (de Zampanó se dice que es como un perro que sabe hablar pero únicamente ladra), es la naturalidad frente a la afectación, la brutalidad o el engaño (el timador protagonista de Almas sin conciencia muere arrastrándose en un entorno árido y pedregoso). La emoción es movimiento. A partir de La dolce vita los mares serán artificiales, de plástico, porque el ser humano tiende a ser una impostura atrapado entre ficciones que vive como realidades ritualizadas en las que no deja espacio para la honestidad o la ternura, y el mismo espacio de la ilusión, como el circo, puede ser otro falso encantamiento. El circo también está habitado por los monstruos. O por los brutos que son como la piedra.

Il matto-El loco (Richard Basehart) dice que todo tiene que tener alguna función, algún sentido; incluso una pequeña piedra, aunque no sepamos cuál, debe disponer de alguna función. Lo que existe debe existir por algo. No puede ser un mero accidente, como no puede ser que se sufra sin más, que una vida esté abocada a la desdicha aunque la empatía y la generosidad defina su actitud. Zampanó es como una piedra, y no se pregunta sobre nada, sobre el sentido de la existencia, sobre para qué estamos aquí. Es mera fuerza bruta, que come y folla con quien le ofrece esa posibilidad, o sino se arroga el derecho, como hace con Gelsomina.

El héroe suele ser el que busca, el que se embarca en alguna cruzada, el que aún cree en lo posible, y viaja, se desplaza, en una ruta o un camino (strada), superando obstáculos, para lograrlo. El bufón aporta la sonrisa irónica del que sabe que quizá todos los esfuerzos serán en vano, que todo es un mero espejismo que hace creer que el movimiento, el desplazamiento, tiene un sentido, una finalidad cuando no es así. En La strada es el bufón el que se interroga, es la risa traviesa del juego, el vuelo del ángel que se contorsiona como un niño grande, el que tira el mantel con toda la cubertería, el que no le importa mancharse porque preocuparnos tanto de nuestra imagen, de lo que aparentamos, de lo que representamos, sólo nos gangrena. Pero aún así es quien cree que debe haber algún sentido, que hasta una piedra debe existir por y para algo. Zampanó es el héroe que es un bruto, que se mueve pero no se desplaza, cuyo rostro permanece apresado en un gesto hosco, fruncido, en un ademán sombríamente pétreo, porque es inmovilidad. Es el adulto que se queda prendido en la rueda que da vueltas sin esperar nada más. El héroe es un bruto arrogante que abomba su pecho para romper cadenas, aunque sea incapaz de romper las que atenazan y apresan su mísero interior. Es alguien que se siente, y aspira a sentirse, importante, que viste las ropas del marido de una viuda como si se pusiera las galas o medallas de quienes reconocen su valía.  Por eso Zampanó odia a El loco: la piedra odia a las alas, la piedra odia la arena, o el agua, que se escurre entre sus dedos.

En Amarcord (id, 1973) aparecía un caballo en la niebla ante el extraviado abuelo de la familia. Otro caballo aparece ante Gelsomina  que se siente perdida, extraviada, porque Zampanó, la noche anterior, le dijo que esperara, mientras follaba con otra mujer de ese pueblo, pero no aparece hasta la mañana siguiente, como si Gelsomina no fuera nada, un guijarro insignificante que cumple una función cuando se le requiere, pero del que se puede olvidar también fácilmente, como pisar, o abandonar. En cambio, Gelsomina piensa, aunque Zampanó la trate con tal desprecio, que tiene que estar con él, porque sino ¿quién va lo a hacer?¿Quién se va a preocupar de él?

Gelsomina cuando toca la trompeta con él es como si llorara. Cuando toca el trombón con El loco es como si riera.  Si el rostro de Zampanó es una piedra, un gesto huraño, el rostro de Gelsomina es elástico, es la gestualidad que no deja de desplegarse, de alumbrar emociones, como una pantalla en la que se manifestara cada variación de la meteorología de sus sentimientos y emociones. Gelsomina es el agua. Zampanó es alguien capaz de extraer la vida, el agua de la vida, que mana de Gelsomina, hasta que se extinga, o resulte incómoda para su sequedad interior cuando se troca en lágrimas que no dejan de exponer el dolor de la vida que ya carece de alas, que han sido extraídas, como la vida de El loco a manos del bruto Zampanó. Este, incluso, es alguien capaz de abandonar en el camino al destello de luz que podría haberle convertido en alguien que mereciera el calificativo de héroe, aquel que sabe que la fuerza está en la capacidad de sentir. Pero Zampanó está varado en la orilla de la vida, como el pez monstruoso sacado del mar al final de La dolce vita, varado en el vacío de sus entrañas, en el que se reflejaba el personaje de Mastroianni. En la conclusión de La strada, en la orilla también, Zampanó llora sus remordimientos, ausente ya Gelsomina, que quedó convertida en una figura doliente, un lamento en vida, que sólo recuperaba la voz cuando tocaba la trompeta, como le dice la mujer para la que trabajó durante sus últimos años de vida. Zampanó toma consciencia demasiado tarde de que no ha sabido vivir, y de que ha matado a quien podría haberle revivido, resucitado. Ahora brota agua de él, lágrimas que se perderán en la arena que aprieta con sus desesperados puños. Pero ese ahora es ya cadena perpetua.

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