miércoles, 30 de septiembre de 2020

Exhalación (Sexto piso), de Ted Chiang

 

En la secuencia introductoria de la extraordinaria La llegada (Arrival, 2016), de Dennis Villeneuve, la voz de la lingüista Louise Banks (Amy Adams) indica que uno de nuestros límites es cómo vivimos el tiempo, su orden. En la narración, la alternancia de tiempos parecerá el orden que no es. Lo que creemos pasado puede que sea futuro. Lo que parece el final quizá sea el principio. En la alternancia de tiempos se refleja nuestra vulnerabilidad inmanente y la inexorabilidad de la muerte. La muerte siempre nos espera. La muerte fue y será. Es pasado y futuro y el presente brega con esa consciencia, pese a que cierta tendencia humana prefiera vivir con la convicción de la invulnerabilidad, de que no hay un término, de que no hay pérdida y desaparición, de que todo prosigue incluso cuando se supera el umbral de la muerte, como si el mismo tiempo pudiera ser vencido y conquistado. La llegada adaptaba una novela breve de Ted Chiang, Story of your life. En El comerciante y la puerta del alquimista, el primero de los relatos que conforman Exhalación (Sexto piso), de Chiang, el tiempo es vector fundamental. Por ejemplo, la idea de poder recuperar lo perdido, o dicho de otro modo, la desazón por recuperar lo perdido: Hay cuatro cosas que no vuelven: lo dicho, la flecha disparada, el pasado y las oportunidades perdidas. El relato se despliega sobre ese inestable cimiento que es el remordimiento o el arrepentimiento. La idea de poder modificar el pasado, aquel gesto, aquella palabra, aquella omisión. Una puerta al pasado, pero también al futuro, es el umbral para tomar consciencia de que mi viaje al pasado no había cambiado nada, pero lo que había aprendido lo había cambiado todo. En ocasiones lo que quizá nos faltaba era otro ángulo. Nuestra percepción es limitada por la misma colocación en el espacio y el tiempo. Y disponer de conocimiento de otro ángulo quizá proporcione una perspectiva más precisa y amplia, que nos libere de la distorsión de la perspectiva restringida. Nada borra el pasado. Existe el arrepentimiento, existe la enmienda, y existe el perdón.

En este relato cobra importancia la alquimia, como también en La llegada (la figura del ouroboros, la sintonización de la conexión, la unidad o fusión de todas las cosas, que representaba el lenguaje de los otros: que evidenciaban con su irrupción nuestra falta de comunicación y más bien tendencia al malentendido, la susceptibilidad o la hostilidad). ¿Y si, como se plantea en el relato La verdad del hecho, la verdad del sentimiento, dispusiéramos de un dispositivo, el Remem, sustituto de la memoria natural (como un registro completo de nuestras vivencias) con el que pudiéramos comprobar qué hicimos o qué dijimos? ¿No facilitaría el apuntalamiento en las relaciones de la vertiente competitiva o contenciosa, estableciendo una dinámica de puntuaciones con respecto a quien tenía razón con la evocación precisa, una variante de la dinámica del reproche retrospectivo? Una investigación forense de la verdad puede resultar dañina. ¿De verdad importa de quién fue la idea de tomarse aquellas vacaciones que resultaron desastrosas? ¿Necesitamos saber qué miembro de la pareja es el más olvidadizo en los recados del otro?. Chiang amplia la perspectiva con la condición movediza de los matices. Enfoca desde un ángulo extremo, pero no contradictorio sino complementario: quizá la posibilidad de contrastar el hecho con nuestro evocación evidencie cómo habíamos configurado nuestra relación con los demás, nosotros y la realidad, con una narrativa conveniente. Reescribimos nuestro pasado para que se adecue a nuestras necesidades y sostengan la historia que contamos sobre nosotros mismos. Y una tercera cuestión. Disponer de un registro de los acontecimientos del pasado ¿supondría una fidedigna recreación de la vivencia? No es lo mismo lo que sucede que lo que supuso para nosotros, cómo vivimos tal momento o acontecimiento. Se me antoja que un video continuo de la totalidad de mi infancia estaría repleta de hechos pero vacío de sentimientos, simplemente porque las cámaras no capturarían la dimensión emocional del acontecimiento.

Este enfoque sobre las diferentes maneras de vivir el tiempo evoca los magníficos relatos de Los sueños de Einstein, de Alan Lightman. ¿Y si pudiéramos, como en un ordenador, restaurar nuestra vida desde cierto punto, para borrar cierta acre discusión que afectó de modo irreparable una relación afectiva, como se sugiere en El ciclo de la vida de los elementos de software? En La ansiedad es el vértigo de la libertad se plantea la posibilidad de las narrativas paralelas a través de unos dispositivos denominados prismas. La secuencias temporales de lo posible, las decisiones que se podrían haber tomado en aquel determinado momento (que en retrospectiva consideramos decisivo). La vida según el prisma con el que la contemplamos, percibimos, discernimos. Cómo pudiera haber sido nuestra vida si hubiéramos actuado de otro modo. El relato explora las brechas de esa posibilidad tan vinculada con esa compulsiva necesidad de control de los seres humanos, aunque sea mediante la rectificación ilusoria (virtual).  Les encontraron usos personales más allá de explorar <<lo que podría haber pasado>>. La posibilidad de intervención en esas otras líneas narrativas, y su misma existencia, ejerce de seísmo o desenfoque, ya que introduce en sus vidas la idea de contingencia.  Algunos experimentaban crisis de identidad, su percepción del yo se veía mermada por las numerosas versiones paralelas de sí mismos. Unos cuantos compraron muchos prismas y trataron de mantener sincronizados a todos sus yos paralelos, obligando a todos a mantener el mismo curso a pesar de que sus respectivas ramas divergieran.

¿Y si dispones de la posibilidad de pronosticar lo que te podrá ocurrir, como se plantea con el dispositivo Pronostic en Lo que se espera de nosotros? A lo largo de las semanas las implicaciones de un futuro inmutable van calando. Algunas personas, al darse cuenta de que sus elecciones no importan, dejan de tomar decisiones por completo. Como una legión de Bartlebys, dejan de  participar en la acción espontánea. ¿No es la entronización del dispositivo en nuestra sociedad un reflejo, en forma de distorsión, de nuestra necesidad de control absoluto sobre la configuración de la realidad y los acontecimientos? Una necesidad, por otra parte, que se enmaraña con el autoengaño, o lo encubre, ya que quizás sea dispositivo mental humano fundamental desde el principio de los tiempos: en otro relato, Ónfalo, plantea cómo desde el principio de los tiempos el ser humano ha tenido necesidad de conquistar y dominar la naturaleza, pero también la noción de realidad a través del relato (en forma de mito o religión). Un componente fundamental para esa conquista fue la invención o creación de dioses, una manera, por extensión, de dotar de sentido externo a la realidad (y a la incógnita de la muerte). Todo se produce o realiza con un propósito externo, simplemente nos ajustamos o cumplimos o nos hacemos merecedores. Nos justificamos en un modelo (creado pero que configuramos como si fuera revelación) que nos hace sentir invulnerables (hay una continuidad del relato más allá de la muerte). Nos hace sentir que somos el centro del universo, ya que esa personalidad transcendente creada por nosotros (los dioses en forma de grupo perdieron hace  tiempo vigencia) nos hace sentir que somos la finalidad de su propósito; el resto del universo es periférico, como un decorado vacío. Nos sentimos el centro escénico en cualquier escala. De alguna manera, es la oposición a la empatía (Nosotros, en cuanto humanos, somos capaces de crear un sentido para otras vidas). Pero el ser humano necesita ese control configurador del escenario de la realidad, aunque la secuencia de los acontecimientos fluya sobre lo incierto y lo imprevisible. Coincidencia e intención son las dos caras de un tapiz, mi señor. Nos puede resultar más agradable mirar una, pero no podemos decir que una sea verdadera y la otra falsa.

martes, 29 de septiembre de 2020

Asalto a la comisaría del distrito 13

                               

Anderson Alamo era el título con el que elaboró su guión John Carpenter, pero Irwin Yablans, el distribuidor que adquirió la película, impuso el de Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on precint 13, 1976), aunque en un momento dado el teniente Bishop (Austin Stoker) menciona que la comisaría pertenece a la división 13 del distrito 9. El particular Alamo de Carpenter,  ante todo una revisitación de su admirada Río Bravo (1959), de Howard Hawks (de hecho, Carpenter usa como montador el seudónimo de John T Chance, nombre del personaje de Wayne en dicha obra). En este caso los asediados se defienden del asalto de una horda (multirracial) de pandilleros (como también los indios asediaban un fuerte: uno de los policías de la comisaría está interpretado por el actor Henry Brandon, que encarnó al indio Scar en Centauros del desierto, 1956, y el indio Quanah Parker de Dos cabalgan juntos, 1961, ambas de John Ford). En la caracterización de los pandilleros se evidencia la otra fundamental influencia, La noche de los muertos vivientes (1968), de George A Romero. Los pandilleros se conducen como autómatas, inexpresivos, sin articular casi palabra, como una pura fuerza instintiva que aplica el Cholo, una venganza indiscriminada, hacia policías y ciudadanos, por la muerte de seis pandilleros a manos de la policía: uno de los pandilleros apunta desde el coche, con su fusil de francotirador, contra transeúntes de diferente condición; ya anticipa que su víctima podía ser cualquiera, como lo era para el francotirador de Pánico en el estadio (Two minute warning, 1976), de Larry Pearce. No parecen tener identidad singular, más allá de la distinción de su condición étnica, y sus rostros parecen máscaras, como la que utiliza el mismo Michael Myers, en La noche de Halloween (1978), unos y otros lo mismo, como la condición proteica de  la criatura La cosa (1982), indiscernible tras el rostro de los expedicionarios.

Tampoco tienen rostro los mismos policías que disparan en el estrecho callejón a los pandilleros, en la secuencia inicial; sólo se resaltan sus fusiles automáticos, cuando disparan, o humeantes, tras la ejecución.  Detalle, o ingenioso recurso de puesta en escena, que ya aposenta en la narración un turbio extrañamiento, de raigambre fantástica, como si en el fuera de campo se abriera un abismo amenazante, como si la violencia ya se hubiera propagado sobre una ciudad, una sociedad, emponzoñada, en la que la ley ha asumido, como se declara en los medios, que cualquier recurso es válido para eliminar a los delincuentes: es significativo que la comisaria donde acontece el asedio sea una comisaria en proceso de traslado: sugiere la falta de estabilidad del orden, su veleidad e indefinición (ya no se diferencian sus métodos de aquello que dice combatir; por lo tanto las acciones de los pandilleros son tanto una respuesta como su reflejo siniestro). Se provoca y abre, por tanto, una fisura, la violencia desbocada, desatada; ese todo es posible, o nadie se libra de ser vulnerable a la arbitrariedad imprevisible del brote violento: la brutal secuencia en la que disparan sobre la niña junto al camión  de los helados (y que se intentó censurar), y que apuntala, definitivamente, que cualquier puede ser la víctima. 


 Uno de los aciertos más destacados de esta magnífica obra, en la que Carpenter demuestra, entre otras cosas, su refinado sentido de la composición (su dominio de las simetrías), es el de la figura del criminal, condenado a muerte, que es trasladado a prisión, Napoleon Wilson (Darwin Joston, que era vecino y amigo de Carpenter,  y en quién, incluso, se inspiró para la caracterización del personaje, en particular por su humor negro). Le dota de un carácter entre estoico, cáustico, siniestro, macarril y bigger tan life, del que serán variantes (más cínicas)  Snake (Kurt Russell) de Escape de Nueva York (1982), Jack Crow (James Woods) de Vampiros (1998) o Desolation Williams (Ice T), de Fantasmas de Marte  (2001). Napoleón es aún más enigmático, y desconcertante, que todos ellos, y su relieve (sugerido) es más amplio. Del mismo modo que el fuera de campo vertebra la narración (como esa secuencia en la que los patrulleros al escuchar algo que gotea sobre el capó descubre que es la sangre de un técnico de teléfonos que cuelga muerto de un poste), lo incierto ( hasta se juega, para acentuar esa atmósfera casi apocalíptica, casi sobrenatural, con el detalle contextual del indeterminado influjo de las manchas solares), hay vertientes sobre  él que no se concretarán, y permanecerán en incógnita ( por qué le pusieron el apodo de Napoleón, o cuáles fueron sus crímenes), como tampoco sabremos por qué Bishop dejó momentáneamente el trabajo ( al que acaba de retornar).

                               

Los personajes logran perfilarse, admirablemente, a través de sus acciones, o decisiones (en Napoleón se aprecia una integridad de base; a diferencia del nihilismo que emana de las variantes futuras citadas, Napoleón parece un rescoldo de otro tiempo, de un tiempo pasado), como con los mínimos detalles perfila, hermosamente ( de nuevo, con miradas y gestos), la atracción que se gesta entre él y la policía Leigh (Laurie Zimmer);  en especial ese detalle ( también tan Hawksiano), del cigarrillo que Napoleón no deja de pedir durante gran parte de la narración,  y no será otra que Leigh (homenaje a la guionista Leigh Brackett, que trabajó en diversas ocasiones con Hawks) quien se lo proporcione. Dos personajes que aplican el templado estoicismo, sin dejarse llevar por las furias (memorable Leigh, cuando, con el gesto imperturbable, deja que se acerque el pandillero, que ya le ha disparado en un brazo, y le golpea con contundencia, o más tarde dispara contra otros que entran por la puerta de atrás), y saben, por ello, resistir a esa ciega e incontenible fuerza del instinto que representan los pandilleros, la brecha de una ley que ya, como una mancha solar, se asemeja cada vez más al propio abismo.

 

 



domingo, 27 de septiembre de 2020

Tarde de perros

                           

Un barco fluye por las aguas de Nueva York, perros escarban en la basura, ancianos conversan en la calle, niños se lanzan a una piscina en una azotea, obreros trabajan en las calles o en edificio en construcción, gente riega su jardín o la acera, practica el tenis, o toma el sol en la playa o dormido en la acera o con un placa solar en lo alto de un edificio; el tráfico de coches y aviones, el tráfico y la circulación de la vida, rutinas y diversidad de transeúntes como una mujer que sale de un edificio junto a una marquesina que anuncia una reposición de Ha nacido una estrella, sin aún saber que el que fue su marido, Sonny (Al Pacino), será durante unas horas una estrella, protagonista escénico, centro de atención de los medios, por apostarse con rehenes durante tras un fallido intento de atraco. Los hay que recogen la basura, y quienes venden sus productos en puestos callejeros. Basura y comercio, conceptos muy amplios que abren sórdidas compuertas cuando se transforman en metáforas. Calles, y más calles, y más transeúntes anónimos que conforman el aliento de la ciudad, como tres hombres en un coche, junto a un banco, al que entrarán para atracarlo, pero fracasarán, aunque sí dejarán de ser anónimos. Este es el prólogo de Tarde de perros (Dog day afternoon, 1975), de Sidney Lumet, con guion de Fran Pierson, inspirado en un artículo de la revista Life, The boys in the bank, de P.F Kluge, sobre un atraco que tuvo lugar en Brooklyn en agosto de 1972.

El relato se inicia con un barco que fluye por las aguas, en donde nada parece que enturbie el paisaje. Es lo que tienen también los planos generales, que poco se advierte de lo que sienten las figuras diminutas que contiene (o se desplazan). Y la narración concluye con un avión que no despega, ilusiones que definitivamente se frustran, el fallido intento de asaltar a una prisión invisible, la ciudad, la sociedad. Sonny en un momento dado dado grita '¡Attica, Attica! (alusión al motín carcelario en Attica, de 1971), y es jaleado por el público asistente, como si fuera un héroe que sufre, como cáustica inversión de la resistencia patriótica de El álamo, el asedio de un cuantioso número de policías. Ese desorbitado número se podría tomar como una hipérbole, como lo era el caustico final de Ruta suicida (The gauntlet, 1977), de Clint Eastwood (quien ni por esas conseguía desprenderse del peso de la calificación de fascistoide desde Harry el sucio), en donde el autobús que conducía el policía que encarnaba Eastwood era acribillado por miles de balas de otros policías. Pero lo desorbitado en este caso tiene base real (fueron 150 los que asediaron a Sonny Wotjowtiz, el atracador en el que se inspira el personaje de Pacino).

 

Tarde de perros es una mordaz sátira de supurantes sombras. Su luminosidad no oculta su entraña siniestra. No son zombies o delincuentes espectrales los que asedian, como en La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, 1968), de George A Romero o Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on precint 13), sino policías y agentes del FBI. Ya el comienzo indica que este atraco se aleja de ciertas convenciones, como si el proyector temblara y dejara paso al pálpito de lo real (no hay ni banda sonora, dejando de lado la canción Amoreena de Elton John en el montaje secuencial inicial, y otras dos canciones que se oye diegéticamente). Nada más entrar en el banco, uno de los atracadores no se ve capaz y pide que le dejen ir. Tampoco hay el dinero que esperaban, porque acaban de llevárselo, por lo que tienen que coger cheques de viaje, lo que conlleva que Sonny queme en una papelera el libro de registros, sin percatarse de que ese humo puede llamar la atención del comerciante de enfrente. Es lo que tiene la vida, imprevistos que pueden determinar que te encuentres rodeado de una marabunta de agentes de la ley. Tampoco el ambiente que se crea dentro del banco es el que se considera previsible, desde luego mucho menos tenso que el de los policías en la calle, caracterizados por su gesto adusto, severo o crispado, prestos a apuntar con un arma, y molestos porque la gente disfrute del asedio como un espectáculo en el que los héroes no son precisamente ellos. Cuando el público asistente repite las palabras de Moretti (Charles Durning), el oficial de policía que dialoga con Sonny,  casi determina una carga policial para acallar la irrisión. Dentro, en cambio, las cajeras conversan distendidamente con los atracadores, o hasta juegan con su fusil (quizás, porque de algún modo, Sonny es uno de ellos, alguien que era un rehén de una sociedad no precisamente justa).

Es un espectáculo, un circo o un carnaval (un freak show, como dice Sonny). El chico que lleva las pizzas salta alborozado y grita que es una estrella por ser centro de atención, para las cámaras, durante unos segundos. En la vida sueles estar siempre fuera de campo, de repente eres algo, aunque seas un atracador que perturba un tanto el orden donde todo parece que fluye como si nada ocurriera, como un barco en las aguas calmas del río. Un periodista televisivo le pregunta a Sonny por qué lo hace, por qué no busca un trabajo. Sonny justifica su acción argumentando que, tras volver de la guerra, no quería conformarse con un mísero empleo, y lo ejemplifica con el de cajero de un banco. Las respuestas molestan, y se corta la emisión. Hay respuestas que se convierten en preguntas perturbadoras. Quizá no sea tan fácil encontrar trabajo, quizá te has ido a servir a la guerra, y a la vuelta te has encontrado con que no dispones precisamente de facilidades, si no tienes un carnet del sindicato eso te complica un tanto las cosas. Quizá tu novio, Leon (Chris Sarandon), quiere cambiarse de sexo, y eso cuesta el ojo, o los dos, de una cara. Y quieres complacer a quien amas. Y un banco suele tener dinero. Quizá sea la única opción para conseguirlo. Como si, a la vez, sin pretenderlo, realizaras un motín contra una sociedad que te pone  las cosas díficiles más que favorece, que te asfixia y no te deja fluir sino que te aboca a sentirte varado. Mejor intentar algo en una tarde de perros que seguir soportando una vida perra. Quizá no sea una circunstancia que haya cambiado pese a las décadas transcurridas. Quizá sea el momento de que todos gritemos de nuevo: ¡Attica!

sábado, 26 de septiembre de 2020

La salida de la luna


Un infractor y un representante de la ley se encaminan juntos (y juntos adquiere la noción de camaradería y concordia) hacia la comisaría en The majesty of law en la conclusión del primero de los tres relatos que conforman La salida de la luna (The rising of the moon, 1957), de John Ford, La majestad de la ley (The majesty of law), el cual se centra en la visita de un reticente representante de la ley a un amigo que no desearía detener por la agresión infringida a un vecino. En el tercer episodio, 1921, otro policía cesa en su voz de alarma mientras ve cómo se aleja un prófugo en su bote hacia alta mar, y entona la canción que momentos antes había cantado el prófugo, precisamente The rising of the moon: el otro es él, aunque su uniforme pudiera indicar, determinar, que está en otra orilla distinta. En el segundo episodio, La espera de un minuto (One minute wait), se centra en la escasa atención a las normas, con la demora de salida de un tren de una estación, suspendida repetidas veces por una razón u otra. El orden no se debe definir por lo restrictivo sino por la flexiblidad. Uno no es, en primera instancia, un uniforme, una placa, una norma, una función que cumplimentar como un engranaje. El factor humano, la empatía, la distensión desapegada, la vertiente afectiva, es primordial en la actitud que desplegar en la relación con los otros. Esa es la real majestad. Si hay que esperar más de un minuto, si hay que infringir un horario establecido o una norma, es porque hay que estar abierto a las circunstancias y sus imprevistos y vericuetos. Precisamente, el actor Tyrone Power realiza la introducción de cada uno de los relatos en el umbral de una puerta; espacio de lo posible, los tránsitos y las modificaciones: el umbral es signo de flexibilidad.

 

La salida de la luna no es una de las obras que suele destacarse en la filmografía de John Ford, ni siquiera cuando se reivindican obras de pequeña escala como El juez Priest (1934) o The sun shines bright (1953). Pero no dudaría en calificarla como una de sus obras más entrañables o jubilosamente exultantes (y una de las obras más definitorias de su singular mirada). Fue una propuesta que le plantearon para impulsar la producción irlandesa (y por lo que parece Ford accedió sin cobrar remuneración alguna). El título hace tanto referencia a la obra teatral, de marcado carácter patriótico (irlandés), que escribió Lady Gregory en 1904, y que se adapta en el tercer episodio bajo el título de 1921, como a la canción (cuyas estrofas son parte integrante de esa narración) o balada irlandesa escrita por John Keegan Casey (publicada en 1866), y cuya letra remite a la rebelión de irlandeses unidos en 1798, como aliento de inspiración para la que sería la rebelión feniana de 1867. Así que la obra de Ford (cuyas raíces eran irlandesas) recoge el testigo de ese espíritu de exaltación, pero a través de un tono tan distendido como irónico que destierra cualquier gravedad panfletaria (con apuntes como que, en el episodio La espera de un minuto, la atildada pareja británica, de clase alta, exclusivos pasajeros de primera clase, se queden en el andén cuando por fin el tren se ponga en marcha).

                                        

El primer y breve relato, La majestad de la ley, adaptación del relato Bones of contention de Michael Killanin, es un preclaro ejemplo del sutil arte de Ford, esquivo y soterrado, reflejado a través de detalles que ya insinúan la renuencia del inspector Dillon (Cyril Cusack) a realizar su cometido: el hecho de que salga de la comisaría sin querer coger el coche, y ni siquiera la bicicleta, presto a recorrer una larga distancia con el único apoyo de un bastón, evidencia su renuencia a realizar el cometido encomendado; cómo mira esa torre en ruinas colindante con la granja del hombre que va a visitar, 0'Flaherty (Noel Purcell), una mirada en la que se sugieren las afinidades afectivas (y una inexorabilidad que no se puede eludir). En principio, la visita parece que no tenga nada de oficial, sino que es el encuentro de dos amigos, cuya conversación (como en ocasiones el arte de Ford) es pura digresión, aderezado con el consumo del té y el inefable whisky que colapsa momentáneamente el aliento (o levanta una imponente llamarada cuando se arroja al fuego), y la puntual intervención de otros lugareños que irrumpen (no como interrupción sino como musical deriva), hasta que, casi como si fuera un aparte u otro tema de conversación más al que no da especial relevancia (ambos hablan, en ese instante, fuera de la casa, sin mirarse a la cara), se revela que la presencia de Dillon sí es oficial (pero por amistad no le ha dado ese tratamiento; por eso, el hecho de recorrer camino hasta su casa con un elemento más tradicional y cotidiano como un bastón, y no oficial como un vehículo). El motivo de la detención: una de esas rencillas entre vecinos que terminó con O'Flaherty golpeando en la cabeza al otro (por calificarle como mentiroso). Podría evitar esa detención con el pago de una multa, pero niega la ayuda monetaria de amigos (e incluso de aquel a quien agredió), en buena medida por orgullo, lo que también representa la pétrea torre en ruinas (un tipo de orgullo, que se expresa con puñetazos, cuestionado con ironía en la festiva conclusión de El hombre tranquilo, The quiet man, 1952). De hecho, la despedida de sus vecinos se tiñe de una lacerante melancolía, precisamente frente a esa torre, como si un tiempo se derruyera, o fuera el fin de algo (cómo previamente toca el muro de su chimenea, gesto que realizaba cada día). El hecho de que solicite que el inspector Dillon le espere en la entrada en la comisaría es el gesto de intemperie de un niño que necesita la asistencia de un adulto cuando se pierde en un mundo del que no sabe si regresará. Los muros y las torres también se derruyen.

Un minuto de espera adaptación de la homónima comedia de un acto de Martin J McHugh, es una pura delicatessen. El título hace referencia a ese minuto de espera que el interventor grita cuando llega el tren a la estación. Si en la presentación del primer relato, por parte de Tyrone Power, ya había cierta sorna cuando apuntaba que es de esos relatos que parece que no hablan de nada, pero hablan de cosas muy importantes, en éste se presenta diciendo que los tránsitos del tren eran reflejo de que pocas cosas ocurrían -recuérdese, dicho sea de paso, las magníficas secuencias de la estación de El hombre tranquilo. En este episodio no pueden pasar más cosas con un tren al que, como dice una mujer, nunca se llegará tarde, porque siempre sale tarde. Por tres veces, por tres imprevistos, se gritará un minuto de espera, lo que determina que todos los pasajeros (o casi: menos la envarada pareja de clase alta) salgan en tropel cual alud en dirección al bar de la estación. Sea porque hay que meter a una cabra que representa al condado en una competición, porque llegan con el marisco destinado a una boda de un obispo o porque avisan de la llegada del equipo de criquet (acompañado de banda musical de gaitas) que acaba de ganar un partido, por tres veces todos desembarcan, sea para continuar, como el maquinista, su relato de encuentro con un fantasma, o sea para que una pareja acabe concertando una boda entre la hija de una y el hijo del otro. Una pequeña joya que inspira el deseo de habitar de modo permanente esa estación (cual luminosa variante de risueña concordia de El ángel exterminador).

El tercer relato, 1921, que podría ser el más grave, logra rehuirlo. Eso sí, es en el que Ford se permite ciertas estilizaciones, caso encuadres desequilibrados en el primer tramo (con matices más tenebrosos en el trabajo de la iluminación proporcionados por Robert Krasker), relacionados con la espera de la ejecución de un integrante del ejército republicano durante la guerra de la independencia (1919-21). Un desequilibrio acorde a una circunstancia que reajustar (y equilibrar) mediante su liberación (efectuada gracias al dominio del arte de la escenificación). Ford (y el guionista Frank S Nugent, habitual colaborador) ofrecen proverbial muestra de su capacidad para caracterizar personajes con escasos trazos, como el policía irlandés (Dennis 0'Dea), que mantiene el orden en la pacífica manifestación ante la prisión, mientras su esposa le reprueba que esté apoyando a los enemigos (sin faltar la apostilla doméstica o íntima: el recordatorio de que esa mañana se había olvidado de ponerse los calzoncillos), o el pesaroso comandante de la prisión por tener que realizar esa ejecución (un absurdo tras cuatro años de enfrentamiento). El segundo tramo condensa la fuga, gracias a la intervención de dos simpatizantes por la causa disfrazadas de monjas (actrices, por otra parte), con un breve pasaje en el teatro (en el que maquillan al fugado) y un desenlace en un nocturno muelle, donde se cruzan evadido y sargento de policía, con una feliz culminación, celebrada por la canción que da título a esta estimulante que refleja el gran arte de John Ford, ese que parecía hablar aparentemente de cuestiones livianas, pero realmente hablaba, sutilmente, de cuestiones muy sustanciosas: eso tan escurridizo, y con tantos vericuetos y umbrales, que se llama la vida.



jueves, 24 de septiembre de 2020

Arde el musgo gris (Nórdica libros), de Thor Vilhjamasson

                              

 Asmandur pensó que tal vez habría otro rostro debajo de aquel que lo miraba; en el que podría verse el bullir de su alma, si se pudiera retirar aquella máscara moldeada por los elementos. En las producciones cinematográficas islandesas que llegan a nuestras pantallas resalta el contraste entre la magnificencia de la amplitud su paisaje y la asfixia que destila la vida de sus habitantes, sea de un entorno urbano o rural. En obras como Sparrows (2015), de Runnar Runarsson o Heartstone, corazones de piedra (2016), de Guðmundur Arnar Guðmundsson, predomina la sensación de restricción y ensimismamiento, la dificultad de conjugar la expresión de sentimientos y de lidiar con lo que piensan los demás. En la mordaz Buenos vecinos (2017), de Hafsteinn Gunnar Sigurdsson, un árbol es el elemento de conflicto, entre unos vecinos, que desata sus miserias. Esa emponzoñada y retorcida constricción de aduana vital se amplía a la relación del extraño como evidenciaba Y respiren normalmente (2018), de Isold Uggadottir, centrada en el contraste de la vida de dos mujeres, una mujer islandesa que sufre las agonías de la precariedad (incluida pérdida de piso),e inicia un trabajo como aduanera, y una mujer de Guinea-Bissau que será deportada, precisamente, por la intervención de la primera, al advertir una anomalía en su pasaporte (o de qué modo tan fácil nos convertimos en esbirros de un sistema que nos asfixia u oprime). Y también se extiende al mismo entorno, como si mediante círculos concéntricos que se amplían en su eco se acentuara esa restrictiva actitud que nos encierra en nuestro ombligo, como con agudeza planteaba La mujer de la montaña (2018), de Benedikt Erlingsson, en la que, mediante los actos saboteadoras de una insumisa mujer, se cuestionaba la política económico-empresarial que ignora, y más bien, desprecia las consecuencias de la implantación de unas empresas en el medio ambiente y en las vidas de los habitantes. En suma, ¿sabemos relacionarnos con los demás, sean los de nuestro entorno o foráneos, y con el mismo entorno? ¿Quién conoce a otro? ¿Te conozco yo a ti?¿Me conoces tú a mí? Nos amamos. Nos gozamos. Y después volvemos a convertirnos en dos seres humanos. ¿Qué es lo que sabemos de nosotros? Son interrogantes o cuestiones que atraviesan y alientan Arde el musgo gris (Nórdica libros), de Thor Vilhjamasson (1925-2011). Ese desencuentro de diálogo se expresa a través de la diversidad de su estilo y su estructura fractal. Un estilo exuberante, lírico, que detalla la materialidad de la naturaleza, se despliega en excursos en el territorio del mito, o del impresionismo de las emociones, y un estilo más sobrio, acorde a la crónica judicial, o las conversaciones dialécticas. En la obra confluyen las miserias humanas con las quimeras heroicas. O su desajuste. ¿Acaso la nación no tenía nada en común que no fuera la miseria y los fantasmas? Las antiguas sagas, claro. ¿Pero no eran solamente los héroes, las quimeras?. En el núcleo de la novela, o de sus fragmentos que asemejan a añicos, el forcejeo dialéctico entre el acto de matar y la fragilidad humana, los extremos que enfocan sobre la condición del ser humano. En la espesura del entremedias, difusa, la lacerante interrogante del por qué. Pero cuál debe ser el modo de enfocar. ¿Cómo podemos juzgar si quizá no sabemos comprender?.

Daba gracias por gozado de la espléndida belleza de las montañas que hacían que la mente se elevara muy por encima de las preocupaciones cotidianas, de sus pequeñeces y nimiedades. Le había venido bien ponerse en camino, separándose así de sus libros, de su hogar, de los poetas latinos que buscaban la belleza y rechazaban lo que pasaba al hombre aquí abajo, la desventura y la apremiante necesidad que ahogaba tantas cosas desde su misma cuna, y las mutilaba y desfiguraba. En esa travesía, en ese recorrido desde la restricción de la mirada de juez a la mirada comprensiva fluye, o eso intenta, el protagonista, el juez y poeta Asmandur, que se desplaza (físicamente) para ejercer de juez contra dos hermanos acusados tanto de relación incestuosa como de realizar un aborto. Su desplazamiento (emocional o mental) no concluye sino en un grito que evidenciará el desajuste que hay en él entre el poeta y el juez. Se siente representante de la actitud que puede rescatar al ser humano, a sus conciudadanos, de las ciénagas de su naturaleza desfigurada y desorientada. Con aquella urgencia que sentía de escribir poesía para aliviar su alma, y de aprovechar al máximo sus energías para su propia salvación y para elevar a su pueblo a la misión que había soñado para él, la misión que veía como un deseo de la providencia divina; alcanzar la madurez y cumplir lo que a aquella nación correspondía. Pero quizá sea su actitud la que apuntala el desenfoque, el extravío. Los jóvenes se aman. Se les puede enfocar desde esa perspectiva o condenar por infringir la ley de los hombres (o esa entelequia llamada divina que no es sino extensión de la propia restricción de miras de los seres humanos) por realizar incesto. La joven tenía bien alta la cabeza, y exhortaba a su amante a alejar de sí toda inquietud acerca de lo que pudieran pensar los demás, y a gozar las cosas mientras duraban. Pero el juez parece enfocar desde la mirada que ve a los otros como representaciones que ajustar a un molde, por eso las desprecia, aunque en teoría se considera valedor o salvador de las mismas. Se sentía violento, no le apetecía lo más mínimo tener que dedicarse a aquello. La gente a la que había interrogado le parecía insustancial. Muy lejanos. Así que este es mi pueblo, pensó, y sintió repugnancia. El juez representa esa actitud que se siente por encima, y mira por encima, o juzga a los demás desde el prisma de un modelo (que se asocia con un mito o entraña de tradición) pero no sabe establecer un vínculo frontal ni comprensivo. Tú, el individualista. Tú, que crees en la fuerza del individuo, Pero abominas de la debilidad. Lo débil y lo pequeño, ¿nunca piensas en eso?¿Nunca piensas en cómo se siente el reo? Lo que vive en su pecho. Su deseo de vivir. Sus sueños. El naufragio de su deseo. Las esperanzas que luchan contra la desesperación. Tú, que eres poeta. (…) ¿Cómo puedes ser dos personas en una sola? El poeta con el deber de comprender lo que intenta vivir. Y el juez implacable que se cierra ante aquello que no concuerda con los párrafos de esas artificiales leyes nuestras?

El juez es la actitud que apuntala respuestas, y pretende que la realidad, y los demás, se ajusten a ese patrón o modelo. La narración, con su misma estructura escurridiza  y sinuosa, alienta las interrogantes sobre qué es lo que sabemos de nosotros, y por tanto de los otros, o por qué un ser humano es capaz de matar, qué es lo que le puede conducir a realizar tal acto, o sobre si nos esforzamos en disponer de la necesaria mirada flexible, con una perspectiva realmente amplia, para ser capaces de comprender la fragilidad de los demás, en vez de tender al juicio tajante y restrictivo que tan fácilmente puede derivar en infligir daño a otro con cualquier justificación (legitimada). Somos débiles y contradictorios. No podemos vivir sin destruir otras vidas. Pero eso no ha de alegrarnos, sino apenarnos. En un poema de la Edda (la raíz de la mitología escandinava) destaca la máxima el hombre era el gozo del hombro. O no hay nada mejor que la compañía de otro ser humano. La cuestión es interrogarse por qué complicamos tanto la posibilidad de ese goce. Allí no se acurrucaba cada uno en su rincón como mensajero de alguna desgracia, allí, el insignificante no era rechazado como huésped, allí reinaba la concordia entre las personas, y el hombre era el gozo del hombre.

martes, 22 de septiembre de 2020

La soledad del corredor de fondo

 

La vida puede ser una carrera a ninguna parte, aunque te estén señalando cuál es la dirección que debes seguir, como así lo han hecho los que te preceden. Detenerte es rechazar esa ilusoria dirección que no es sino un engaño que alquilará y anulará tu vida hasta tu muerte. Colin Smith (Tom Courtenay),  el protagonista de La soledad del corredor de fondo (The loneliness of the long distance runner, 1962), de Tony Richardson, deseaba, cuando era niño, perderse. Pero dando sus primeros pasos como adulto ha constatado cuán difícil es lograr perderse. Hay quien le señala que tiende a huir. No corre hacia una meta o propósito, no para ganar ni lograr algo, sino que simplemente huye de un entorno, un modo de vida del que no quiere ser partícipe. Ya ha avistado que la vida de los adultos, a su alrededor, se define por un mismo patrón. Las relaciones maritales se deterioran progresivamente, y se convierte en una rutina de bilis y entumecimiento compartidos, como su madre reprochaba a su padre que no trajera el suficiente dinero a casa y él le reprochaba a ella sus flirteos con otros hombres. Colin no quiere esa vida, no quiere que su vida sea como la de su padre, un obrero de tantos que embarga su vida para conseguir un raquítico salario. Ya percibe los engaños de lo que no será, como los muebles expuestos en el escaparate de una tienda. Colin, en suma, es un joven de extracción social baja que no ve nada claro su futuro, o que no acepta aquello a lo que está destinado, una casilla ya predeterminada. Colin quiere huir de esa prisión no visible, aunque no sabe cómo.


La narración, tras presentarle corriendo, emblema de su circunstancia vital, comienza con su reclusión un reformatorio por robar un dinero en una panadería. La estructura del relato combina tiempos, los de la estancia en el reformatorio con su vida anterior, o un sutil modo de mostrar causas y efecto (de una resistencia), y asociar dos tipos de reclusiones. En el reformatorio, otro espacio roturado donde cada uno tiene su posición adjudicada, el director (Michael Redgrave) le plantea, por sus cualidades de corredor de fondo, representar a la institución para ganar una carrera contra un colegio de niños ricos. Esa oportunidad, por añadidura, implica poder acceder a una posición privilegiada. Si destacas puedes acceder a los privilegios de los que disfrutan los de clase dominante. Para los otros chicos, provenientes de su mismo entorno, se convierte en un esbirro. El deporte también era el medio por el que el jugador de rugby Machin (Richard Harris) conseguía acceso, en El ingenuo salvaje (This sporting life, 1963), de Lindsay Anderson, a los lujos y placeres inalcanzables para la vida de privaciones de los nacidos en un entorno de extracción social baja, la vida de los obreros y peones que miraban la vida desde la distancia, como Colin mira desde una colina, junto a Audrey (Topsy Jane), la chica que le gusta, la grisura de esa ciudad de la que quiere huir. Por eso rechaza el empleo en la fábrica de su padre, fallecido recientemente, aunque para él su vida era la de un muerto desde hace décadas atrás, desde que aceptó que su restringida casilla de vida de privaciones era ineluctable. Colin quema un billete del dinero recibido por el seguro, tras la muerte de su padre, porque lo considera la ilusoria recompensa que intenta disimular un sometimiento.


Colin roba como si eso fuera el acceso a otra realidad, aunque más bien es el gesto de quien no quiere resignarse a ser lo que la falta de oportunidades de su posición en el entorno le determina. Entre las dunas, junto al mar, por un momento fuera de la realidad, comparte su insatisfacción con Audrey, sus ansias de no vivir esa vida que siente como predeterminada. Dunas, un espacio cambiante, y un diseño de vida al que no quiere ajustarse aunque no sabe cuál es la línea de puntos con la que perfilar la vida que desea, y que sienta controlar, no programada por una estructuración social en la que le ha tocado en suerte una posición de salida en las posiciones más bajas. Para Colin solo quedará el gesto de sublevación o disidencia. La resistencia a ganar la carrera, aunque pueda hacerlo, es una forma de rebelarse ante un sistema que le sojuzga y convierte en cosa, en alguien que se convierte en algo si acepta su lugar en el mundo. La victoria significaría sumisión. Aunque corra contra los estudiantes de clase alta, ganarles no implicaría sino derrota, ya que significaría que acepta unas reglas de juego. Si gana es un privilegiado, porque le concederían esa distinción por ser un ganador, por disponer de unas determinadas cualidades en una de las diversas competiciones de la vida. No quiere ser un esbirro.


 Alan Sillitoe fue una figura fundamental para el Free cinema, uno de los grandes literatos de aquella generación de Angry Young men. Su relato La soledad del corredor de fondo (Debate) y su novela Sábado noche, domingo mañana (Impedimenta) sirvieron de base para dos obras marcadas por una ilusoria luminosidad (una luz que ciega los ojos), dos retratos de jóvenes de baja extracción, un obrero (y sus contradicciones) y alguien que se niega precisamente a ser un obrero. No fue el único. Las excelentes novelas de John Braine y David Storey, Un lugar en la cumbre (Impedimenta) y El ingenuo salvaje (Impedimenta), dirigidas respectivamente por Jack Clayton y Lindsay Anderson, fueron adaptadas en otras dos de las mejores obras de aquel efímero movimiento cinematográfico que mordía en la yugular de un sistema clasista (o definido por unas desorbitadas desproporciones en la disposición de poder adquisitivo). Dos hombres que accedían a un posición privilegiada, uno por sus aptitudes deportivas (como ha seguido siendo en este sistema capitalista) y el otro por aptitudes arribistas o el desprendimiento de molestos escrúpulos para poder acceder, a costa de quien sea, a la posición de privilegio. Unos corren hacia la cumbre, una dirección bien definida, no solo para huir de un entorno, sino para integrarse en un sistema que genera las carencias del modo de vida de ese entorno con el que quería interponer distancia (como la que separa un abismo), y otros corren para huir de ese sistema que les aprisiona, aunque su huida esté condenada al fracaso, ya que seguirán condenados, como el protagonista de La soledad del corredor de fondo, a su posición de figura marginal e intercambiable entre los que no disponen de privilegio alguno. En la última secuencia, junto a otros de los chicos en el reformatorio, maniobra con unas máscaras de gas. Es lo único que le queda, la ilusión de encontrar una máscara de gas con la que sentir que se protege del gas de un modo de vida que le matará lentamente como a su padre.

 

sábado, 19 de septiembre de 2020

Privilege

Privilege (1967), de Peter Watkins, nos relata la génesis del Conformismo productivo (concepto quizá familiar, dado cómo se ha propagado en nuestros tiempos). Tómese una  figura con imagen contestataria, alguien que puede convertirse en un icono de rebeldía contra el sistema u orden establecido. Si es en los 60, por ejemplo, un cantante pop, como Steven Shorter (Paul Jones, cantante de Manfred Mann), que sirva para  canalizar la violencia de la juventud, en espacios controlados como salas de concierto (en vez de en las calles, con manifestaciones y protestas dirigidas hacia las instituciones de poder) y  conviértasele en una especie de mesías con inclinaciones integradas (conformes), bien flanqueadas por el poder del clero y cierto espíritu nacionalista que evoca al que supo dominar a las masas y propulsar el nazismo al poder en la década de los 30 (We will conform/Nos conformaremos demanda a la muchedumbre que repita el representante del clero en el púlpito que es tribuna, durante una representación o escenificación en  un estadio deportivo, con gran cruz de neón que ejerce de altar). Anverso y reverso, o cómo saber deglutir e integrar las convulsiones en los disconformes márgenes, que pueden desestabilizar el llamado tejido social; una artera y sibilina manera de convertirlas en parte del mismo orden establecido (conforme), lo que es decir el sistema que se impone. Las estrellas del rock son como divinidades, así que el gesto raptado y arrebatado de la entregada admiradora, o la agresividad epidérmica de la rebeldía adolescente frente a cualquier signo de autoridad (representada en los guardianes que maltratan a Shorter en el escenario) hay que vehicularlo en la dirección conveniente, el de la sumisión y el conformismo en espacios bien controlados de desahogo (no es lo mismo cargar contra los actores que representan a los guardianes en el escenario que a policías en una calle).

El privilegio al que alude el título es el del poder disfrutar de la posición privilegiada de influencia sobre otros, y aún más, sobre las masas. Eres admirado, eres lo que se desearía ser, eres quien canaliza de modo sublimada las frustraciones (la rebelión larvada, la disensión con respecto a un modo de vida que se siente como celda). Convertido en modelo, tus palabras y actos y aspecto son guía y referencia. Claro que quizás aspires más a ser persona, a recordar que no eres un símbolo, manipulado, además, cual marioneta por otros, pero ya entonces entrarías en la categoría de perturbación o molestia, lo que implicaría tu precipitación en las simas de la mudez, en los márgenes donde nadie pueda escuchar lo que quieras decir, porque cuando la marioneta se rebela ya no es funcional, no es el instrumento conveniente. Privilege es un falso documental, y es una obra de anticipación. Es la obra que determinó la irresoluble colisión de Watkins con los poderes fácticos de su país, Inglaterra, y su exilio. Su voz de nuevo guía la narración, en la que se intercalan entrevistas con varios de los personajes, sea el agente de Shorter, el banquero que le financia, o el mismo Shorter. De nuevo, como en sus obras precedentes, pareciera que asistiéramos a un reportaje, en el que la ficción ya se desvela desde el primer plano (la claqueta sobre el rostro de Shorter). La realidad es manipulación, y la mordacidad sangrante de la mirada de Watkins lo desvela, de modo más hiriente, a través de esta apariencia de documental. Como The war game, con la posibilidad de una guerra nuclear y sus probables consecuencias, es una obra que se sitúa en un futuro próximo, como espejo distorsionado de los retorcidas estrategias del poder: de qué hábil modo pueden mediatizar a la población, cómo utilizan la imagen de lo que parece oponerse a los valores instituidos o predominantes, a través de una figura pop, la espita de unas insatisfacciones (en la presentación, Shorter actúa en un escenario, esposado, y golpeado por los policías que le escoltan, lo que provoca que el público acabe alzándose contra los policías). Pero Shorter es ante todo una inversión, un instrumento para sugestionar, manipular y conducir a la población, llevándole al terreno, o los valores, que interesan y apuntalan a las instituciones del poder. En este sentido, resulta un antecedente, más riguroso y menos efectista, de La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, la cual contradecía con sus planteamiento estético (espectacularizador) sus presuntas intenciones, o de The wall, 1982, de Alan Parker.

Mike Leigh en su espléndida Meantime (1984), describía cómo se gesta la negación de un skinhead: cuando no se sabe rebelarse de modo constructivo ante una opresión se corre el riesgo de ensimismarse en el exabrupto de la negación. No se sabe articular de modo constructivo la insatisfacción o divergencia. En Privilege, Shorter (más corto) es un joven sin particulares inquietudes. Casi no sonríe. Su vida gira alrededor de la música, o de los programas infantiles de la televisión, como si no hubiera nada más, como si fuera casi una carcasa vacía. Su interior parece recortado. El retrato que realiza de él la pintora Vanessa (Jean Shrimpton) asemeja al de los de Francis Bacon, con rasgos desfigurados, derretidos, y cuencas oscuras. Ese vacío, que linda con la tristeza, es el que cautiva a Vanessa. Un vacío que impulsa a ser rellenado, convertido en plenitud. De hecho, Shorter es alguien al que dejan escaso resquicio de espacio propio, porque no resultaría conveniente (necesita que permanezca recortado, para no suscitar inquietudes ni interrogantes). Pero su espacio interior se hace más grande con su relación con Vanessa, quien de algún modo le despierta, y le recuerda que no es un símbolo, sino alguien, una persona, como él grita a los que le han diseñado y manipulado, como John Merrick (John Hurt) en los sórdidos baños públicos, en El hombre elefante (1980), de David Lynch, clamaba que no era un monstruo sino un ser humano. No es una divinidad o un símbolo, ni es una cosa, una manzana, como se refleja en ese delirante spot publicitario en el que participa: El hábil uso de las tentaciones para que, sin que te des cuenta, comiences a pensar como una manzana, hasta que llegue el momento en que te hayas transformado completamente en una manzana. Eres cómo se te moldea. Si te resistes te convierten en un personaje de una película muda, porque la perturbadora disidencia no puede tener voz. 

jueves, 17 de septiembre de 2020

Los terranautas (Impedimenta), de T.C Boyle

 

Los recursos de la Tierra se agotaban, el calentamiento global empezaba a reconocerse como un hecho científico y no de ciencia ficción, y si el hombre iba a evolucionar para desempeñar algún papel en todo aquello en lugar de no ser más que otro organismo condenado en un planeta condenado, si la <<tecnosfera>> iba a reemplazar a los procesos puramente biológicos, entonces tarde o temprano tendríamos que sembrar vida en otra parte. El escritor estadounidense T.C Boyle (1948) escribió Los terranautas (Impedimenta) hace cuatro años pero situó la acción dramática en 1994, porque se gestaba el comienzo del confinamiento en la progresiva virtualización de nuestra relación con la realidad, cada vez más conectados a pantallas, de las que cada vez somos más extensiones que a la inversa, y cada vez menos conectados con nuestro entorno y los demás, y sí más ensimismados o encapsulados, más dependientes de lo que me o nos afecta. Boyle ubica el confinamiento de ochos personas cuando se gestaba la revolución informática, el dial-up, internet, los ordenadores estaban presentes en el 36% de los hogares del país. Ese confinamiento de dos años es un experimento o un ensayo: ocho científicos (cuatro mujeres y cuatro mujeres) utilizados como cobayas para comprobar de qué manera es factible una posible colonia extraterrestre, confinados en el interior de un cúpula de cristal (Ecosphere 2). Son cuatro mujeres y cuatro hombres para no herir susceptibilidades en el escenario de los géneros, pero sí suscita irritación susceptible con respecto a la vertiente étnica el hecho de que casi todos parecen unos estupendos especímenes de la raza blanca, más allá de que sus cualidades científicas no se pongan en cuestión. Quién se lo plantea es una de las tres personas cuya perspectiva alterna la narración, una mujer de raza oriental, Linda. Es quien se queda fuera de la selección de este segundo intento (ya que el primero fracasó cuando una de las científicas se cortó accidentalmente un dedo). El resentimiento domina sus pensamientos y actos. Las otras dos perspectivas corresponden a otra mujer, Dawn, y un hombre, Ramsey, sobre los cuáles sobrevuela desde las primeras páginas la posibilidad de una relación, o de una disonancia que difumina los límites o pone en interrogante los cimientos de una atracción; o qué prevalece como motivación en la apuesta de una relación, y en su afianzamiento, sea pasajero o más duradero; somos impulsos, necesidades y conveniencias (¿sobre qué fundamentamos nuestras decisiones?).

Esa doble perspectiva, desde fuera y desde dentro, amplifica las inconsistencias que acaban por minar los proyectos. Íbamos a comer sano, a ser sanos, a vivir pegados a la tierra. Todo lo que acontecía fuera, los tiroteos, los cambios de régimen, las maniobras políticas, los desastres y las plagas y el continuo y desesperado sufrimiento de la masa humana formaba parte de otra realidad. Ahora estaba dentro – no solo durante un turno de ocho horas, sino para quedarme-, y la seguridad que me transmitía, su serenidad merecía la pena de cuanto hubiera hecho, sido y anhelado. Lo que los hechos demostrarán es que hay otro tipo de tiroteos, no necesariamente literales, a los que tiende el ser humano en sus relaciones con los demás, como también a las maniobras para conseguir las ventajas o beneficios, o materializar las aspiraciones o ambiciones personales. Son definitorios los cambios de las dinámicas de relaciones, reflejo de la veleidad del ser humano, según los intereses pero también según la poca consistencia de lo que se piensa o siente (o se cree pensar o sentir), que suele ser detonante, en sentido figurado, de plagas y desastres a pequeña escala, conflictos que evidencian nuestra condición virulenta cuando se reacciona, o actúa de modo intencional, de modo dañino. En ese particular escenario a pequeña escala de ocho personas se desenfundarán garras y colmillos, como en los primeros pasajes se anticipa con el conflicto territorial entre dos hembras simias, que constatarán o certificarán cómo es nuestra criminalmente expansiva especia, una pandemia, una pandemia todo, el apocalipsis enconándose en la sangre.

Otros aspectos que nos definen: nuestra realidad asumida como ficción. Es un antecedente del programa Gran hermano. La dirección intenta determinar cómo deben comportarse, cómo deben presentarse ante los demás (de modo específico, ante los turistas que les observan como atracción, y las cámaras que les graban). Es decir, se les intenta programar, lo que derivará en conflicto con quienes no tienen intención de plegarse a esas demandas. Otro aspecto crucial, que se ha agudizado desde entonces, y que complica que mejoremos el grado de degradación al que hemos sometido al planeta con nuestra irresponsable conducta, es la superpoblación: El principal problema al que se enfrentaba nuestra especie, la raíz de todas las desgracias mundiales, la razón misma por la cual necesitábamos lugares como la E2 sin ir más lejos, era la superpoblación. La cuestión de la dieta también cobra particular relevancia. La dieta sana por la que optan propicia el desprendimiento de grasas pero también la nostalgia por la comida rápida o la dieta carnívora predominante de casi todos ellos. Habíamos tenido la vida de un estadounidense normal en el país más sano conocido y aún así acabamos acumulando aquellas toxinas en el cuerpo solo por haber vivido y respirado y consumido alimentos y bebido agua en la E1, y si eso no os dice nada, no sé qué lo hará. Es otro de los factores, ese consumo desorbitado y voraz (que considera lo rico una hamburguesa, una pizza y una coca cola), que ha determinado que aboquemos la realidad a esta circunstancia en la que un virus se ha revuelto contra nosotros para ver si de esta manera logramos modificar nuestras actitudes (un necrótico modo de vida). Nos ha abocado a un confinamiento, pero como los personajes de Los terranautas, estamos constatando con nuestras reacciones, con nuestras inconsistencias, que desde luego nos merecemos lo que no está pasando dado como demostramos que queremos que las cosas sigan igual que cuando apareció en nuestra invisible cúpula de realidad este incordio de virus que no tenemos intención de escuchar. Porque como bien expresa Boyle,  no sientes la incomodidad de los otros más de lo que sientes su dolor, todo el mundo está dentro de una burbuja de creación propia, nos guste o no.