martes, 11 de agosto de 2020

Casanova (1976)

En un momento dado de Casanova (Il Casanova di Federico Fellini. 1975), de Federico Fellini, una mujer señala, a otras que están tejiendo una gran tela, que Giacomo Casanova (Donald Sutherland) se asemeja a un maniquí. En otra secuencia, otro personaje le interpela sobre qué le ha reportado, realmente, el tránsito de mujer en mujer, como paradójico centro de su vida, como si hubiera navegado sólo entre superficies y su vida más bien se asemejara a una deriva porque no dejan de ser puertos ilusorios en los que recala pasajeramente. De hecho, como ya en la conclusión de Amarcord (el avistamiento del gran transalántico), las superficies de las aguas presentes en la obra son superficies de plástico, aguas que no son materia sino artificio, representación de una imposibilidad o de una incapacidad de saber sumergirse y vivir en las emociones. Como ese ave mecánica que le acompaña en los diversos viajes que realiza y que jalonan su vida (y fundamentalmente sus encuentros sexuales), Casanova se define por una condición mecánica, ensimismada, un autómata, como esa autómata con la que se embelesa, y con quien acaba bailando en el sueño con el que concluye la narración, como si bailara con su reflejo y equivalente.

Pero la mujer puede representar para él también una criatura abisal (siempre en correspondencia con su contrariedad o frustración, con sus propias sombras).  Tras un pasaje en el que se frustra su amorío con quien experimenta la sublimación del amor, Henriette (Tina Aumont), su vida se sume en la sordidez de una espesura de niebla carente de luz. Los posteriores pasajes están definidos por una permanente niebla, en los alrededores de Londres, una intemperie indefinida, carente de contornos, en la que abandona, agraviado, un carruaje en el que viajaba con una madre e hija que escupen sobre él sus desprecios: él reprocha que ellas sean las responsables de su sífilis, y ellas que él ha sido quien las ha infectado. Desesperado, cautivo de su propia afectación dramática, decide suicidarse sumergiéndose en las aguas. El atisbo de una visión anómala, una figura gigantesca acompañada de dos enanos (la desproporción más que el equilibrio como reflejo de su incapacidad de habitar armónicamente la realidad: las babosas y la jorobada en el posterior episodio en Suiza). El rastro de esa intrigante imagen le conduce a una feria. Sus repulsión y decepción con respecto al género femenino, como si fuera un desencuentro que no propicia la armonía sino la distorsión y degradación queda reflejado en la gran ballena, cuyo interior podría representar más que el sexo femenino la condición femenina, esa entraña donde se siente perdido, entre la contrariedad de la sórdida turbiedad (que deriva en sífilis) y búsquedas de una idea sublimadora, reflejo más bien de su propia vanidad, del mismo modo que se siente erudito, mente excepcional, en un entorno que no le reconoce su valía (a la que se hace oídos sordos constantemente, sólo reconociendo en él su condición de atracción de feria como conspicuo amante). Quizá Casanova sea más marioneta que presunto titiritero. De hecho, la primera secuencia, en un carnaval de Venecia, le presenta enmascarado. Es ante todo una máscara. Es requerido para realizar un acto sexual con la amante de un hombre rico que observa a través de las ranuras de los ojos de unos peces dibujados en la pared (un pez en una pared como Casanova es un pez fuera del agua de las emociones). La siguiente secuencia evidencia la falta de interés en sus erudiciones. Es encarcelado por su libertinaje, y de nada valen sus protestas, en las que resalta sus logros intelectuales (en alquimia, matemáticas, filosofía…).



Casanova no es ninguna aproximación realista. No se centra en el hombre sino en el mito o icono instituido en el imaginario colectivo. Su enfoque es transfigurador, con una exuberancia inventiva en su diseño visual sin parangón: La dirección fotografía de Giussepe Rotunno, la dirección artísitica de Danilo Donati y Fellini, y el diseño de vestuario de Donati, logran que decorados y atuendos, color y luz, sean otro personaje más, extensión del mismo Casanova, el artificio que desentraña su condición más allá de la instituida sublimación de su figura como amante o conquistador modélico (a emular o envidiar). Fellini realiza un irreverente y desenmascarador destripamiento del icono del gran amante por antonomasia, del macho conquistador, el presunto modelo a emular, aquel que busca saciar su apetito con cualquier mujer a la que aspire. Fellini no lo retrata como epicúreo hedonista, sino como un ave de presa, apuntalado en los rapaces rasgos del actor (Fellini remarcó con añadido prostético la nariz aguileña) como su reflejo, la citada ave mecánica. Es más bien un narcisista gimnasta. Sus actos sexuales, meramente coitos, se representan no como interacciones físicas sino como meras flexiones gimnásticas, idea llevada al extremo en la competición que realiza con un sirviente, a ver quien realiza más coitos en una hora, mientras son jaleados por los asistentes a la fiesta. Es un acto que lo vincula con la condición del autómata eficiente, por mucho que él intente justificar su superior capacidad con refinamientos de su sensibilidad o el intelecto. Es un hombre escénico. Se cree su papel.

En el teatro de Dresde en el que bajan las lámparas, como si dieran término a la función de la propia vida de Casanova, se encuentra con su madre, que asemeja por rasgos y vestuario a un ave, una gallina (como si hubiera parido a Giacomo y el ave autómata, uno y otro el mismo). A partir de ese momento, en los años que ya retratan su vejez, será una figura fuera de lugar (escena). Carente ya de aptitudes físicas, es ignorado, como en el castillo de Wutteberg, en el que se entregan a una orgía de música de órgano, mediante diferente instrumentos en las diversas paredes del salón (un hombre que era ante todo su órgano sexual no es escuchado por el estruendo de múltiples órganos) o es un mero accesorio, como bibliotecario, objeto de chanzas (embadurnarán su retrato con heces en el retrete), al que ignoran su requerimiento de que le sirvan macarrones como cualquier día. Cuando su cuerpo deja de ser eficiente, o sus actividades de gimnasta sexual notorias, es considerado nada, una mera amargada ave rapaz. El sueño final es su reflejo en el espejo. Su réplica o doppelpanger, es una autómata. Casanova realmente no amaba a Henrietta o luego, en Suiza, Isabelle (Silvana Fusacchia), como él creía o se decía a sí mismo, sino que se amaba a sí mismo (su corona de fuego con un espejo). Su embelesado y entusiasta acto sexual con la autómata lo evidencia. Por eso es con la que baila (en su propio sueño) en la secuencia final sobre el helado mar artificial, ese espectral paisaje de su añorada Venecia. Porque, probablemente, él lo sea también. Un autómata que no sabe relacionarse con la realidad, y menos con las mujeres, que son meras representaciones para él. Solo sabe relacionarse con su ego. No sabe de emociones, y no hay más atinada imagen especular que esa, de nuevo, desmesurada cabeza femenina que no logra, al inicio de la película, surgir de las aguas durante el Carnaval, sino que se hunde. Una vez más, el agua como metáfora de cómo no se sabe habitar las emociones.

 

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