miércoles, 29 de julio de 2020
La feria de las quimeras
En La feria de las quimeras (La foire aux chimeres, 1946), de Pierre Chenal, Frank Davis (Erich Von Storheim) es el dueño de una empresa que manufactura billetes, y suele ser requerido por la policía para detectar la falsificación de billetes. Parte de su rostro está desfigurada lo que suscita el rechazo. Intenta compensarlo con la imposición de su autoridad, estricta, pero no evita la chanza de los empleados que imitan la afectación de sus manierismos autoritarios (su falsificación, en suma). O suscita repulsión o es objeto de irrisión. Su posición de autoridad, o modos autoritarios, al fin y al cabo, no sino una máscara que no puede sostener la fragilidad de su sensación de aislamiento, su soledad. Busca refugio en una feria. Invita a unas mujeres a que compartan con él unas cervezas para celebrar su cincuenta cumpleaños, pero en cuanto ellas aprecian las cicatrices de su rostro se marchan (huyen). Frank, en un espacio de refugio e ilusión busca un refugio o ilusión en un espacio retirado, solitario, junto a una muñeca que ha ganado en una caseta de tiro al blanco. Una muñeca es la única con la que puede establecer una ilusión de diálogo, que es monólogo, porque no replicará con una expresión de disgusto o rechazo. En ese instante, aparece una mujer que le deslumbra, Jeanne (Madeleine Sologne). Parece que pasea una cabra, pero es su lazarillo, porque es ciega. Es la asistente en un número en el que Robert (Yves Vincent) le lanza unos cuchillos. No los teme, porque no los puede ver, como no puede ver la cicatriz que desfigura el rostro de Frank. Solo aprecia sus amables y atentos modos. Esa forma de actuar y conducirse es la que la deslumbra. No siente cuchillos sino protección reverencial. Por eso, acepta convertirse en su esposa.
En cierta medida, Jeanne vive una ilusión, como también Frank, quien, para preserverla y mantenerla decide falsificar su circunstancia, el envoltorio del relato para Jeanne. Decide incrementar su tren de vida, sus gastos, para hacerla sentir que habita un castillo de ilusión en su lujosa mansión. Pero es tan excesivo el gasto que comporta ese lujo que Frank debe recurrir a la falsificación de billetes, uniéndose a la banda de Furet (Louis Salou), para suministrar la adecuada ambientación que haga sentir a su muñeca viva, Jeanne, que vive en un sueño. Frank se autoengaña y engaña. El hombre que detecta billetes falsos se torna un hombre que falsifica unas circunstancias de vida para mantener la ilusión que le complace, en la que no es un hombre que suscita repulsa, lástima o irrisión. En el número ferial Jeanne era un ángel, y Robert se caracterizaba como Satanás, que con sus cuchillos cortaba las alas del ángel. Frank, por la necesidad de (re)crear esa ilusión en la que ella ejerza de muñeca angelical acrítica (complaciente y sin mirada), de alguna manera corta sus alas porque la envuelve y desconecta de la realidad.
Von Stroheim había interpretado el año anterior, en El gran Flamarion (1945), de Anthony Mann, a un artista de vodevil. Su número no lo realizaba con cuchillos sino con las balas que disparaba. En aquel caso, su asistente es quien le manipula, aprovechándose de sus sentimientos hacia ella, para que mate a su marido. En Pieges (1939), de Robert Siodmak, de la que Douglas Sirk realizaría una versión con El asesino poeta (1947), interpretaba a un diseñador de moda que habita, enajenado, su propio mundo, en el que aún presenta sus modelos a la concurrencia, aunque ya solo encuentre el vacío como respuesta. Y requiere a la protagonista como modelo para satisfacer una difusa fantasía. Von Stroheim sabía dominar los resortes del armónico equilibrio de lo perturbador o turbio con lo vulnerable y frágil en un mismo personaje. En La feria de las quimeras transmite la desesperación, la necesidad que brota del desvalimiento, con la obcecación que pretende imponer un diseño de realidad, su ilusión o quimera, en la que puede tener otro rostro que su muñeca ángel imagine. Pero solo se pondrá mantener esa ilusión si la mirada de quien suministra la complacencia que él demanda no ve o es engañada.
Cuando Jeanne decida operarse para recuperar la vista, será capaz de discernir el rostro de real de quien hasta ahora era como ella prefería imaginar. Por eso, en primera instancia, por la desilusión, decide falsificar también su reacción. Decide, por un tiempo, hacerle creer que aún es ciega para no transmitirle el rechazo que le suscita. No es como ella imaginaba o soñaba. Sino que es un cuchillo que hiere su vista. Pero no es un engaño que puede mantenerse mucho tiempo, o tanto tiempo como el que él urdió aprovechándose de que ella era ciega. En cierto, momento la mirada se desnudará y desgarrará los telones de esa ilusión de realidad que él había diseñado. Ya no es su muñeca angelical, sino una mirada que acuchilla con la impresión de lo real. Sus sueños encuentran la imagen correspondiente, precisamente, en la apostura del lanzador de cuchillos. En cambio, la falsificación de vida de Frank arderá como una pantalla ilusoria.
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