jueves, 2 de julio de 2020
El sirviente
El sirviente (The servant, 1963), de Joseph Losey, es una película sinuosa. En su superficie, en su curso narrativo descentrado, que asemeja una deriva, por su montaje sincopado con transiciones abruptas entre secuencias, aunque parezca centrarse en Tony (James Fox), este ocioso aristócrata, con grandes proyectos entre manos que nunca parecen realizarse. Es un hombre que no parece definirse, como si fuera simplemente portador de lo que su posición privilegiada le suministra. Tony nos es presentado ya como un durmiente (por las cervezas tomadas en la comida) en la primera secuencia. Quien le despierta ha entrado en su casa, recién comprada y aún por decorar y dotar de mobiliario. Es un espacio por definir y configurar. Quien le despierta aspira al puesto de sirviente, Hugo (extraordinario Dirk Bogarde). Será quien se irá apoderando, gradual y subrepticiamente, de la narración, y del propio espacio, que acabará diseñando en un sentido amplio según su voluntad. Toma el timón que contrarresta la deriva (de Tony, y por extensión, de la narración). Esa posesión paulatina se realizará de modo difuso, ya que poco sabremos de él. Es casi un personaje sin contexto ni raíz (sólo sabemos que ha servido a otros aristócratas y en el ejército). Por eso, es un personaje sinuoso, casi impredecible, que dota a las entrañas, entre líneas, de la narración de ese progresivo poso turbio y enrarecido que domina de modo ya manifiesto el último tramo de la película, en el que la realidad ya parece ser una sórdida pesadilla, como el mismo espacio resulta expresamente alterado, desordenado y ensuciado, a diferencia de la primera parte, en la que espacios y comportamientos parecen alineados, ajustados a las tiralíneas de unos pulcros parámetros (los de una tradición instituida en ceremonia, con la delimitación de posiciones a través de rituales y modos) .
En El sirviente, con guion de Harold Pinter, que adapta una novela de Robin Maugham, una sugerente dirección de fotografía de Douglas Slocombe, y un afinado uso de la música de Johnny Dankworth en pasajes muy concretos, prima lo implícito frente a lo explicito, a través de acciones, miradas gestos y atmósferas que van transformando la realidad en una pesadilla, como Hugo es el reflejo distorsionado en el espejo de esa realidad carente, distorsionada en sí, del mundo que representa Tony. Son recurrentes los planos que encuadran a los personajes a través de un espejo, cual ojo de pez, que distorsiona la perspectiva, como otros planos se configuran a través de espejos o la interposición de materias vidriosas (acordes a la indefinición de Tony y el fingimiento y las escenificaciones de Hugo y Vera). Hay mucho de representación o personaje en Hugo: véase su expresión en la cocina, fumando, y mirando con causticidad y desprecio el guante; o su colérica reacción ante la chica que le atosiga para que deje de hablar en la cabina telefónica: al salir, sin remilgos, la llama puta.
Ejemplo modélico de su sinuosidad sutil es la secuencia en que Hugo va a recibir a la estación a la que presenta como su hermana, Vera (Sarah Miles), contratada como nueva sirvienta. Se alternan sus desplazamientos (sin diálogos) con el diálogo, o discusión, en un restaurante, entre Tony y su novia Susan (Wendy Craig), que, a su vez, se alterna con fragmentarios diálogos entre parejas de comensales (un par de sacerdotes, una pareja, dos mujeres), que parecen cargados de tensión latente o de inquietantes entredichos, como un fuera de campo amenazante: ese que representa Hugo, como una máscara que empezara a insinuar su abismo, o como un vampiro que llegara a la ciudad con su sarcófago, aunque en este caso es su hermana, que no es sino su amante, y a la que utilizará para seducir y desestabilizar a Tony, incrementando su dependencia, en un sutil y avieso proceso de dominio. Porque Tony, alguien sin dirección o sustanciosa ambición vital, depende de él, y bien que lo percibe Susan (como que es un niño grande caprichoso al que no le gusta que le contradigan, pero fácilmente manipulable con las oportunas y persuasivas tentaciones).
El manifiesto rechazo de Susan hacia Hugo no es más que su discernimiento de que Tony puede ser más dependiente de él que de ella, a lo que se suma cierta inferioridad ante los conocimientos que muestra Hugo (como cuando durante la primera comida en casa de Tony muestra su ignorancia sobre lo que es un cava o sobre que los sirvientes usaran guantes). Intenta apuntalar su posición mediante peticiones que demandan la atención servil, complaciente, de Hugo. La tensión se transmite a través del montaje interno y la dilatación de la duración: Susan en primer término da órdenes en la sala a Hugo, y éste al fondo va y viene según sus sucesivas demandas; un desesperado e infructuoso intento por parte de Susan de hacerse con un dominio que sabe casi perdido (le pide, entre otros detalles, que le encienda un cigarrillo; en las secuencias finales, cuando Hugo ya domina el espacio, y a Tony, lanza el humo de su cigarrillo contra el rostro de Susan). Hugo es la sombra que se apodera del espacio y lo convierte en extensión de su cuerpo (y voluntad). Tony y Susan vuelven a casa y escuchan en lo alto a Hugo y Vera haciendo el amor en la habitación de Tony. La sombra desnuda de Hugo se perfila sobre la pared de la escalera, mientras Tony, ante la revelación (ya que se ha enamorado de Vera), parece una marioneta a la que han cortado los hilos, y se ha quedado enmudecida, paralizada. En un encuadre, la sombra se interpone entre Susan y Tony, y en otro, a través del reflejo distorsionado. Esa sombra es la que definitivamente, en ese último tramo, retorna para apoderarse de la casa, con un Tony encogido y derrotado en el suelo en el plano final, en el que la cámara desciende de él hasta el carillón. El tiempo es otro, ya no el suyo, ni el de aquello que representaba.
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