domingo, 7 de junio de 2020
No hagan olas
Los grandes vendedores no reúnen en el fondo más que una colección de defectos de personalidad, la moralidad de un simio, el encanto de un esquizofrénico, la sensibilidad de un rinoceronte y los escrúpulos de un chantajista. Esta perla la suelta Carlo (Tony Curtis) a un emblemático espécimen de tal subespecie, Rod (Robert Webber), director comercial de una empresa dedicada a la fabricación de piscinas, en una secuencia ejemplar en su recuperación del timing de las grandes comedias, el febril ritmo puntuado con sucesivas interrupciones por las entradas de diversos personajes que 'exasperan' a Rod (tensando sutilmente la narración), quien tiene que mantener la compostura por laintrusión imprevista de Carlo, ya que 1/ sabe que tiene una amante, Laura (Claudia Cardinale) y 2/acaba de conocer en el vestíbulo a su esposa, Diane (Joanna Barnes), la cual, según el relato de Rod a Laura para justificar el por qué no se divorciaba de ella, se supone impedida y postrada en la cama, y necesitada de atenciones. En suma, Carlo toma ventaja del conocimiento de ese engaño para efectuar un hábil movimiento ajedrecístico (de 'sonriente' chantaje) para conseguir un empleo. Ya que, además, se había quedado sin nada, por infaustos azares o accidentes de la vida (la imprevista irrupción en su vida de Laura). Si la amante engañada, Laura, le había desposeído de sus escasas propiedades, incluida cartera con sus documentos identificatorios, por qué no conseguir una posición privilegiada, la opuesta, aprovechándose del amante embaucador que fabrica apariencias.
No hagan olas (Don´t make waves, 1967), para la que Ira Wallach adapta su propia novela, es la última obra de Alexander MacKendrick, quien dado que carecía de las necesarias cualidades de negociante (lo que parecía primar en el mundo del cine por encima de cuestiones o planteamientos artísticos), y las sucesivas contrariedades que había sufrido desde que se desmontó la Ealing (sustituido, respectivamente, por Guy Hamilton y J Lee Thompson, en El discípulo del diablo, 1959 y Los cañones de Navarone, 1961, debido a ser demasiado perfeccionista), y en particular por su colisión con los productores de No hagan olas (de la que prefería no hablar tal era su disgusto), prefirió dedicarse, a partir de entonces, a la enseñanza (algunos de sus alumnos fueron Terence Davies o James Mangold). Pese a la escasa satisfacción de MacKendrick no deja de ser una corrosiva y muy vital comedia ( o cómo ser ácido con sumo desparpajo), que comienza y termina con dos antológicas secuencias en las que algo se precipita en el vacío. En la primera, el coche de Carlo, que ha aparcado en un recodo de la carretera, y que el guardabarros del coche de Laura, al rozarlo, provoca que se precipite carretera abajo, y como guinda, se incendie, cuando Laura deje caer un fósforo. Resultado: todas las pertenencias de Carlo se queman. En la última secuencia, la casa en la colina en la que vive Carlo, emblema de su éxito laboral, por causa de la torrencial lluvia, se viene abajo, deslizándose colina abajo, invirtiendo incluso su posición, con las tres parejas en litigio durante el desarrollo del relato (desplome que volverá a poner las cosas en su sitio; o más bien las pondrá donde debían estar).
Se recompone la relación que se había derrumbado por la erosión de la fabricación de fingimiento y doblez (por parte de Rod). Carlo y Laura enfocan adecuadamente el uno en el otro, dejando de negar lo que sienten, ofuscados en buena medida por sus autoengaños. Laura por dilatar durante seis años una relación con Rod que no tendría futuro sin plantearse que los motivos no eran sino relatos convenientes para él. Irónicamente, es pintora, como si no supiera dibujar su vida con precisión, o con su propia mirada, sino con la ajena que condiciona su vida. ¿Qué proyecta o qué ve realmente en Rod? Y Carlo asumiendo que su atracción por Malibú (Sharon Tate) se basaba en el mero deslumbramiento por su apariencia física. Malibú es la quinta presencia en esa casa que se derrumba. El sexto hará acto de aparición en pleno proceso de descenso o descomposición, para recomponer lo saboteado, el musculoso Harry (Barry Draper, quien acababa de ser coronado Mr. América y Mr. Universo, sucesivamente), enamorado de Malibú, con la que mantenía una relación hasta que la intrusión interesada de Carlo le convenció de que el sexo no era adecuado para sus aspiraciones musculadas (y así él ocupar su lugar).
Esta vertiente es la que reporta algunos de los mejores momentos de esta excelente comedia: La fascinación arrobada de Carlo ante los acrobáticos saltos en la cama elástica de Malibú, como si fuera una aparición celestial, cual estrella en el firmamento; como contraste, la parca expresividad en monosílabos de Malibú. Cuál era la base real de su atracción, o sea meramente ilusoria, queda evidenciada en su primera noche juntos. A Carlo le cuesta conciliar el sueño por los ruidos que hace Malibú comiendo las patatas fritas mientras contempla embobada (no disímil de la expresión arrobada con la que él la contemplaba en la cama elástica) un programa de televisión del que no entiende nada, porque es castellano. Hay idealizaciones que se pueden desplomar rápidamente). Ya lo anticipaba la accidental caída en el vacío de Carlo, por un bandazo de la avioneta, cuando Malibú estaba presta a saltar en paracaídas para caer sobre su piscina.
Es brillante elipsis tras que Carlo negocie con el adivinador, Madame Lavinia (Edgar Bergen), para que invente un diagnóstico al dubitativo Harry que le haga creer que debe romper con Malibú (a cambio de reducir el pago de la piscina con forma de la constelación de la Osa Mayor). Harry con expresión apesadumbrada se encuentra en la orilla de la playa (reflejo de su desorientación). No deja de ser elocuente que sea Laura la que se percate de su presencia, y a quien diga Harry lo que le ha aconsejado Madame Lavinia). Laura, también desorientada, sigue creyendo que está enamorada de Rod pero,a la vez, muestra reacciones celosas con respecto a Carlo. En suma, se lanzan afiladas ironías, a veces más directas, otras más soterradas, sobre una realidad fabricada, sostenida sobre la imagen (engañosa) y la venta (sin escrúpulos), la imagen que se quiere proyectar, la doblez, la simulación y la manipulación, la banalidad consustancial de ciertas imágenes idealizadas y el vacío de las inquietudes (ambiciones). De todas maneras, aunque los imprevistos accidentes de la vida propicien que se desplome lo que se ha intentado afirmar como cimientos (que muchas veces son ilusorios), siempre habrá oportunidad de volver a reconstruir o reiniciar (si además se pone la necesaria voluntad, y se sabe enfocar hacia quien realmente encaja contigo o con quien se conecta realmente).
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