martes, 30 de junio de 2020
Blue collar
Enfrentan a viejos contra jóvenes, a blancos contra negros. Todo lo que hacen es para mantenernos a raya. A quien esto expresa, en Blue collar (id, 1978), opera prima de Paul Schrader, le silencian. Lo que expresa esa frase, lo que refleja esta estimulante obra, la llaga, en suma, en la que hurga, la incapacidad del trabajador/currante, no sólo los blue collar, los obreros, sino del ciudadano a pie de calle, de unirse y enfrentarse a las injusticias sociales, a la ponzoñosa estratificación del poder, no ha variado nada. Blue collar no sólo pone en cuestión el sistema en toda su magnitud, los tejemanejes interesados de los empresarios, las corruptelas de los poderes (supuestamente) intermediadores (los sindicatos: ¿a quién representan? todo es cuestión de consenso de conveniencias que no afecte al funcionamiento del sistema), sino al posicionamiento de los trabajadores, o entre los trabajadores. Si alguien cuestiona, es cuestión de hurgar en su punto debil a través del cual reintegrarlo, adaptarlo en otra posición superior. La propuesta de un ascenso suele ser, en general, una táctica efectiva. Quien se lamentaba queda satisfecho con la adquirida posición de privilegio, no importa el cuestionamiento de un sistema injusto o inconsistente. Quien se sale de la norma y persiste en su protesta puede ser convenientemente silenciado. Al fin y al cabo, los sistemas impositivos funcionan gracias a los esbirros o poderes intermedios. Siempre habría quien justifica las concesiones que realiza en la familia que debe mantener o los apuros económicos que sufre.
Esa maniobra estratégica es la eficaz acción de zapa que consigue quebrar la solidaridad entre los que protestan y cuestionan. Zeke (Richard Pryor), Jerry (Harvey Keitel) y Smokey (Yaphett Kotto), son tres amigos, que trabajan en la industria automovilística, engranajes de la producción en serie, de una producción que sólo ve números (progresión de números: los gigantescos carteles llevan la cuenta; es la realidad visible, la otra, la encubierta, es la que huele a podrido). Sobre todo los dos primeros, por estar casados y tener hijos, sufren cada vez más acusadamente las precariedades económicas. Los primeros compases son engañosos, pueden hacernos creer que transitamos el terreno de la comedia, (en particular, por Richard Pryor, quien durante el rodaje, drogado, apuntó con una pistola a Schrader porque no quería hacer más de tres tomas, golpeó con una silla a George Emmoli y, junto a su guardaespaldas, aporreó a Keitel, porque este, harto de sus improvisaciones, lanzó un cenicero contra la cámara para invalidar la toma).
La narración se irá progresivamente densificando, y ensombreciendo. Más que cómicos, son apuntes grotescos que, primero, definen la inconsistencia del personaje de Zeke: se irá apreciando que sus protestas por el hecho de que no le hayan arreglado su taquilla en seis meses tienen más de queja berrinche del niño que no atienden que afán de transformación de un estado de cosas; cuando protesta, posteriormente, ante el representante sindical, Eddie Johnson (Harry Bellaver), remarca que no se queja del salario sino de que hayan subido los precios (un precedente de los que justifican todos los recortes): la mirada de Johnson, es todo un poema, conteniéndose para no señalar la inconsistencia de su reflexión, feliz de que no proteste por nada más que por su taquilla. Segundo, porque hará más sangrante el absurdo de la circunstancia de su modo de vida: dicho de otro modo la tomadura de pelo que les hace vivir entre apreturas y carencias. Véase el ridículo atraco que realizan en la caja fuerte de la empresa, enmascarados con gafas o caretas de tienda de bromas, encontrándose con que solo hay unos míseros dólares (los 600 que han robado se convierten, en palabras de Johnson , en más de diez mil, para así sacar tajada del seguro).
Por lo ya señalado no es difícil deducir que el personaje de Zeke será el eslabón más moldeable para quebrar la solidaridad de los que intentan desestabilizar el sistema (desvelar las corrupciones). Quien se haya encontrado en alguna circunstancia parecida enfrentado a los señores del castillo, es decir, reclamando lo propio, y supuestamente apoyado por otros compañeros de trabajo que se quejan de lo mismo, saben en qué puede acabar fácilmente. Te quedas solo si insistes, porque las excusas para ceder son múltiples (tienen familia que alimentar, es difícil encontrar otro trabajo, cómo puedo seguir manteniendo mi ritmo de vida de compras de todos los electrodomésticos y demás lujos...). En Blue collar, la decisión de silenciar a quien amenaza con revelar la corrupción si no ceden al chantaje, da pie a una magnífica secuencia. Smokey muere asfixiado por la pintura, cuando lo encierran en una de las cabinas donde se rocían los coches, los productos que hacen números; él también lo era, y se salió de su casilla, debía ser rociado, borrado, también para dejar constancia de cuál era su lugar, otro engranaje de la producción. El plano final congelado puede ser retórico, pero después de más de cuarenta años, evidencia su carácter visionario, ya que sigue sin descongelarse. Se siguen utilizando las mismas maniobras tácticas, la provocación y alimentación de conflictos específicos, sea entre trabajadores integrados e insumisos, o por diferencias de edad, y sobre todo hoy en día, étnicas o de género, para mantenernos a raya. Una efectiva manera de que no se enfoque y cuestione la inconsistencia o injusticia estructural de un sistema.
domingo, 28 de junio de 2020
Vestida de corto (Nórdica libros), de Marie Gauthier
Felix pensó que podría vivir bajo el nuevo techo, sentirse a gusto en aquella casa extraña, olvidar la suya, olvidar a sus padres. Sería una visita sin identidad, procedente de ninguna parte y con una bolsa y un papel en el bolsillo como único pasaje. Aprovecharía el hecho de no tener ya pasado alguno. Su vida comenzaría a partir de ahora. Quería salir de la infancia, alejarse de aquellos a quienes había conocido hasta entonces, deshacer los vínculos. Cuando la vida es un territorio desconocido, cuando tu mirada se reinicia como si nada fuera familiar. Félix tiene catorce años, es un cuerpo y una mirada que se zambulle en la realidad como si fuera un elemento ignoto por descubrir, experimentar, nombrar. Una suma de interrogantes con las que asombrarse y discernir. ¿Qué es la realidad? ¿Los contornos estipulados o marcados en un mapa por unas coordenadas que se supone referencia? Siempre había sabido imitar a los adultos, hacer lo que esperaban de él. Pero nadie le había dicho nunca a dónde conduciría todo aquello. Félix viaja a un entorno que no conoce, para realizar un trabajo físico, extenuante. La realidad es una miríada de posibilidades pero también un hueco oscuro que no se sabe qué puede deparar. El asombro puede convivir con lo terrible, lo posible está impregnado de la promesa de lo pletórico como de la desolación. En el techo había una marca de sangre de un color desvaído por el tiempo, justo encima de la cabeza de Félix. Ahí es donde viven los fantasmas, donde lucha cada noche a lamparazos de petróleo. Félix dormía contra ese vacío, sin saber lo que había dentro.
En ese entorno destaca una figura, Gil, de deciseis años, la hija de su jefe. Tenía una manera muy suya de moverse, recta y agil a un tiempo, pero con algo más que latía ahí, enmarañado. Esa pantalla fascinante como enmarañada se convierte en cuerpo y representación de su inmersión en la intrincada materia de la realidad. La pantalla también dispone de voz, su perspectiva se alterna con la de Félix. Es un cuerpo que se gesta, que explora y se explora, que se abre para fundirse con la materia de la realidad. Su exuberancia no quiere saber de límites sino de exploraciones y se despliega como un elemento más de la naturaleza que conecta con otros cuerpos, con la multiplicidad de sensaciones que puede deparar la vivencia del deseo. Como si pudiera llegar a cualquier sitio, como si para ella no hubiera fronteras. Es un cuerpo que abre fronteras, porque para ella no existen, y es a la vez centro, no solo para Félix. Gil era como un imán. Fácil de encontrar. Era el centro del pueblo, el centro de todo. La narración de Vestida de corto (Nórdica libros), de Marie Gauthier, ganadora del Premio Goncourt a la mejor primera novela 2019, se define por su fluencia impresionista, por su sensorialidad, es una escritura que se escancia desde la inmersión en las vivencias. Es una narración que se despliega desde dentro, como si fuéramos parte de las corrientes y mareas de las sensaciones y emociones. Gil se enfrenta al tiempo, a su condición de cuerpo y presencia que progresa y se deteriora, que crece y espera, que ansía y se tropieza y tiembla. Es materia en el tiempo. De repente, sentía unas enormes ganas de envejecer, de que llegara la mañana, el mediodía, las cinco de la tarde, cuando la luz estaba en su cenit. Nunca hasta entonces se había bañado de ese modo en sudor, todos los días, retorciéndose bajo el sol durante horas. Con la ropa pegajosa, el pelo empapado y la nuca chorreando. Lo aceptaba, así lo quería, en la carretera se dejaba hacer. El tiempo pasado, los días de trabajo, los días de sol.
Gil, sobre todo, se confronta con la vida como suma de interrogantes que no sabes dónde esconde las restas. Pero, en el fondo, ¿qué conocía de aquella chica misteriosa, con una doble vida, la escuela y los autobuses escolares, pero también los senderos, los taludes, las habitaciones de hotel? Aquel cuerpo que parece una línea recta a la vez que una maraña se revela como el núcleo y la exuberancia que se desparrama, una paradoja que resulta difícil perfilar, así como fácil desear sumergirse en su movimiento desbordante. Es el sueño de una vida sin contornos. Félix no sabía dónde se localizaba el deseo en esa criatura. Cuáles eran sus parámetros de clasificación. ¿O era todo un gran desorden? Intentaba levantar los velos y tocar la esencia. Dejaba de lado a los hombres y trataba de encontrar la carne bajo la blusa. Quería conocer su sabor, el extremo donde podría tomarla. Pero la ligereza de Gil siempre acababa inquietándolo. La falta de contornos abre hendiduras, sobre todo las de los límites que angostan. Son múltiples las direcciones que insinúa la vida, las coordenadas rebotan entre los reflejos y los imprevistos de toda singladura. Lo pasajero puede ser pletórico aunque la ilusión sueñe con lo duradero. Gil le había salido al paso como una vela, y se había alejado como una marejada. Es imposible apoderarse de las olas. Nunca se dejan atrapar. Lo único posible es sumergirse en ellas.
jueves, 25 de junio de 2020
Anatomía de un asesinato
Un monigote, cuyas piezas están desajustadas, y que evoca esas líneas que perfilan el asesinado cuerpo, ya ausente, en el lugar del crimen. Esa imagen es la que nos introduce, en los títulos de crédito, en Anatomía de un asesinato (Anatomy of murder, 1959), de Otto Preminger. Piezas desajustadas, rasgos indefinidos, el cuerpo del delito ya no visible. ¿Y la verdad? ¿Se puede precisar, definir, ajustar? ¿resulta visible? Por lo tanto, ¿Anatomía de un asesinato, o anatomía de la verdad? Paul Biegler (James Stewart) es un abogado que fue fiscal y que ahora parece más interesado en la pesca que en buscar clientes. Ahora se le ofrece la ocasión de defender a un teniente del ejército, Manion (Ben Gazzara) al que se le acusa de haber asesinado al hombre que una hora antes se supone había forzado a su esposa, Laura (Lee Remick). Este es el punto de partida argumental, pero lo que se dirime aquí son dos cuestiones: La difusa, escurridiza o huidiza, condición de la verdad, y la primacía de la puesta en escena como dinámica de realidad. Los peces resultan tan escurridizos como la verdad. ¿Durante el proceso del juicio, más allá del veredicto del jurado, Biegler pesca o es pescado? Las fisuras de la noción de verdad o de realidad quedan en cuestión de un modo sutil, sin necesidad de quebrar los modos de representación ortodoxos, sino desde el interior de una serena narración donde todo parece en su sitio, aplicando una distancia que atiende a la multiplicidad de perspectivas, que suelen conducir a un ángulo ciego donde la verdad siempre parece el convidado de piedra y, realmente, queda en evidencia que nada está en su sitio (la verdad o es una ilusión o es una mascarada institucional).
Este entramado, o colisión entre representación y realidad, entre institución e individuo, entre relato y emoción, se había hecho cada vez más acusado en la obra de Preminger. Desde Buenos días, tristeza (1957) a El rapto de Bunny lake (1965), y entremedias, Anatomía de un asesinato, Exodo (1960), Tempestad sobre Washington (1962), El cardenal (1963), Primera victoria o (1965), nos encontramos con ese desencuentro entre el factor humano y institución, ya sea familiar, político, religioso o militar. La identidad o el rol, los mecanismos de representación o puesta en escena, tanto colectiva como individual ahogan en sus engranajes a los individuos y a las emociones, y más en concreto, a las relaciones, pervertidas por esos fantasmas de un yo o ello, sea individual o institucional, que convierte al otro en mera representación. Para Anatomía de un asesinato, Wendell Mayes adoptó la homónima novela de Robert Traver, inspirada en un caso real que aconteció en 1952 en Michigan, en el que cual el defensor utilizó un argumento, el impulso irresistible, para justificar locura, que no se usaba en un tribunal desde 1886.
Con respecto a la idea de la puesta en escena, en Anatomía de un asesinato, hay varios ángulos o espacios donde queda en evidencia. El primero, y más manifiesto, es el del juzgado o tribunal de justicia como un espacio en el que no es que se dirima la verdad, buscándola desde distintos ángulos, para así juzgarla, sino que se ejemplifica como un teatro donde contrincantes, el abogado defensor y el fiscal se enzarzan en una lid en la que la finalidad es el triunfo de uno de los dos contendientes, y para lo cual, toda estrategia, táctica y dominio del escenario es válida para sugestionar al jurado o espectador. No es una dialéctica sino un pulso en el que vencerá, o prevalecerá, aquel que venda mejor su versión, con recursos más convincentes y persuasivos, sabiendo cómo minar la del contrario, y cómo jugar con las cartas en la manga, con lo que el otro no sabe, y cuándo decir o no decir aquello que encontrará el efecto buscado. No importa la verdad, sino cómo se manipula para sugestionar al receptor, que es el que va a juzgar y decidir. Biegler lidia no con uno sino con dos fiscales, aunque su principal rival no será el fiscal local, Lodwick (Brooks West) sino el representante de la fiscalía general, Dancer (George C Scott).
Pero ya en los procedimientos previos al juicio en sí, queda manifiesta la preponderancia del relato (conveniente, convincente) con respecto a la verdad. Biegler le plantea a su defendido que le proponga cuál sería el argumento que proporcionaría la base legal para la defensa. No importa por qué actuó como lo hizo, qué determinó sus actos, sino cuál puede ser la estrategia persuasiva, la representación, que pueda condicionar un veredicto a su favor. No importa cómo es o siente sino qué papel interpretará como acusado. Biegler suelta el anzuelo y Manion comprende su por qué. Uno y otro asumen que es una representación que deben escenificar con convicción. Marion debe ser (actuar como) el hombre que perdió los estribos porque le dominó un impulso irresistible que obnubiló su mente (aunque irónicamente, propicia que peligre el curso favorable del juicio con un arrebato en el que se deja dominar por la furia, cuando agrede a un compañero de celda por realizar comentarios que no son de su agrado sobre su esposa; no cuenta con que el fiscal pueda posteriormente utilizarle como testigo).
Pero la cuestión de la puesta en escena o representación no se restringe a los contornos de este espacio institucional. Esta dinámica se pone de manifiesto en las mismas relaciones, y como ejemplo, las versiones de los principales implicados, el acusado, y su esposa. Si el suceso criminal es un cuerpo ausente ya que ni los diversos participantes en la lid judicial ni nosotros, espectadores, hemos sido testigos de lo ocurrido, éste se convierte en un fuera de campo, condicionado por las versiones de los implicados y testigos, y aquí nos enredamos en la maraña de versiones interesadas, temerosas o convenientes ¿Por qué tardó una hora en reaccionar e ir a disparar al presunto violador en el bar que éste regentaba? ¿Realmente hubo violación? ¿Cómo era la relación entre los consortes, si vamos apreciando que él es un redomado celoso de tendencias violentas y ella es tendente al coqueteo cuál mecanismo reflejo, sea por insatisfacción o hastío?
Preminger no juega con las cartas marcadas. Insinúa, va dosificando datos que permitan tener una visión de los hechos donde no todo parece tan claro y sí cada vez más difuso ( o enturbiado), como hay una manifiesta colisión entre lo que se dice y se oculta, y conductas y acciones que contradicen las versiones. Si la relación entre ambos consortes parece erosionada por una dinámica deteriorada, en la que quizás fueran más contendientes que cómplices, y en la que lidiaban con sus versiones y proyecciones, ¿cómo la búsqueda de la verdad dentro de una institución va a ser diferente en sus dinámicas? En ambos casos, o escenarios, parece que importan más los egos y versiones de los contendientes que la propia verdad. Esta siempre quedará difusa, y huidiza, emborronada entre puestas en escenas, omisiones, distorsiones y proyecciones.
Biegler, en las primeras secuencias, viene de pesca cuando le informan de que quieren contratarle como abogado. En un momento dado, cuando duda y dirime si aceptar o no, hablando con Parnell (Arthur O’Connell), su ayudante (entrañable personaje aficionado a la bebida), al fondo, tras ellos, apreciamos una grúa con un gran garfio (un recurso ya utilizado por Hitchcock en Vértigo, durante la conversación del personaje que encarna Stewart con su amigo, en el despacho, cuando le propone que siga a su esposa, lo que más tarde se evidenciará como montaje y manipulación). Por eso, en Anatomía de un asesinato ¿quién pesca y quién es pescado?. Al final, Biegler sólo pesca los residuos de una representación, la zapatilla de Laura, que han dejado en un bidón de basura los dos consortes tras abandonar el lugar, sin pagarle. Unos cuerpos ausentes’, desaparecidos, como la propia verdad. Sólo queda el objeto que delata la primacía de la puesta en escena como dinámica de realidad.
miércoles, 24 de junio de 2020
El buscavidas
El buscavidas (The hustler, 1961), de Robert Rossen, relata las lides y circunstancias vitales de un jugador de billar, Eddie Felson (Paul Newman), con tanto talento como arrogancia, o dicho de otro modo, narra el proceso de aprendizaje para alcanzar la templanza del que ya sabe de qué materiales está hecho el tapete de juego de la vida, o la sabiduría del que ya ha palpado las fisuras. Una manera de entenderlo es preguntándose por qué la primera partida importante, al inicio de la película, la que enfrenta a Felson con el considerado mejor jugador de billar, Minnesota fats (Jackie Gleason), en la que Felson es derrotado tras cuarenta horas de juego, está narrada tan dilatadamente y, en cambio, el enfrentamiento final, la última lid entre ambos, en la que al fin vence Felson, es narrada tan escueta como elípticamente. ¿No es el lugar común, la norma, que la secuencia climática sea narrada con minuciosidad, como dilucidación y crescendo emocional, en el que al fin el héroe se supera y vence al dragón, y a veces en el último segundo como éxtasis narrativo?¿No es esa la teleología del éxito, la consecución del triunfo, y la necesaria culminación extática del relato? Precisamente es lo que cuestiona esta extraordinaria obra. La lid crucial ya estaba resuelta, la partida es ya un trámite, Felson ya se había enfrentado a su dragón mediante una dolorosa derrota o pérdida que había determinado que varíe de modo radical su actitud, y el que venza ahora a Minnesota Fats no tiene otra significación que la de que ha aprendido. Es su corroboración. Ha adquirido carácter, ha cruzado la línea de sombra que separa la arrogancia e ignorancia de la juventud del discernimiento de la vertiente frágil y vulnerable de la vida. No importa ser el mejor en el tapete de juego. No hay congratulación, sólo demuestra ya lo que sabe. Se ha desprendido de su ego, porque ha conocido lo que implica la carrera en pos del éxito y la necesidad compulsiva de sentirse el mejor. Esto es lo que se nos ha narrado entre ambas partidas. Y en esta odisea de conocimiento, dos han sido los personajes claves, ambos opuestos en lo que representan. Sin duda, dos de los más grandes personajes vistos en una pantalla: el dragón Bert (George C. Scott, qué inmenso actor), y la frágil mirada lúcida, Sarah (Piper Laurie, sobrecogedora). El personaje de Sarah, o la relación entre Felson y Sarah, fue cobrando más relevancia durante el proceso de rodaje. Los previos intentos de adaptar la novela homónima de Walter Tevis, publicada en 1959, no habían funcionado por centrarse en la vertiente del juego del billar. Y en principio era el caso de la adaptación que había realizado Rossen, con la colaboración de Sidney Carroll. Frank Sinatra, entre otros, se había interesado por la novela, pero había sido Rossen quien consiguió los derechos. No fue fructífera la primera aproximación a Paul Newman. No estaba disponible por su compromiso para protagonizar la adaptación de la obra teatral Cualquier día en cualquier esquina, junto a Elizabeth Taylor, por lo que Rossen le ofreció el papel a Bobby Darin. Pero cuando Elizabeth Taylor se desentendió del proyecto por dilatarse sobremanera el rodaje de Cleopatra (1963), de Joseph L Manckiewicz, Newman se vio liberado del compromiso. Solo necesitó leer la mitad del guión de El buscavidas para decidir aceptar.
Bert es la representación del depredador cálculo, el hombre de negocios, sólo dedicado a las apuestas, perfilado con un detalle tan elocuente como que sólo beba leche durante las lides: la mente siempre clara cuando se trata de negocios: es el agudo observador de las inconsistencias humanas, para él más bien debilidades que aprovechar o de las que beneficiarse. Es el parásito que se beneficia del talento de otros. Es quien domina el escenario de juego en un sentido amplio, y establece las reglas, como refleja esa silla desde la que observa el juego, y que remarca el plano final (en un plano general en el que es una mínima figura en un espacio en el que domina el vacío): es su trono: él controla el tráfico de juego, decide quién juega o no, cuándo se apuesta o no. Bert explica a Felson por qué perdió esa primera partida, cuando la pudiera haber ganado de calle si hubiera querido, en vez de lamentarse ahora (autocompadecerse es el deporte más querido y practicado, añade). Perdió porque, embriagado como estaba con su propio ego y autosuficiencia, conocedor de su talento, se confió demasiado, perdiendo la concentración por el exceso de consumo de alcohol y sus bravuconadas. Mientras, Minnesotta Fats mantenía en todo momento la aplicada templanza, no bebiendo más de la cuenta, no alardeando, y siempre aseado y atento a su atildado aspecto (de lo que Felson se reía). Minnesota mantuvo el tipo, cual fino y desapegado dandy, y Felson se descompuso en los exabruptos de su arrogante vanidad. Bert sabe cuál es su talento, y se ofrece como agente, consiguiéndole partidas con las que sacar buenas tajadas, siempre que sepa actuar como es debido, sin fanfarronerías, concentrado en el juego.
Pero hay alguien más en el juego, Sarah, con quien Felson ha iniciado una relación amorosa, contraste y a la vez reflejo de Felson. Una mujer de aguda sensibilidad, tan a flor de piel que es extremadamente vulnerable, y por eso frágil. También se apoya en la bebida como Felson, pero en su caso para aliviar y narcotizar su hipersensibilidad. Escribe, tiene un talento especial, es una solitaria, y es coja. Pero tiene una dignidad, una fuerza, que es la de la honestidad y la claridad. De hecho, ve la vida con demasiada nitidez, y por eso la quema. Felson y Sarah son como dos naufrágos que se encuentran y reconocen, y establecen un contrato de depravación, como escribe Sarah. Pero él aún no se considera un náufrago ni considera que hayan establecido tal contrato como si fueran escombros o desechos vitales. Mientras Sarah ya ha visto la desnudez de la vida, aunque sin aún conseguir el equilibrio de la templanza para soportarla, Felson está aún dominado por la arrolladora tiranía de la necesidad de la autoafirmación, ese afán de dominar el tapete de juego, de sentirse omnipotente. Aún no ha se ha caído, ni ha asumido su cojera. Rehúye su vulnerabilidad y su fragilidad. Por eso, no conversa. Es lo que, en cierto momento, le achaca Sarah. Sus días se definen por el consumo de alcohol y la actividad sexual, como si su relación se definiera por el olvido de sí mismos, una superficie abotargada, mero instinto. En un entorno natural acontece la conversación en la que Felson abre sus entrañas, y despliega el entusiasmo que le reporta el juego de billar, cómo es su vida, cómo se siente realizado en esa tarea o dedicación. Por eso, Sarah le dice que no es un perdedor, como le ha dicho aviesamente Bert (como azogue), sino un ganador, porque pocos sienten ese entusiasmo con una tarea o dedicación. Ese entusiasmo es el logro.
Pero Felson, para asimilar esa perspectiva vital, debe enfrentarse al dragón, que tiene el rostro inclemente de Bert, el frio aliento del desprecio por la vida, donde todos y cada uno son instrumentos para su beneficio: El cancerbero del siniestro peaje del éxito. Retorcido, depravado y lisiado, como apunta Sarah. Su condición lisiada interior es lo que le determina a aprovecharse de la plenitud de quien dispone de talento. El artista para vencer al dragón, por tanto, debe enfrentarse y derrotar a su ego, como asumir que siempre deberá bregar con la rapaz mente calculadora que querrá beneficiarse de su arte, y que demandará que se pliegue a sus exigencias. Nunca se ha visto expresada con tal elocuencia este sangrante contraste de actitudes (quizás sólo en la también desgarradora y bellísima Los amantes de Montparnasse (1957) de Jacques Becker, sobre los últimos días de Modigliani). La mefistofélica influencia de Bert determinará la tragedia, el suicidio de Sarah; variación con respecto a la novela, en la que ni ella viaja con ellos a Lexington en donde Felson jugará al billar francés contra Findley en una partida pactada por Bert, ni se suicida. La sensibilidad pierde el combate. Y Felson adquiere la lucidez, aunque portará siempre su propia cojera, la perdida de la mujer que amaba por el empecinamiento de su vanidad. Se desprende de su fútil ego. Por eso, vence en la partida final, juega como sabe y no tiene que demostrar nada (a nadie ni a sí mismo). Pero ahí ya no hay catarsis, no hay climax, sino turbia tristeza. El desafío ya se había realizado antes. Ya había hecho su elección vital. Ganar a Minnesota ya implica, sobre todo, enfrentarse a Bert. Su victoria es despreciar su concepción de la realidad, un entramado de inversiones y peones, sus exigencias contractuales, su noción de las relaciones como intercambio de intereses. Asume que no plegarse a su voluntad implicará el destierro de sus dominios, la imposibilidad de jugar partida alguna en cualquier sitio. No importa esta derrota, porque, a su vez, es victoria, dispone de la dignidad de su integridad. Sabe ya cómo jugar, tanto en el tapete de una mesa de billar como en la vida. Aunque ahora sea otro rebelde, como Sarah, que sobreviva en los márgenes, con su despierta sensibilidad. Exiliado, pero despierto
lunes, 22 de junio de 2020
Mujeres en Venecia
Nunca se puede controlar el último acto. Por mucho que se pretenda la realidad no responderá a lo que tenemos escrito en el escenario de nuestra mente. El azar, los otros, son factores que introducen en la ecuación el condicionante de los imprevistos. Nunca se pueden olvidar las circunstancias con su peso gravitatorio. En Mujeres en Venecia (The honey pot, 1967), Fox (esplendido Rex Harrison) es un espíritu zorruno (o un zorreras) como ya bien indica su nombre, al que le gustan las astucias de los juegos y las representaciones. Piensa que la noción del tiempo es oro tiene que ver con la calidad, no con la cantidad, así como que son pocos los que aprecian un buen vino y muchos los que prefieren una hamburguesa. También que todos tienen su precio, porque al ser humano hay una fuerza motriz que le tira mucho, la codicia. Pocas cosas realmente no pueden comprarse, quizás con la excepción del talento, o las aptitudes físicas, como para Fox disponer del cuerpo que hubiera propiciado su ilusión de ser bailarín. Baila la danza de las horas, como quien hace del momento baile para contrarrestar la erosión del tiempo. La vida es un escenario del que hay que aprovechar cada instante como si éste fuera una excepción. Y para conseguirlo, como también piensa Pittman (Kirk Douglas) en la posterior El día de los tramposos (1970) cualquier medio es válido y cualquier otro un peón o una pieza prescindible.
Mujeres en Venecia combina la adaptación de la obra teatral Mr Fox of Venice, de Frederick Knott (autor de Dial M for murder/Crimen perfecto) y de la novela The evil of the day, de Thomas Sterling. Es una celebrativa obra, un vivaz juego que reflexiona sobre la vida como escenario y representación. La primera escena transcurre en un escenario teatral, donde se representa Volpone, de Ben Jonson. Fox es su único espectador porque su argumento es la inspiración para la charada que va a montar. Si Volpone en italiano el equivalente de Fox, es decir, zorro, y el asistente de Volpone en la obra se llama Mosca, ¿por qué no va a seguir con la rima y contratar a alguien que se llame McFly (Cliff Robertson), actor sin trabajo, para que le asista en su urdimbre? El título original de esta deliciosa y corrosiva comedia es The honey pot (el tarro de miel). Ese con el que Fox tienta a las tres mujeres con las que mantuvo más largas relaciones, Mrs Lone star (Susan Hayward), Princesa Dominique (Capucine) y Merle (Edie Adams). Les hace creer a las tres que se está muriendo. Su presunta intención: ver si son capaces de mostrar gratitud, o si acudirán como aves rapaces para llevarse la herencia. El regalo que cada una de ellas le hace, un reloj, ya indica qué quieren de él: que su tiempo se acabe. Presunta intención porque no todo es lo que parece, incluso la misma representación planificada con esmero por Fox, con la asistencia, y capacidad improvisadora, de McFly. En el enmarañado juego hay elementos del mismo que se escamotean. Las superficies son engañosas, como la expresión cara de poker. Como Venecia, ciudad edificada sobre las aguas, el escenario se traza sobre cimientos escurridizos. Los mismos que desestabilizarán toda ansia de control de este epicúreo y cínico manipulador demiurgo.
En toda partida, por elaborada que sea la urdimbre, la manipulación y escenificación, no se sabe con certeza cuáles son las cartas que realmente tiene el otro, y se puede jugar con la sugestión, aunque se crea que es intuición, de lo que puede llegar a tener. O dar por sentado que los peones se ajustarán al papel previsto, cuando puede que no sea así. Fox juega así, aunque como para todo codicioso, precisamente la codicia será su falla. Una torpeza, un error, a lo que se suma lo imprevisto o imprevisible, el factor que no se espera, y que se ignora qué puede deparar por completo desconocimiento, encarnado en la enfermera de Lone star, Sarah (Maggie Smith), con la que Fox no contaba que acudiera. En toda planificación entra en juego un factor no considerado. Para Pittman, será la serpiente que no advierte que se encuentra dentro de la prenda femenina en la que había escondido el botín de un robo. Ironía para quien jugaba con las apariencias para manipular a los demás (de lo que son emblema sus gafas, que carecen de graduación). Para Fox, la sustracción de unas meras monedas cuando el propósito de toda su urdimbre era conseguir la cuantiosa fortuna de una herencia, por mediación de un asesinato que intenta hacer pasar por suicidio. Su raposa codicia, como quien rebaña hasta las costras de comida del plato, determina que ese detalle sea observado por el factor imprevisto, Sarah, y comunicado a quien sabe lo que significa, el peón que se sale del papel asignado, McFly.
En una de las primeras versiones del guion Manckiewicz quería evidenciar de modo más acusado la condición de representación de la vida, con personajes comentando la acción, caso del dueño de un teatro. Fueron desestimadas, pero en los últimos pasajes de la narración se utiliza la voz en off del fallecido Fox para remarcar, aún más si cabe, cómo las aspiraciones o las previsiones pueden ser contrariadas. El factor imprevisto e imprevisible, Sarah, con una hábil jugada, se queda con toda la herencia de Lone Star que Fox quería conseguir y, de ese modo, por añadidura, para desesperación de Fox, con la sumisión de McFly que debe dejar de lado cualquier orgullo porque el propósito de la maniobra de Sarah no es otro que el de posibilitar que McFly realice sus proyectos. No deja de ser una inversión de la ecuación que pretendía imponer, como criatura rapaz, Fox. Una astuta acción estratégica para consolidar una reciprocidad sentimental y dominar y configurar el escenario de la relación.
viernes, 19 de junio de 2020
Basilisco (Impedimenta), de Jon Bilbao
Piensas que tu carga es más poderosa que la de los demás; tu urgencia más perentoria; tu preocupación, más justificada; tus dudas más intrincadas. El basilisco es una criatura imaginaria que disponía de la capacidad de matar con la mirada. Si una mirada pudiera matar. Es una frase hecha con unos puntos suspensivos incorporados impregnados de ácido corrosivo. Es la furia que no se materializa sino que se contiene, las emociones que se retuercen en nuestro interior, el veneno que nos tragamos y que quizá vaya sedimentándose en nuestras entrañas, en nuestros recovecos más profundos, durante largo tiempo, como un segunda piel interior que es basamento de lava que no eclosiona, y quizás corroa las relaciones que mantenemos sin que los demás sepan con claridad y precisión qué es lo que sentimos, qué es lo que nos corroe. Incluso, quizá sea imaginario, una película que sólo nosotros nos montamos, pero nunca nos decidimos a contrastarla. Nos apoltronamos en el quiste sebáceo del lamento y el sentimiento de agravio, en la autoindulgencia de sentir que está justificado de sobra, como nuestra carga es mayor que la de cualquiera, y todas nuestras dudas o urgencias más intrincadas y perentorias que las de los demás, y es así, porque nos desplazamos por la vida como si fuéramos el centro de un escenario. Nuestro ego no carece de límites para enquistarse en sus propios límites como centro solar del universo. Me quedé mirando el falso sol. Reconocí que, si Katharina no me lo hubiera dicho, yo habría pensado que era una foto auténtica. Me concentré en ella, intentando oír dentro de mí el silencio cósmico.
Basilisco (Impedimenta), de Jon Bilbao (1972), es una novela con diferentes capas y recovecos. Combina tiempos y espacios. Un tiempo presente, en distintas etapas vitales que evidencian la poca satisfactoria evolución de quien cuando conoció a la mujer de la que se enamoró no imaginaba que años después sería un amargado ingeniero que escribe pero trabaja de operario en una refinería, casado y con dos hijos; un tiempo pasado, el territorio del Oeste, el territorio de la frontera, en el que unos personajes buscan la constatación de que es falsa la teoría de la Evolución y se enfrentan a la barbarie del caos desbocado en forma de siniestra banda que se dedica al arte de la masacre. Se alternan los espacios de lo real y de lo ficticio: viajes a Estados Unidos cuando una relación está en ciernes o incursiones, años después, en un cementerio vizcaíno para recuperar el avión de su hijo mientras visita a su esposa un antiguo novio, y las peripecias que son creaciones del protagonista, aunque no sepamos en un primer momento si lo son o no, porque lo real y lo ficticio se confunde, como lo real y lo mental. Hay pasajes que parecen reales, y pensamos que suceden al protagonista, pero se revelan pasajes de uno de sus relatos. Por tanto, a medida que progresa, la narración se torna más ambigua, ya que resulta cada vez más difícil distinguir, en un primer momento, en qué pliegue y en qué recoveco nos encontramos. Aunque la línea de puntos subterránea de la novela, como al fin y al cabo las cuevas, en distintos espacios o tiempos, disponen de relevancia dramática, irá configurando un trazado que sutilmente entrelaza los distintos tiempos y espacios como manifestaciones o coordenadas del mapa interior de las emociones en conflicto del protagonista, su confrontación con sus falsos soles y silencios cósmicos. O la asunción de que no hay que retener la mirada, como carga de profundidad difusa, sino confrontarla. No en un duelo en el que las miradas callan como una cueva que se mantiene sellada y fulminan como si estuvieran prestas a desenfundar, sino en la frontalidad de las entrañas expuestas.
Bilbao recurre a los arquetipos y las alegorías en un juego narrativo entre ficción y realidad, en los pliegues retorcidos del espacio mental. La furia retenida se dota de figura y cuerpo en una representación arquetípica, el hombre de la frontera, el jinete silencioso que recorre las amplías llanuras del espacio imaginario que es el Oeste, el hombre de pocas palabras pero expeditivo en sus acciones. En ese momento, el oeste sobre el que yo tanto había oído hablar y el oeste real, que ahora empiezo a conocer, entraron en contacto, como cuando se miran al trasluz dos hojas de papel en las que figura el mismo dibujo, y ambos se hacen coincidir. En ese pliegue narrativo, se desarrolla, con aparente autonomía, una alucinada incursión en el corazón de las tinieblas, con expediciones al interior de la Tierra, en profundas cuevas, en busca de la ratificación de que no provenimos de los simios, como si eso nos librara de confrontarnos con la bestia que hay en nosotros, al fin y al cabo, la más brutal y cruel de las especies sobre la Tierra, enajenación o autoengaño que parece ratificar, en ese sentido arquetípico, la presencia de una comunidad de mormones asentada en la entrada de la cueva. Representan la negación de la bestia que hay en nosotros. Es un portal entre dos mitologías: la de la Prehistoria y la de la Frontera. La primera representa el pasado que, mediante revelaciones sucesivas, nunca cesa de regresar, aferrándose a un carácter protagónico. La mitología del oeste simboliza el presente, o más propiamente el futuro: el de un país en formación. ¿Qué conflicto desencadenaremos cuando nosotros, representantes en mayor o menor medida de la Frontera, entremos en contacto con el ámbito de los reptiles ciclópeos? ¿Descubriremos acaso que se trata de mitologías excluyentes que, una vez enfrentadas, entrarán en competencia, como los colonos con los nativos de las grandes llanuras?
Generamos mitologías, religiones, exégesis que no son sino especulaciones que derivan en relatos convenientes o consoladores para neutralizar el miedo a la oscuridad y las incógnitas. ¿Qué hemos conformado como civilización, fundada en pueblos y tribus, con la figura del héroe como modelo o mito orientador y resolutivo, la figura de acción que parece solucionar nuestros conflictos e indeterminaciones? ¿En qué medida el espejismo de la civilización, de la ilusoria unidad de tribu, nos aleja del discernimiento de lo que no queremos afrontar en nosotros mismos, la ausencia total de lo humano, esa parte fundamental de reptil que hay en nuestro cerebro, nuestra vertiente más básica, nuestra condición primitiva virulenta que no ha sido mitigada pese al desarrollo tecnológico de la civilización creada? Urdimos y nos nutrimos de otros. Nuestro vínculo con la araña, como se califica a quien lidera una banda que masacra a su paso a cualquier ser humano, con particular regusto en la crueldad, la tortura y la mutilación. Es la figura de lo terrible, el arquetipo desnudo de lo dañino en las entrañas y recovecos del ser humano. Es un espacio mítico desquiciado, como el que reflejan algunos westerns recientes, como La propuesta (2005), de John Hilcoat, Bone tomahawk (2015), de S Craig Zahler.
El basilisco y la araña. Los retorcimientos de nuestra mente que se enquistan con las películas que nos montamos, con la tela del sentimiento de agravio y la furia retenida. Esa bestia que anida en nosotros, que quizá no se desenfunda cuando se contiene en las miradas que matan, pero estas no dejan de alimentar esa bestia con su goteo de veneno, en esas habitaciones interiores, sin ventilar, que no exponemos y que nos van encorvando por nuestras amarguras, frustraciones, impotencias y decepciones, por nuestros sentimientos de fracaso y nuestros resentimientos. Por no querer sentirnos abandonados, por no saber compartir lo que nos reconcome, por sentir que no somos lo que aspirábamos a ser, por sentir que no hemos sido para quien amamos quien quisiéramos haber sido. Esas furias que son enfados mordidos. Su enfado era una habitación sin ventanas, con suelo de tablas rechinantes y pintadas de negro, igual que las paredes y el techo. Olía a madera quemada y a limaduras de hierro y allí dentro siempre hacía un calor asfixiante. Del exterior se colaban una marabunta de voces y, por las holguras entre las tablas, prismas de luz mantequillosa. Emociones envenenadas que a veces se tornan aguijones con los que herimos a los demás, violencias cotidianas amortiguadas que pueden ser virulentas, cuando un aguijón se torna furia de colmena desbocada. Hasta que afrontamos la bestia en nuestros recovecos y nos miramos de frente, para así poder mirar, y relacionarnos con los demás, sin la oscuridad adherida como escombro y colmillo a nuestra mirada.
martes, 16 de junio de 2020
La ronda
Viena 1900. Aunque pudiera ser otro lugar u otro tiempo. La ronda del deseo, el tiovivo de los juegos amorosos, el círculo de las mascaradas, no varía mucho. Y como se sabe, el sentimiento se alimenta de ficciones, y a veces queda cautiva en alguna de ellas. Deseo, sublimación, amor, la circulación, la escena. Por eso, en La ronda (1950), de Max Ophuls, el narrador, o interventor u oficiante, interpretado por Anton Walbrook, es un personaje más de la función, aunque, a la vez, desligado de la misma. Surge de un tiempo indefinido, pero de un espacio concreto, el de la ficción (el que evidencia el artificio, los focos, la tramoya, los engranajes), preguntándose, aunque más bien preguntándonos, quién es, si el narrador o autor, un transeúnte, o quizá más bien aquel que representa nuestro deseo: por cuanto nuestro conocimiento suele ser parcial, insuficiente o incompleto, y por lo tanto deseamos o aspiramos a saber todo, él es aquel que representa esa aspiración, aquel que dispone la visión completa, redonda, como el girar del tiovivo, desde todos los ángulos posibles. Nos introduce en el escenario específico de la acción, mediante un movimiento de cámara circular, y asocia dos emblemáticos lugares: el escenario literal (teatral) y el tiovivo. Irrumpe en ese escenario literal, con la manifiesta presencia alrededor de focos de rodaje, y durante ese desplazamiento, que nos ubica en un lugar, Viena, y el tiempo, 1900, él mismo se desprende de su gabán, para revelar su frac, su atuendo de época, y de oficiante. Ya junto al tiovivo, alude al primer personaje, la prostitura (Simone Signoret), que aparece subida en la atracción de movimiento circular, y la emplaza en el lugar en el que se inicia su acción dramática, en una esquina, en la que siempre espera a que pase el sexto hombre para aludirle.
La narración es una ronda de sucesivos duetos, en los que una figura de la pareja previa conforma uno de los componentes de otra pareja protagonista del siguiente pasaje. El narrador u oficiante adoptará diferentes roles en cada uno de los diez lances que conforman los diferentes duetos, con un vestuario distinto para cada caso según el papel secundario (camarero, vecino…) que interprete en cada escenario. Nos guía e interpela, como lo hace a los personajes, a los que también contesta a sus preguntas, orienta, cuando no sume en el desconcierto por sus réplicas, abstractas en cuanto revelan el subtexto a quien habita el texto (a un personaje dice que debe seguir la ronda, y a otro que es amante del arte del amor). Para su perplejidad, expone la ficción a quienes habitan la ficción sin ser consciente de ella, pero siempre permanecen en distintas dimensiones. Arregla el engranaje del tiovivo en correspondencia al malfuncionamiento sexual, es decir, impotencia, que sufre en un lance sexual uno de los personajes, Alfred (Daniel Gelin), o realiza con tijeras los correspondientes cortes del celuloide para eliptizar otro encuentro sexual (otra forma de ironizar con respecto a la censura, diferente, aunque tan ocurrente, como la de Keaton en la secuencia final de El moderno Sherlock Holmes). Traslada entre decorados a la camarera de un lance a otro que implica un salto temporal de dos meses, con otro vestuario y en otro lugar. O simplemente presenta el título uno de los lances de la ronda con la claqueta, entre músicos de la orquesta que interpreta la composición de la banda sonora y miembros del equipo de rodaje de La ronda. En todo momento, es el recordatorio que asistimos a una ficción y, a la vez, la evidencia de que en los lances amorosos habitamos una ficción cual personajes inconscientes, fingidores o manipuladores de las circunstancias.
Ophuls había adaptado, con Hans Wilhelm y Curt Alexander, una obra teatral de Arthur Schnitzler, publicada en 1895, para Amoríos (Liebelei, 1933). En La ronda, adapta junto a Jacques Natanson, otra obra teatral de Schnitzler, escrita en 1897, aunque, aparte de una representación no autorizada en Budapest en 1912, no se escenificó hasta veinte años por la controversia que suscitó. La película de Ophuls fue calificada como inmoral por los censores de Nueva York. No consiguió estrenarse en Estados Unidos hasta 1954, cuando la insistencia de los productores fructificó y la Corte Suprema permitió su estreno sin corte alguno.Resulta necesario destacar la admirable la dirección artística de Ralph Baum y Jean 'D'Eaubonne, y la dirección de fotografía de Christian Matras.
Los personajes se deslizan de una relación a otra como si discurrieran siempre sobre superficies, como si siempre hubiera una figura que supliera, o relevara, a aquella en la que se había depositado previa, y fervorosamente, una ilusión amorosa, porque quizá sólo el deseo, el tiovivo es lo que está en movimiento, y los otros, las figuras que acompañan en el escenario, son intercambiables, pasajeros fugaces de un deseo que no puede ir más allá de las superficies, de la provisional mascarada, porque el vértigo es demasiado poderoso cuando se presenta la promesa de conjugarse con las profundidades y las elevaciones del sentimiento. O quizás solo resta la réplica o interrogante de quien queda mareado tras tantas vueltas, o rondas, en las que los rostros son indiferenciables, como realiza elocuentemente, en El conde y la prostituta, El conde (Gerard Philippe), el último de los participantes de la ronda o tiovivo: ¿Dónde estamos?. Es aquel que cuando evoca lo que ha hecho en su ronda nocturna, sazonadas por el alcohol, no puede fiarse de su recuerdo, de si iba solo o acompañado. La única presencia cierta en sus diversas lides de deseo es su acompañante canino; las otras figuras son borrosas. Este personaje representa la hipérbole de la intercambiabilidad de las figuras de deseo. Pero la hipérbole, como figura poética, es su más precisa constancia. ¿A quién deben dar la réplica?
La embriaguez del deseo, la animalidad, es la vértebra de la certeza, y al mismo tiempo la conversión en figuras inciertas de los deseados, y de los mismos que desean, sujetos al engranaje de los vaivenes de su deseo. Como fantasmas que realmente no saben dónde están, en cuál escenario les toca actuar, desear, sentir, reaccionar (aunque provisionalmente crean que sí), hipérbole de un ahora que ya parece un siempre o un una y otra vez con otra figura con diferentes rasgos pero no muy diferente representación o función. Alguien que desear, alguien a quien amar, o de quien enamorarse. La singularidad o embriaguez de un arrebato, una fascinación, una obsesión, es provisional; la figura deseada o amada será reemplazada por otra. Habrá otra ronda. En el tiovivo del deseo o de las sublimaciones, como si la ilusión fuera el salvoconducto de una inmunidad, aunque ignore que sólo viva en la ficción de las superficies.
Ophuls, como en la posterior Lola Montes (1955), evidencia el artificio de un modo más explícito que nunca en su obra (aunque ya en Querida oficina, 1932,en su secuencia inicial, juega con tres distintas percepciones de la circunstancia, hasta que evidencia que la escena pertenece al rodaje de una película, y en La comedia del dinero, 1935, jugara con la figura del narrador u oficiante). Desentraña el artificio, nos deja desnudos entre sus focos. Y de nuevo, realiza una labor de exquisita puesta en escena definida por los coreográficos y dilatados movimientos de cámara. En ocasiones interpone elementos del decorado, u objetos, y en diálogo con los mismos personajes: en La joven dama y el marido, el péndulo en la alcoba del matrimonio; la misma cámara adopta ese movimiento en uno de los encuadres sobre ambos en sus respectivas camas; como pendular es la relación entre ambos, entre lo que se dice y no se dice, entre lo que se espera que la pareja no haga pero sí se hace a escondidas: el marido (Fernand Gravey) corrige a su esposa (Danielle Darrieux), la denominación de la mujer que mantiene una relación extramarital antes que adultera es culpable, pero él dispone de amante, como se expondrá en El marido y la jovencita. Sobre la esposa, en el lance previo con su amante, El señorito y la joven dama, se interpone algún velo de la cama sobre la esposa, pero también corresponde a los velos de la (afectada) sublimación del amante (Daniel Gelin), sublimación pasajera porque en el anterior lance, La camarera y el señorito, también sentía un rapto pasional por su sirvienta (Simone Simon). El rapto se siente en ambas circunstancias, con ambas mujeres (y en el segundo caso se amplifica con la embriaguez escénica particularizada: ser el amante de una mujer casada). Sublima a una y otra, como el militar del primer lance, La prostituta y el soldado, desea a una mujer y otra, como quien simplemente cambia de pareja de baile.
La misma narración adopta la condición de círculo. En el primer lance el objeto de deseo del militar es la prostituta (Simone Signoret), pero en el segundo es la camarera, a quien tras seducir deja al final para buscar otra pareja de baile (u objeto de deseo), mientras que en el último lance, o ronda de la ronda circular, el conde olvida qué ha hecho o con quién ha estado: aunque se había citado con una famosa actriz se despierta en la cama de la prostituta del primer lance. Ambos no se diferencian aunque uno actúe de modo consciente y otro inconsciente. La narración de La ronda fluye liviana como un ingrávido paso de baile, pero contiene unas rotundas cargas de profundidad sobre nuestras inconsciencias y arbitrariedades en el terreno de las emociones y sentimientos (cautivos de un círculo de espejismos y volubilidades), como si sólo fuéramos meramente caballitos mecánicos en un tiovivo, y sólo fuera éste el que se moviera. ¿Dónde estamos?