domingo, 31 de mayo de 2020
Ojos sin rostro
Ojos son rostro (Les yeux sans visage, 1960) de Georges Franju atesora dos cualidades, sobre las que se vertebra, que hacen de esta obra una de las más estimulantes y cautivadoramente siniestras que ha dado el género fantástico. El trabajo sobre la duración, a través de una modulación narrativa que propicia una percepción alterada, un extrañamiento que es enrarecimiento, como si se hubiera cruzado el umbral a otro mundo, o más bien percibiéramos éste desde otro ángulo, advirtiendo su condición o naturaleza turbia. Se escancia, como una partitura, una atmósfera incómoda, inquietante, que no se puede despegar de la piel. Y, por otro lado, su modélica construcción sobre la incógnita, o sobre sucesivas incógnitas que se van desvelando a la vez que propulsan nuevas incógnitas, como la piel que se va rasgando lentamente, o la máscara que se va descubriendo, hasta que lo entrevisto se discierne, revelando la faz siniestra, la carne desgarrada y doliente. En el primer tramo, aún inciertas las piezas del rompecabezas, se dilatan los trayectos, en forma de meandros narrativos, que van trazando los contornos de una trama sustentada sobre la urgencia de una restitución, el rostro desfigurado oculto bajo una tétrica máscara blanquecina.
Franju adaptó la homónima novela de Jean Redon, con la colaboración del propio escritor y Claude Sautet, también asistente de dirección. Su planteamiento anticipaba conflictos con la censura de Francia, Inglaterra y Alemania, respectivamente, por el exceso sanguinolento, el tratamiento de perros como cobayas y de la figura del cirujano loco (mad doctor). Franju recurrió a Pierre Boileau y Thomas Narcejac, autores de las novelas que sirvieron de base para Las diabólicas (1955), de Henri Georges Clouzot y Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Ampliaron la relevancia dramática del personaje de la hija del cirujano, Christianne, vertiente que contrarrestaba el impacto de las tres cuestiones conflictivas. Aún así la secuencia de la operación suscitó abandonos de sala y desmayos en varios países. John Carpenter se inspiraría en la máscara blanquecina de Christianne para la que porta Michael Myers en La noche de Halloween (1978)
En la primera secuencia, Louise (Alida Valli), conduce en la noche; a través del retrovisor se aprecia un cuerpo de rasgos indiscernibles; Louise arroja el cuerpo al río. El doctor Gennieres (Pierre Brasseur), tras acabar una conferencia sobre las posibilidades del injerto en el cuerpo humano, es llamado para identificar a una chica en la morgue, el cuerpo arrojado al río, que reconoce como su hija. Tras el funeral, se dirige a su mansión en el campo, en la que recorre las estancias hasta que entra en una habitación donde yace una chica con el rostro oculto, su hija Christianne (Edith Scob). Su rostro quedó desfigurado tras un accidente de coche (que él conducía), y el doctor asesina chicas de rasgos similares para lograr restituir su rostro injertando la piel de las fallecidas. Pero la piel injertada tiene una duración limitada de resistencia antes de que aparezca la necrosis, por lo que debe matar otras chicas hasta conseguir que el injerto sea estable. Christiane, con su máscara blanquecina, pasea por las estancias de la casa, como un espectro; realiza una llamada, pero al oír la voz cuelga; más adelante sabremos que es la voz del hombre que ama. También durante este tramo de la narración se escuchan repetidamente ladridos de perros que dominan, con su inquietante off, la banda de sonido (como si fuera la transposición de un ladrido interno, de una herida emocional). Son perros enjaulados que sirven de cobayas para los experimentos (son la transposición del desesperado enjaulamiento de Christianne).
Franju logra crear, sedimentar, cual silencioso goteo, una atmósfera de terror casi abisal con su caligrafía precisa, gélida (obra de Eugen Schufftan), un blanco y negro pulido, casi blanquecino, como la máscara de Christiane, y su modulación de tempo dilatado, cual deslizamiento que afirmara la inestabilidad, valga la paradoja. La belleza de lo siniestro sangra por los poros de su celuloide. Sobrecoge tanto el vislumbre, borroso, del dañado y desfigurado rostro de Christianne (desde la perspectiva de la chica cuya piel va a ser extraída) como su nuevo rostro, perturbador, como si la identidad fuera un el céreo rostro sin vida de un maniquí. Como desazonante es la poesía de lo siniestro que emana de su doliente, casi trágica, condición, cual criatura frankensteiniana, abocada a los frustrados reintentos como si estuviera condenada a la provisionalidad de la vida como la duración de un suspiro antes de sufrir de nuevo la degradación de su condición desfigurada. La antítesis de un cuento de hadas, la imposibilidad de despertar de la bella durmiente o el retorno cada medianoche a la vida de sumisión y privación para Cenicienta. Sensación que no se desvanece pese al catártico final, como si la noche, aunque sea espacio de liberación, ya dominara un escenario descompuesto, desgarrado.
viernes, 29 de mayo de 2020
¿Qué sucedió entonces?
¿Qué sucedió entonces? (Quatermass and the pitt, 1967), de Roy Ward Baker, se define por una modélica construcción narrativa, sostenida sobre la progresiva dosificación de detalles inquietantes, que va perfilando una desasosegante incertidumbre, mientras sobre las interrogantes que suscitan las incompletas piezas del rompecabezas se modula una proverbial atmósfera tenebrosa. De este modo, cuando la amenaza es aún indefinida, objeto de variadas especulaciones, se gesta una perturbadora indefensión (ante un fuera de campo en el que todo es posible) que no se desvanece, sino que se incrementa cuando la amenaza se visibiliza y se concreta, y persiste como un eco cuando los títulos de crédito se suceden sobre la sombría imagen final, como si se hubiera vivido un trance que no deja resquicio para una vuelta atrás, o como si nos hubieran sumido en el pozo de la atávica iniquidad humana. De hecho, el título original es Quatermass y el pozo (Quatermass and the pit).
¿Qué sucedió entonces? es la tercera de la serie de obras que produjo la Hammer con el doctor Quatermass como protagonista, tras la espléndida El experimento del doctor Quatermass (1955) y la interesante Quatermass II (1957), ambas de Val Guest, en las que Brian Donlevy interpretaba a Quatermass. Se intentó realizar a finales de los cincuenta, pero la Columbia, con la que la Hammer había establecido un acuerdo para que distribuyera sus películas, no mostró interés. En 1964 lo reintentaron, pero la relación con la Columbia se había deteriorado (finalizaría ese año). Lo conseguirían gracias a un acuerdo con Seven Arts y la Fox. El magnífico guion es obra del creador del personaje, Nigel Kneale, que modifica el que fuera uno de los capítulos de la serie en su temporada de 1958, en la que André Morell encarnó a Quatermass (para la película se eliminó una subtrama con un periodista, y resulta diferente, aparte de más espectacular, la conclusión). Es magnífica la dirección de fotografía de Arthur Grant y la dirección artística de Bernard Robinson. Fue la primera colaboración, de seis, de Baker con la Hammer. Hasta entonces firmaba como Roy Baker, pero por coincidencia con un técnico de sónido, aparecería en los créditos como Roy Ward Baker (de lo que luego se arrepentiría, porque podrían pensar que era otro director distinto). John Carpenter era un gran admirador del escritor (colaboró con él en la tercera de la serie de Halloween) y del personaje. En ocasiones ha utilizado el seudónimo de Martin Quatermass, y en su obra maestra, En la boca del miedo (In the mouth of madness, 1994) buena parte de su desarrollo tiene lugar en un pueblo de nombre Hobbs End.
Durante las excavaciones de un pozo de la zona donde acaecen los siniestros hechos, un siglo atrás, declararon haber visto extrañas visiones que relacionaron con presencias demoníacas, y lo mismo siglos antes unos carboneros. Ahora, en el presente, cuando se están realizando perforaciones para ampliar una línea de metro, primero se descubren fósiles humanos que parecen datar de 5 millones de años atrás, lo que suscita el interés del paleontólogo Roney (James Donald), y su asistente, Barbara (Barbara Shelley). La brecha en el tiempo se amplía con una brecha en una incógnita que resulta difícil de encajar en la secuencia temporal, un extraño fragmento metálico de composición desconocida que, desde la perspectiva del coronel Breen (Julian Glover), una variante de las bombas volantes que lanzaron sobre Londres durante la segunda guerra mundial. No duda, como sí el físico Quatermass (Andrew Keir), pese a que no se escuche ningún ruido en su interior (como en cualquier bomba), no haya desintegrado los cráneos, y el contacto de la superficie, pese a que no se sienta el frío, amenace con congelar las manos, y resulte imposible penetrar su superficie con un soplete (ni siquiera se calienta la superficie). Además de ese fascinante decorado, y esa extraña aparición de forma anómala (para ser una bomba), con compartimento interior, hay más detalles inquietantes. Esta estación de metro, de nombre Hobbs end, está en una calle de nombre Hobbs Lane, que antiguamente era Hob Lane (Hob era una de las denominaciones del diablo). Por otra parte hay constancia de que cuarenta años atrás, en las casas colindantes, se registraron extraños fenómenos, como turbadores ruidos y visiones de seres que asemejaban aterradores enanos, lo que acabó propiciando que los inquilinos abandonaran las casas. Resulta admirable cómo se modula el tiempo, la duración de los planos, en la secuencia en la que un policía, que muestra una de esas casas abandonadas a Quatermass (Andrew Keir) y Barbara, se sugestiona con los sonidos o detalles siniestros como los arañazos en la pared desconchada, y sale corriendo. Parece que se palpara luna mefítica iniquidad invisible en el ambiente.
A diferencia de El experimento del Dr Quatermass, no es Quatermass la obtusa mente inflexible, sino, en este caso, el coronel Breen. Un buen detalle es que ambos sean presentados en una lid con respecto a un proyecto de cohetes para el que Quatermass busca el apoyo del gobierno. Breen encarna la mentalidad que considera al 'otro' una amenaza, la visión de la vida como una dinámica, inmovilista, definida por el enfrentamiento. Irónico que a lo que se enfrenten, tras descubrir en su interior a unas extrañas criaturas que asemejan a langostas, sea una nave de un mundo exterior que llegó a nuestro planeta cinco millones años atrás. Tanto a él como al ministro de Defensa les cuesta asumir que quizá la criatura humana proceda de los diversos experimentos que realizaron esos esos seres de Marte (para ellos unos meros insectos) con los primates de entonces. Su mentalidad cuadriculada y restringida no pueden, pero tampoco quieren, imaginar ese escenario como posible. No conciben que unos insectos pudieran ser más inteligenes tanto tiempo atrás, o que esa nave esté viva, cual cerebro durmiente que se puede reactivar y amenazar la seguridad de los humanos. Su arrogancia obstaculiza la asunción de lo que no quieren que sea. Sólo conciben un escenario de rivalidad, pero sólo uno que puedan controlar y dominar dentro de sus limitadas coordenadas mentales (por eso prefieren pensar es un objeto de un pasado, una lid, que concluyó), y descuidan cualquier prudencia. No quieren considerar la opción más aterradora, la equiparación entre aquellos seres, tendentes a la violenta purga de índole eugenésica, con los humanos, porque sería mirarse a sí mismo de frente. Las cataclísmicas secuencias finales de esta obra, de respiración lovecraftiana, son la corpereización de esa constatación, una turbia inmersión en el más tenebroso horror, como esa amenazante figura en el cielo nocturno, la irradiación de la tendencia humana a la destrucción.
miércoles, 27 de mayo de 2020
Accidente
El plano que abre Accidente (Accident, 1967), de Joseph Losey, el plano general nocturno de la fachada de una casa de campo, mientras en off escuchamos el ruido de un coche estrellándose, es ya indicativo de la impronta expresiva que adopta Losey, sesgada e indirecta, casi en escorzo. Condensa el substrato que es puesto en cuestión, un modo de vida, sustentado en las fachadas, en el que se aúnan la ocultación u omisión de lo que se piensa o se siente de modo y su consecuencia, una violencia contenida en las relaciones susceptible de explosionar en cualquier momento. Sobre la impostura de lo visible pende la amenaza de un congestionado fuera de campo. El accidente manifiesto que se escucha en off en ese primer plano ha ocurrido junto a la casa de Stephen (Dirk Bogarde), profesor en la Universidad de Oxford, quien sale a ayudar a los accidentados, dos alumnos suyos, Anna (Jacqueline Sassard), a la que rescata con vida, pero aún en estado de shock, y William (Michael York), que ha fallecido en el accidente. La narrativa entrecortada, casi fantasmal (a lo que ayuda la supresión de sonidos, como si se hubiera amortiguado la percepción), asienta una difusa atmósfera narrativa, que se irá perfilando progresivamente, en la que lo no dicho o lo sugerido tendrá más relevancia que lo explicito (algo que se puede también advertir en las miradas que dirige Stephen a la inconsciente Anna que lleva a su casa). Un extenso flashback irá dando forma al rompecabezas, en el que son también piezas clave la esposa de Stephen, Rosalind (Vivien Marchant), con la que tiene dos hijos, y que está embarazada, y otro profesor de la universidad, Charles (Stanley Baker).
No sólo es que, sobre todo en lo personajes adultos, los ya supuestamente aposentados que superan los cuarenta, se vaya entreviendo que sus relaciones son poco transparentes o frontales, y que ocultan mucho de lo que piensan o desean (como la atracción que siente Stephen hacia Anna; y no es el único), sino que sus dinámicas de relaciones, sus conversaciones, están muy definidas también por lo sesgado, a través de expresiones cáusticas o intemperancias, lo que va sedimentando una atmósfera, que Losey transmite con brillante eficacia, emponzoñada, turbia y de malsana violencia, sin, afortunadamente, recurrir al énfasis, apoyado en las admirables interpretaciones de Bogarde o Baker, a la hora de reflejar las ambiguedades, contradicciones o dobleces de sus personajes.
Losey transcribe el medido guión de Harold Pinter, que adapta la novela de Nicholas Mosley, en su planificación y, sobre todo, hace sentir que es entre planos donde reside la entraña que pone en evidencia esas relaciones sostenidas sobre lo que ocultan y no dicen, o insinúan esquinada y pérfidamente. Un ejemplo: la secuencia en que todos los personajes citados comparten un momento de relajo en el jardín de la casa: Charley plantea como ejercicio a William, que aspira a ser escritor, cómo describiría la situación que están viviendo. Wiliam describe lo aparente (en primer lugar porque no es un personaje esquinado), esto es, dormitar, recortar la hierba, o realizar un collar con flores, pero Charles señala que se queda en las superficie, y aprovecha para lanzar una malévola carga de profundidad, señalando que Rosalind está preñada, y especulando con que Stephen tenga una amante entre sus alumnas; Losey inserta un plano de Rosalind durmiendo (aparentemente) en una hamaca, y un primer plano de Stephen, que está podando las hierbas tras de él y no puede ocultar la agitación en su rostro, aunque nadie lo puede apreciar (en el encuadre Charley y William se entreven a sus espaldas); Charley pregunta si le han oído, y Rosalind, sin abrir los ojos, contesta que sí, así como Stephen (dos respuestas afirmativas tajantes que no pueden ocultar su tensión). La pérfida naturaleza de Charles queda más tarde aún en evidencia cuando Stephen vuelve a casa y se lo encuentra junto a Anna (Rosalind está ausente de la ciudad; y Charles, también casado, ha aprovechado, sin pedir permiso, para usar el hogar de Stephen como 'nido de amor', y de este modo restregárselo por la cara, sin necesidad de explicitarlo, porque sabe cómo le gusta Anna).
Irónicamente, de hecho, Stephen esa misma tarde ha buscado, como sustituta de Anna (a la que no se ha atrevido a insinuarse), a una ex alumna, Francesca (Delphine Syerig), en una sucesión de secuencias que se encuentran entre lo más logrado de la película, y que evidencian, en cierto modo, cierta resonancias del cine de Resnais (aparte la obvia conexión de la actriz): En las secuencias entre ambos hay un desajuste entre las imágenes y el sonido; los diálogos van superpuestos sin que vayan en correspondencia con lo que vemos: una hermosa forma de expresar el desajuste interno de Stephen, su naturaleza retorcida, que ha buscado una indirecta transferencia de lo que se muestra incapaz de expresar ( es con Anna con quien quisiera hacer el amor, al fin y al cabo; la expresión de Francesa y Stephen, en la cama, evidencia la decepción de su acto sexual). Otro singular desajuste: la anticipación de la conversación de Stephen con Laura, la esposa de Charles, antes de que le indique tal propósito a Rosalind (ya sabe que Charles le ha sido infiel; y refleja al fin y al cabo su deseo aún retenido de serle infiel a Rosalind también con Anna). El retórico plano final, otro de la fachada, en la que vemos a Stephen con sus hijos, y un coche de juguete, mientras en off de nuevo se escucha el estruendo de un accidente de coche, no es más que la caustica puntilla nihilista sobre unos personajes que seguirán sosteniendo su vida sobre la impostura, la doblez y una violencia latente en sus relaciones sesgadas sostenidas sobre las conveniencias y las apariencias. Las formas se mantienen, aunque se lance un veneno indirecto, y lo congestionado sólo aflorará accidentalmente.
lunes, 25 de mayo de 2020
Dejad paso al mañana
Dejad paso a la mañana (Make way for tomorrow, 1937), de Leo mcCarey, podría haberse llamado Dejad paso a la emoción, eso sí, de modo sigiloso, como quien entra de puntillas para no despertar a los que duermen, o cierra las puertas con delicadeza para no trastornar el sistema nervioso de los demás. Desgarra con la contención de la mirada serena, templada, esa que transitaron cineastas afines en su mirada como John Ford o Yasujiro Ozu (su Viajes de Tokio, 1953, está inspirada en Dejad paso al mañana, que había impactado sobremanera al guionista Kogo Noda), cineastas que incidieron de modo recurrente, como hace aquí McCarey, en las relaciones dentro de un núcleo familiar grupal, y más específicamente, en las relaciones intergeneracionales. La película, con guion de Viña Delmar, quien adaptó una obra teatral de Helen y Nolan Leary y la novela de Josephine Lawrence, se abre con una clara declaración de principios, por la que aboga: Honraras a tu padre y a tu madre. Aunque no evitó que la película fuera un fracaso comercial en su momento, quizás por la desnudez con la que muestra los conflictos (McCarey incluso consiguió mantener la conclusión que quería pese a que la MGM abogó por una conclusión feliz; McCarey la consideraba su película predilecta; cuando recibió ese año el Oscar al mejor director por la también excepcional La pícara puritana dijo que se lo habían dado por la película equivocada). Además, su argumento carecía del complemento de romances. Sus protagonistas son una pareja de ancianos, Barkley (Victor Moore) y Lucy (Beulah Bondi), septuagenarios (aunque Moore tenía 61 y Bondi 48), que se encuentran en la delicada tesitura de tener que abandonar su hogar, ya que el banco les ha embargado la casa (apunte corrosivo: el dueño del banco fue un pretendiente en el pasado de Lucy). En su circunstancia precaria resuena, amargamente, las consecuencias del crack económico que tuvo lugar años atrás (como dice Barkley, desde que se jubiló, el dinero ya no entraba en la proporción que salía). Aunque intente buscar de nuevo trabajo como contable, su edad se convierte en drástico condicionante. En la primera secuencia reúnen a sus cuatro hijos para comunicarles su circunstancia, pero ninguno de los cuatro está en condiciones de apoyarles económicamente. La única solución que se les ocurre es acogerles, turnándose, pero por separado, porque ninguno se puede hacer cargo de los dos.
En el principio, nuestros padres nos mantienen, dependemos de ellos; cuando nos aproximamos a cruzar el umbral de la edad adulta, su referente se transmuta en modelo u obstáculo e interferencia (la adolescencia es la edad de los cortocircuitos; se intenta generar otro circuito eléctrico de relación con la vida, con la realidad, pero su proceso se ofusca con las perturbaciones de la muda o reajuste); ya en la edad adulta, son figuras en escenario ya paralelo, con las que se mantiene relación distante o próxima, conflictiva o armónica. Pero cuando los padres son ancianos devienen figuras dependientes, cual variación inversa de la primera relación. La reacción de los hijos ha sido diversa y, a la vez, puede no diferir aunque sea en culturas distintas, como evidencian las obras de McCarey u Ozu. Tampoco varía con el tiempo, como también reflejan ambas obras, a las que separan dieciséis años, o se ha demostrado en el 2020 con la pandemia del coronavirus: la ancianidad ya no sólo no es símbolo de sabiduría, sino de ni siquiera de generar respeto. Es materia prescindible, como un producto que ya no es útil ni productivo, y ocupa, por tanto, un espacio excedente (marginal si son recluidos, apilados, en una residencia). Han sido los más vulnerables, o víctimas propiciatorias, frente a la infección del virus, reflejo también de este sistema o modelo de vida que los considera material de desecho o sobrante por su condición improductiva. Si este sistema se fundamente en la economización para aumentar los beneficios (de los privilegiados), el gasto que supone su mantenimiento es un derroche. El virus ha servido para indicarnos cómo los tratamos. Otra cuestión será cómo encajemos, interioricemos, la lección.
En Dejad paso al mañana, Barkley nos es presentado en la primera secuencia, sentado en su butaca, cual rey en su trono (el de su propio espacio o pequeña percela de vida). Aunque despojado de su espacio o lugar propio ya será rey destronado. En las posteriores secuencias de la casa de su hija Cora (Elizabeth Risdon), le vemos, convaleciente, en un sofá; cuando llega el doctor la hija le hace meterse en su cama, para cuidar las apariencias ante el médico. Barkley no deja de cuestionar su presunta competencia, dado lo joven que es. En ese picajoso cuestionamiento subyace, como remanente, el orgullo de su pretérita condición de rey de su propia parcela de vida así como el disgusto por cómo se siente tratado por su hija y marido, como si fuera un residuo subordinado a otras voluntades. Esa frustración, no carente de desesperación, se pone de manifiesto, también, de modo indirecto, en la secuencia previa con su amigo, Max (Maurice Moscovitch), en la tienda de ultramarinos que éste regenta, ambos sentados en la silla, mientras Barkley comparte su nostalgia de la compañía de su esposa. Como carece de gafas (se le han vuelto a romper: otro elocuente detalle metafórico que evidencia cómo ya la realidad que vive es la de otros; ya no puede ver la propia, la que desea, le ha sido sustraída, como apósito de vidas ajenas, aunque sean las de sus hijos), le pide a Max que le lea la última carta de Lucy, que Max no puede concluir por la emoción que suscita en él: hermoso el cierre de la secuencia: tras que Barkley se haya ido, Max llama a su esposa para constatar que sigue estando ahí; ambos juntos.
Si con el padre se remarca cómo ambos están fuera de lugar, en espacio ajeno, a través del personaje de la madre, Lucy, se pone aún más en evidencia cómo son interferencia e intrusión, pese a que su hijo, George (Thomas Mitchell) y, sobre todo, su esposa, Anita (Fay Bainter) no quieran traslucir esa incomodidad, e incluso, sobre todo él, se siente incómodo por su propia incomodidad. McCarey lo expresa con mucha sutileza en la noche en que Anita imparte una clase a sus alumnos de bridge (para ganarse un dinero suplementario), y temen la presencia de la madre como un posible trastorno, más que de la buena imagen de la dinámica escénica (con etiqueta o compostura), como interferencia. En plano general vemos cómo la sirvienta coloca la mecedora de la madre, esa que ha sacado antes de su habitación la hija, con la que comparte habitación Lucy, para intentar sentir lo menos posible que su espacio también es del su abuela: lo mismo hace con un retrato del abuelo: interferencia o perturbación por partida doble, en el piso y en la habitación de la hija. Todos empiezan a jugar, en sus respectivas mesitas, las partidas de bridge, y comienza a rechinar el molesto chirrido de la mecedora de la madre, en principio, dentro del plano general (con Lucy al fondo), que relaciona a una y otros: es la interferencia en un espacio o escenario; la planificación cambia a los correspondientes planos medios de miradas de unos y de la madre, que se percata de cómo les molesta (la separación entre una y los otros; no comparten sustancialmente el mismo espacio, como vuelve a quedar manifiesto con otro chirrido, este figurado, el intento de generar conversación de Lucy con algunos de los jugadores. Por eso, para evitar incomodidad a sus alumnos, Anita pide a su hija que Lucy la acompañe al cine (de nuevo, disonancias entre términos del encuadre; la hija deja a Lucy en una butaca, viendo la proyección, y al fondo se advierte cómo la hija se marcha para acudir a una cita de la que no ha informado a sus padres). Al retornar del cine, Lucy recibe la llamada telefónica de Barkley. Al principio los asistentes se muestran molestos porque ella, emocionadamente, habla en voz remarcadamente alta. McCarey sitúa, en esta ocasión, en primer término del encuadre a Lucy, y al fondo del encuadre se aprecia, progresivamente, cómo los asistentes se van sensibilizando por las sentidas y tiernas expresiones de amor de Lucy, y su incomodidad se torna en verguenza (consigo mismos) por la admiración ante esas manifiestas declaraciones de amor. Esa que reconocerá el mismo George cuando se vea impelido (por los trastornos que crea en su hogar; en particular en el comportamiento de la hija, más errático) a pedirle que sea ingresada en una residencia (es una secuencia dotada de una delicada emoción; la madre sabe qué es lo que su hijo quiere plantearle, y a la vez, es consciente de cómo le afecta el hacerlo, por lo que se adelanta a él sugiriendo ella misma esa posibilidad).
Las escasas horas que ambos comparten, sin que él sepa que ella ha aceptado que la ingresen en un geriátrico, están trazadas con una exquisita delicada emoción. Visitan los lugares en los que estuvieron en su luna de miel, cinco décadas atrás, como el parque o el hotel, en el que bailan de nuevo un vals, con el atento detalle del director de la orquesta, quien cambia el ritmo de la música al ver que ambos están bailando. La hermosa despedida en la estación de tren, está realizada con la misma contención con la que Lucy ha ocultado su destino, manteniendo la promesa que no tardarán en volver a verse. Lo efímero alcanza el grado de eternidad, de plenitud (nutrida con la complicidad de firmes raíces en el tiempo, estén o no estén juntos de viva presencia) a la vez que gravita la sensación de lo que quizá no podrá ser, expresado con la serenidad de quien es consciente de que aunque las circunstancias sean adversas (aunque el tiempo externo les separe) la armonía reside en ese amor pleno que une a ambos.