sábado, 4 de abril de 2020
Vivir para gozar
Vivir para gozar (Holiday, 1938), puede verse como un estimulante ensayo de Historia de Filadelfia (1940), ambas adaptaciones de obras teatrales del mismo autor, Philip Barry, y ambas dirigidas por George Cukor, e interpretadas por Cary Grant y Katharine Hepburn. Su acción, también, casi transcurre en un mismo espacio, en un ambiente de condición semejante, el de una familia adinerada, el de la clase privilegiada (la aristocracia empresarial), aunque en este caso, se encuentra ubicada la mansión es un edificio con cuatro pisos en pleno centro urbano. La acción, también, se impulsa, y los conflictos se provocan, por el proyecto de una boda, el de una de las dos hijas, Julia (Doris Nolan) con Case (Cary Grant), a quien acaba de conocer diez días atrás esquiando (durante las primeras vacaciones que él disfrutaba). Case, como el personaje de Stewart en Historias de Filadelfia, es el elemento extraño, proveniente de otra extracción social, de otra mentalidad. Aunque no difiere de la de la oveja negra, de la familia, Linda (Katharine Hepburn, cuyo personaje pretendían los directivos de la MGM que lo interpretara Irene Dunne, para repetir el éxito con Grant de La pícara puritana, 1937, de Leo McCarey, pero Cukor prefería a Hepburn, e impuso su criterio). Esa confluencia ya anuncia que el relato derivará, como en ‘Historias de Filadelfia’, en que haya, en los últimos pasajes de la narración, un cambio de pareja, como en un baile, aunque aquí sea más bien de piruetas, las que sabe hacer Case, de frente, y para atrás, que refleja su actitud, aquella que no tiene el trabajo y el éxito, el ascenso en la posición laboral y social, como meta y finalidad de vida, como sí lo es para su acaudalado posible suegro, Seton (Henry Kolker ), sino el conócete a ti mismo y disfruta de la vida, en vez de que te abduzca tu vida profesional, y desaparezcas en el tiempo cual fósil en vida.
Hay un espacio que bien define a ambos, a Case y Linda, y que adquiere el mayor protagonismo escénico (en la serie de largas secuencias de las que consta la narración): el cuarto de juguetes, en donde los objetos, casi cobran tanto protagonismo, como personajes, como en La huella (1972), de Joseph L Mankiewicz: el pequeño triciclo, el teatro de marionetas, el trapecio, la jirafa de peluche, el cuadro oculto que pintó tiempo atrás Linda y que refleja la vida que ha dejado oculta, sin realizar, y que quizá ahora visibilice gracias a que aparece un cómplice en el escenario, Case. Teatros, animales de constitución aparentemente inarmónica pero que se sostienen, porque no sólo hay un patrón de vida.
En Historias de Filadelfia una gran secuencia tenía como protagonista a la embriaguez, la borrachera que cogían los personajes de Stewart y Hepburn. En Vivir para gozar, hay un personaje memorable, el hermano de Linda, Ned (magnífico Lew Ayres), enganchado a la botella, reflejo de su sensación de sentirse cuerpo extraño, como si estuviera atrapado en el cuerpo del hijo de un potentado, cual maldición; sus apostillas son de las más agudas, y especialmente remarcable es su expresión en la iglesia, sentado junto a su padre, cuando la hija le comunica a éste que se va a casar: un estupendo plano dilatado que mantiene a los tres en el encuadre, modulado con vivacidad coreográfica a través de las acciones y gestos de los tres: el padre no deja de hacerle gestos de silencio a la hija, quien va dosificando la información, y no puede evitar alzar la voz cuando ella le dice que se va a casar. También es un magnífico complemento, para el personaje de Case, el matrimonio que forman Nick (Edward Everett Horton, quien ya había protagonizado el papel en la anterior versión de 1930, dirigida por Edward H Griffith), profesor (por lo tanto horizonte a ras de suelo en cuestión económica), y Susan (Jean Dixon, que se retiraría del cine tras este papel). Su (re)aparición, para un Case que empieza a correr el riesgo de ser abducido por ese otro mundo cuando se celebra la fiesta que anuncia la boda, tiene lugar en el cuarto de juguetes, en el teatro de marionetas, lo que es una manera de evidenciar que esa es la real naturaleza de esas mentes inflamadas de grandeza, boato, y altos vuelos de los habitantes de la casa, tan vacías como esa imponente mansión en la que te puedes extraviar entre tanto recoveco, tan comodonas y apoltronadas como el hecho de que, aunque sea al primer piso, suben en ascensor en vez de por las escaleras, cuando lo que, realmente, te vincula con la vida verdadera son las piruetas, aunque no te salgan bien, y te des un buen morrazo. Lo importante es no dejar de hacerlas.
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