sábado, 18 de abril de 2020
El cuervo (1943)
El cuervo al que alude el título de esta excelente obra, El cuervo (Le corbeau, 1943), de Henri-Georges Clouzot, no tiene que ver con la obra de Poe ni con el asesino a sueldo que interpreta Alan Ladd en la obra de mismo título dirigida por Frank Tuttle un año antes. Es el sobrenombre con el que se firma una serie de anónimos que pone en jaque a todo un pequeño pueblo francés, sea de modo tendencioso o entresacando las verguenzas de sus habitantes. Acontece en un pueblo rural francés innominado, pero está vagamente inspirado en unos sucesos que acontecieron en Tulle, en 1917. En aquel caso, en las 110 cartas anónimas se utilizó el sobrenombre de El ojo del tigre (determinaron también una muerte, aunque no por suicidio, sino por demencia). En la secuencia de apertura, un envolvente travelling recorre uno los espacios del pueblo, hasta una verja que se abre, a través de la que se ve el campanario de la iglesia. Esa es la verja (que hasta rechina) que abre Clouzot, como si se desvelara una corrupción retenida. Irónicamente, tras presentar una atmósfera plácida del pueblo, el primer hecho que se narra es un parto con fatal conclusión para la criatura. No se convierte en recién nacido, como el relato se definirá por la propagación de muerte, no sólo en un sentido figurado, por la epidemia de una sucesión de anónimos que siembran la desazón, pero también desvelan las miserias de la gente.
Esas miserias que no sólo se restringen a la de esos específicos habitantes, sino que se amplifica con una doble resonancia: la contextual, ya que la película se rueda durante la ocupación alemana, y la universal, ya que abarca a la misma condición humana, proclive tanto a la ocultación de lo que se considera reprobable, al cuidado (defensa) de su imagen conveniente (ese campanario emblema de las buenas costumbres, de una supuesta moral límpida) como a la estigmatización del otro (en cuanto creen que las sospechas sobre una de las mujeres son fundadas, se lanzan como una ciega y voraz turbamulta para lincharla). Cáustico es el detalle de que, un par de días después de que esa mujer haya sido detenida, una de esas notas anónimas caiga desde lo alto de la iglesia cuando todo el pueblo asiste a una misa. Clouzot trenza con suma habilidad, y una proverbial fluidez, el descarnado retrato de una amplia diversidad de personajes, en los cuáles, paradójicamente, esa amenaza de lo que los anónimos revelan, o vituperan sin fundamento, propulsa los deseos u odios contenidos hacia otros personajes. Como si además de extender sombras envenenadas también esclareciera. Entre los ciudadanos destaca Germain (Pierre Fresnay), el primero que sufre esos infundios por supuesta práctica abortistas. El personaje más plausible para recibir esos vituperios y hasta sospechas, ya que es casi un recién llegado (se aposentó dos años atrás), es el extraño de pasado misterioso (que él desvela en un momento dado con la rabia de la indignación ante tanta mezquindad de aviesas especulaciones: todo otro mordaz detalle que antes fuera un cirujano cerebral), que es admirado pero poco apreciado (por su poco sentido gremial y por ser escasamente complaciente con las componendas sociales; él mismo es consciente de que no tiene amigos, aunque piense, erróneamente, que tampoco enemigos), y además foco de deseo de varias mujeres, entre ellas una enferma imaginaria, Denise (Ginette Lecherq), que busca con sus auscultaciones que pueda materializarse lo que desea, o Laura (Micheline Francey), esposa del mordaz doctor Averquet (Pierre Larquey), hacia las que Fresnay también se siente atraído. Los primeros anónimos se centran en su supuesto romance: ironía, los anónimos impiden lo que se estaba gestando, pero ambos contenían.
La misma Denise será sospechosa ya sólo por su cojera, que disimula con sus zapatos especiales, porque parece encajar en el perfil de alguien frustrada, resentida, que puede autoafirmarse poniendo en evidencia a los demás. Curiosamente, se mostrará despechada cuando Germain, que se dejó seducir una noche, porque sólo buscaba paz y se encontraba turbado por la emponzoñada atmósfera creada por los anónimos, le diga claramente que no pretende que la relación vaya más allá. Aunque durante la narración Germaine fluctúe en sus emociones y sentimientos (entre Denise y Laura). Es orgulloso, y piensa demasiado, y las emociones le superan más de lo que cree. Con lo que, en paralelo al esclarecimiento de la autoría de los anónimos, Germain esclarecerá sus propias emociones, que implica compartir su pasado, en concreto su herida emocional, el trágico suceso que determinó que se trasladara a este pueblo. Otra circunstancia que evidencia la ambivalencia de lo que provocan esos anónimos, que tiene su equiparación emblemática en la reflexión de Averquet sobre la difusa que línea que puede separar lo que se considera bueno o malo, la luz de la oscuridad, más bien fluctúan, como una bombilla oscilante, y cómo a veces en el proceso de esclarecer sus límites más bien puedes quemarte.
Por esa condición de personaje en proceso de esclarecerse, Germain se presenta como un personaje más bien hosco, a veces incluso antipático. Por ello, El cuervo se constituye en una obra de una sobriedad lacerante, opresiva, que evita cualquier mecanismo de identificación con los personajes, para propiciar una afinada mirada de conjunto, una implacable y cruda visión de las miserias humanas, con una hermosa imagen final de justicia poética de hálito fúnebre, en la que se asocia el juego infantil con la tétrica sombra del resentimiento y la crueldad. Al estar producida por Continental, una productora alemana formada tras ser ocupada Francia, fue considerada como una intencional desacreditación de la imagen de la Francia rural. Al concluir la guerra se le castigo a Clouzot con la imposibilidad de volver a rodar, hasta que un grupo de intelectuales logró, un par de años después, que se le permitiera seguir haciendo cine. Refleja la falta de complacencia de esta película que es inclemente en el retrato de una comunidad crispada, entre la conveniente ocultación y la paranoia de la sospecha. No hay piedad en su retrato de sus mezquindades. No deja de ser eco de las turbias sombras no asumidas del colaboracionismo.
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