miércoles, 26 de febrero de 2020
Town on trial
Town on trial (1957), de John Guillermin, con guión de Ken Hughes y Robert Wetherby, se define por un patrón argumental que aplicará la serie Twin Peaks para retorcerlo y ampliar ángulos. Una mujer, objetivo del deseo de muchos hombres, es encontrada muerta. Una comunidad (en este caso, cercana a Londres) definida por el culto a las apariencias, o los secretos celosamente guardados (incluso en comandita con otros, sean amigos o familiares). Con ese cerco amurallado se topa el superintendente encargado del caso, Mike Halloran (John Mills), un extraño en la comunidad. A juicio la ciudad es la traducción del título original, porque más allá del esclarecimiento del crimen se expone la putridez de una comunidad edificada sobre la hipocresía, y cuyo disfrute es que otro conciudadano sea el que quede expuesto. La vergüenza es un espectáculo regocijante si es padecida por otro. El inicio de la narración asienta una atmósfera de extrañeza y perturbación. Un coche policial se acerca en la distancia y frena en primer término de encuadre. Un detenido sale esposado, y es conducido al interior de la comisaría. No se distingue su rostro, ni siquiera su figura. La voz en off de un policía, que le ha interrogado, condensa la confesión del asesinato de Molly Stevens (Madge Miller). Unas imágenes encuadradas desde la perspectiva subjetiva del asesino muestran una ciudad aún desierta, en los albores de día, cómo observa jugando al tenis a Molly en el club selecto, y cómo asesina, en la noche, a Molly. No es subjetivo el encuadre que reúne a los tres principales sospechosos observándola: Peter Crowley (Alec McCowen), con quien ha roto su fugaz relación, Mark Roper (Derek Farr), un hombre casado, quien la había recomendado para que fuera aceptado en el club (ya que sino, por su extracción social, no hubiera sido aceptada), y el doctor Fenner (Charles Coburn).
Esos planos subjetivos iniciales ya sugieren que su perspectiva es definitoria de un contexto social (es el reflejo de un entorno). La anomalía, el cuerpo deseado, suscitaba anhelo, pero también comportaba alteración, como una fisura en el esquema, un temblor para una dinámica social definida por la retención o la doblez, por las emociones y los deseos que no se viven con mucha naturalidad, porque importa, en especial, las apariencias, como representa Charles Dixon (Geoffrey Keen), el padre de la mejor amiga de Molly, Fiona (Elizabeth Seal), para quien la amistad significaba, por añadidura, la sublevación contra esa mentalidad a la que, por encima de cualquier aspecto (incluso lo que sienta una hija), le importa el qué dirán, la imagen que se proyecta. Molly también era una fisura que dejaba en evidencia las purulencias de un orden social, como Laura Palmer, sea la generación que sea (cada uno de los tres sospechosos es emblemas de diferentes edades).
Su contrapunto es el singular policía que investiga el caso, Halloran, quien desespera por ese cierre en filas que realiza la comunidad. La madre es la coartada para su hijo Peter, una amiga es la coartada para Mark. Como él señala, resulta difícil esclarecer el caso si resulta arduo precisar cómo son unos y otros, porque los relatos, las versiones, de los demás sobre ellos se definen por la conveniencia. Se dice lo que se quiere que se piense. Unos se ocultan, y otros ocultan, como si ampliaran las capas de enmascaramiento. Ironía, Halloran se siente atraído por Elizabeth (Barbara Bates), sobrina de un sospechoso, Fenner, y coartada de otro, Mark. Intenta desentrañar una realidad y a la vez intenta establecer un vínculo con una de las habitantes de esa comunidad, lo que implica abrir sus propios sentimientos, con respecto a los que había interpuesto, también, cierta capa protectora, desde que su esposa e hija murieran años atrás por una bomba. Quizá en sus actos influya el resentimiento (hacia la vida), como señala Elizabeth, y su proceso de esclarecimiento sea perturbado por esa ofuscación, o costra protectora, como si la comunidad representara a la misma vida que le usurpó sus seres queridos. Y su empecinamiento se encostre con maneras demasiado desabridas, como si el escenario fuera él contra el mundo. La narración, por tanto, abre sus ángulos de enfoque, no sólo con respecto al entorno, sino con respecto a la mirada que quiere desvelarlo, porque quizá también él deba ser desvelado, para poder entablar, de nuevo, una relación íntima.
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