lunes, 3 de febrero de 2020
Manhandled
Un hombre que sueña que asesina su esposa golpeándola con una botella de colonia. Otro contempla en su habitación una musaraña corriendo en su rueda dentro de una jaula. Ambos se sienten atrapados. Habrá un vínculo que les unirá, las joyas de su esposa, pero hay otro más sutil, o cuya sugerencia invita a la especulación. El primero, Bennett, es escritor, el segundo, Benson, un detective. Sus apellidos empiezan parecido. Uno y otro rastrean, pero parecen haber perdido la pista de su realidad, uno se ha atascado en sus celos, aunque rechaza que los sienta, pese a que haya requerido los servicios de un psiquiatra, el dr Redmond (Harold Vermilyea). El segundo, más que trabajos detectivescos se dedica al engaño y robo como forma de liberarse de lo que siente como vida que asemeja a una rueda en la que corre sin encontrar línea de fuga. Quizá el segundo sea una creación del primero. O su reflejo. Uno se autoengaña, otro engaña. Al fin y al cabo, la traducción de Manhandled (1949), de Lewis R Foster, es maltratada. Una mujer es asesinada y a otra mujer se incrimina, manipulando las pruebas, para que se la considere culpable de robo y asesinato.
La narración comienza con el sueño. En ese sueño, que al finalizar se revelará que Bennett lo está relatando a su psiquiatra, no se ven, en principio, los rostros. La cámara se desliza hasta encuadrar a un hombre sentado en una butaca, con un cigarrillo, en su mano, ya con abundante ceniza. El motivo de esta es que parece haberse quedado dormido. El ruido de la puerta que se abre le sobresalta. Escucha las voces mientras aplasta el cigarro en el suelo. Quienes han llegado son un hombre y una mujer. Se están despidiendo, pero por la posición de sus cuerpos y la pausa que se establece antes de que él se vaya, se sugiere que se están besando. Cuando ella se coloca ante el espejo, para desmaquillarse, con expresión sonriente y satisfecha, se insinúa detrás de ella la figura de él, que anuncia que va a matarla, como así hace golpeándola con una botella de perfume. Dos detalles a resaltar, relacionados. La negación de Bennett sobre cualquier celo o conflicto que sienta con su esposa, como si su problema, meramente, fuera un sueño que se repite, en cuanto perturbación desestabilizadora que quisiera que fuera extraída de su mente. No asume que pueda corresponderse con reales deseos o sus celos, los que muestra de modo manifiesto a su esposa en la secuencia posterior. El otro es la omisión, en buena parte de la secuencia, de los rostros en los encuadres, lo que anuncia un desarrollo narrativo en el que no habrá que fiarse de las apariencias, o de la suposición más obvia. Como se puede presuponer, también, con tal inicio es que ese mismo crimen traspasará el umbral del sueño para convertirse en realidad. Por tanto, sitúa al marido en la posición de sospechoso. Aunque también a quien, tras la elipsis que nos hurta (como los planos sin rostro) la visión del crimen, vemos con las joyas de la esposa, Benson, a quien ya antes, hemos visto sustrayendo alguna joya de una vecina, Merl (Dorothy Lamour), quien es, casualmente, secretaria del dr Redmond.
Esa secuencia eliptizada, la que revelará quién mató a la esposa, no acontecerá hasta transcurridos dos tercios, y derivará la narración en una espesura de sombras más pronunciadas. Hasta entonces se asiste a la investigación que realizan el teniente de policía Dawson (Art Smith) y el inspector de seguros Cooper (Sterling Hayden) en paralelo a las maniobras de Benson para incriminar a Merl, equivalente de esa esposa con la que el escritor soñaba que asesinaba. Lamour y Hayden encabezan el reparto pero los personajes más sustanciosos son los de Benson, a quien el excelente Duryea aporta su venenosa sonrisa de serpiente que te atrapa mientras te hace sentir que sólo quiere abrazarte o jugar contigo, y el inspector Dawson, entre gruñón y cáustico, a quien la inofensiva apariencia del actor, menudo y de afables rasgos (actor cuya carrera se interrumpiría tres años después cuando fuera incluido en la lista negra al ser señalado por el Comité de Actividades Antiamericanas), ejerce de cortina de humo para no evidenciar que discierne y deduce más de lo que parece, astuta táctica con la que sorprender a quien piensa que se escurre con sus arteras escenificaciones y maquinaciones. No deja de ser mordaz lo que sugiere la identidad del asesino, ya que al fin y al cabo alude a la negación de quien no asume lo que siente o que la película de su mente no tiene nada que ver con lo que él proyecta.
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