lunes, 10 de febrero de 2020
Madre (Okaasan)
Akira Kurosawa admiraba como ninguno el montaje del cine de Mikio Naruse, al que definió como un flujo de planos cortos que a primera vista parece plácido y convencional, luego se revela como un río profundo con una superficie tranquila, que disimula una rápida y turbulenta tormenta subterránea. Madre (Okaasan, 1952) es otro exquisito ejemplo de ese don, ya que a través de una narrativa impresionista, en que la trama es más bien la conjunción de momentos de la vida de una familia, capta el fluir del tiempo a la par que su condición efímera, el pálpito de los instantes, la sensación de plenitud fugaz, de acontecimiento, y la inexorable caducidad. Es la mirada serena que deja entrever los temblores, la huellas de los pasos que desaparecen inexorablemente fuera el encuadre de la vida. En un momento dado, Toshiko, la hija mayor se pregunta por qué nacemos, por qué morimos. Un día ese ser querido que llenaba el encuadre de tu vida ya no está. Los padres se preguntan, en una de las secuencias iniciales por qué el hijo mayor ha escapado del hospital en el que se recuperaba de su grave enfermedad. Se lo pregunta la madre a su hijo postrado, y éste le dice que quería estar junto a ella, y le pregunta si dormirá con él. El gesto de la madre, que contiene su apesadumbrada emoción, indica que sabe por qué ha vuelto. Una elipsis nos indicará cómo el hijo murió, una conmovedora delicadeza que ejemplifica las palabras de Kurosawa sobre su cine de plácida superficie e intensidades subterráneas.
El cautivador comienzo me evocó el de ciertas secuencias iniciales de ¡Qué verde era mi valle! (1942), de John Ford, que reflejaban, como pocas, la armonía a la par que el sabor cotidiano (aquella secuencia en la que padre y hermanos se bañan en su patio). Toshiko presenta, a través de su voz de off, a su familia, en la que refulgen los pequeños detalles: la escoba de palo corto que usa la madre, Masako, porque es bajita; el olor de la orina que huele Toshiko en las sábanas, y que sabe procede de su pequeño primito, que ríe travieso; el ruido de la habas fritas, el plato favorito de su padre, Ryosuke. Lo concreto se conjuga armoniosamente con lo abstracto. Es una familia específica con sus trasiegos e ilusiones, dolores y alegrías, y puede ser el emblema de tantas otras familias que (sobre)viven en las zonas suburbanas de Tokio (el padre se desgañita con su trabajo de carpintería para poder montar de nuevo el negocio de tintorería). Las últimas palabras de Toshiko, el cierre de la película, son hacia su madre (que es todas las madres), el bastión firme de cálida entrega, la conexión con la vida que crece y palpita mientras el tiempo, la muerte, arroja fuera del plano a aquellos que lo llenaron, algo que la une también con Qué verde era mi valle, cómo la familia se iba desintegrando, desvaneciendo, por las circunstancias ( búsquedas de trabajo en otro país, casamientos), o la misma muerte, como el padre y el hijo, o cómo la pequeña hija deberá darla en adopción a su hermana porque no puede afrontar tanto gastos.
El tiempo se fuga: las elipsis del paso del tiempo/ de estaciones, a través de los letreros del puesto de Toshiko (de pasteles a helados); la evocación del padre enfermo (Masako sabe que pronto morirá), en un breve flashback que comparte con su esposa, de un momento de felicidad en sus primeros años de casado (qué conmovedoramente bello cuando Masako sale de la casa para llorar). Los momentos, las risas y los llantos, se alternan, depende de la perspectiva, de cómo se viva o mire (el plano invertido que corresponde al pequeño primito mirando desde abajo un cartel, junto al perro; poco después aparece llorando completamente embarrado porque el perro le había arrastrado en su carrera). Hay momentos de cantos, como los de Toshiko (que repite varias veces que será su última vez, porque ya no es una niña); hay momentos de cálida complicidad, como cuando el amigo que les ayuda con el negocio, tras la muerte del padre, le enseña a Masako cómo se plancha; de júbilo radiante, como cuando Toshiko va de excursión al campo con su novio, con su primito y hermanita, y el novio saca los pasteles Picasso que ha hecho para la ocasión. O se condensan las sensaciones de cómo ha cambiado radicalmente la vida en un gesto, como en Toshiko cuando alguien le comenta que los vecinos piensan que su madre acabará casándose con el amigo de su padre: su padre ya es un ayer, es ya una ausencia, y otras presencias alientan otra relación con la realidad; otra perspectiva de la vida, un nuevo cambio de escenario aunque parezca que sigue siendo el mismo.
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