sábado, 29 de febrero de 2020
A ver qué se puede hacer (Eterna cadencia), de Lorrie Moore
Tenía la impresión de ver la vida desde un contenedor de plástico, como una comida sobrante asomada a la grasienta niebla del mundo. <> (…)Unas mañanas después era la primera de un nuevo mes, el mes de su cumpleaños. La ilusión que producía que el tiempo volara, lo sabía, consistía en convencer a la gente de que la vida incluía más de lo que de verdad podía incluir. Son fragmentos que pertenecen al relato Muda, que integra Gracias por la compañía, de Lorrie Moore. Refleja las paradojas sobre las que se despliega su agudeza. Sus relatos son como mudas en proceso. Un proceso que puede disponer de diferentes direcciones, pero también una conclusión incierta. También sus novelas, como Anagramas: A veces cuando voy cayendo en el sueño, al comienzo de la disolución me pregunto dónde estoy, en qué momento, y entonces comprendo que, por lo que a mí respecta, puedo estar en cualquier sitio y en cualquier época de mi vida. Su estilo abre brechas como quien mira la realidad después de abrirla en canal. Lo hace como el caminante que parece que se desplaza con pasos de baile, como si celebrara su propio movimiento (que parece asemejarse a una traviesa carcajada). Se trata de una narración social, incluso si esta sociedad es solamente (¡Solamente!) una escuela secundaria. (Después de la escuela secundaria, en Estados Unidos todo es póstumo). Esa es su agudeza cual carcajada con sierra eléctrica. Es un fragmento de su reseña sobre Broke heart blues, de Joyce Carol Oates, uno de los textos que integra A ver qué se puede hacer. Ensayos, reseñas y crónicas (Eterna cadencia), una disfrutable serie de breves ensayos, reseñas o críticas sobre libros, películas, pero también comentarios sobre el escenario de la política, evocaciones, como cuando fue asistente jurídica en su juventud, o reflexiones sobre qué es escribir.
En términos más científicos, la compulsión de leer y escribir –y estoy segura de que es una compulsión- es una forma de circuito mental que la especie ha seleccionado, a lo largo del tiempo, mientras el periodo de vida aumenta, para mantenernos interesados en nosotros mismos. Pues es crucial como especie mantenernos interesados en nosotros mismos. Cuando ese interés desaparezca, daremos un paso al vacío, nos endureceremos como rocas, explotaremos y desapareceremos. Tienta pensar que realmente quería usar el presente de indicativo en vez del futuro. O quizá sea debido a que cada vez siento que me rodean más rocas. No deja de ser mordaz el uso de la expresión circuito mental, sobre todo si se vincula con su finalidad, casi como el cabo que ayuda a que sobrevivamos. Ironía en una época en que mantenernos interesados en nosotros mismos adquiere una dimensión más restringida, la de la bruja de Blancanieves preguntando al espejo quién es más la guapa. ¿En qué medida nos interesamos en por qué somos como somos o actuamos como actuamos, de qué modo nos relacionamos con la realidad, los demás y nosotros mismos? Moore también, con respecto, a la escritura plantea sugerentes reflexiones sobre los límites o interacciones entre ficción y biografía. Nos fascinan las historias basadas en casos reales. Nos preguntamos en qué experiencia concreta se basa el autor para lo que crea, en qué vivencia se inspira. Lo real parece una corriente de aire que no se logra taponar. O quizás es la noción que tenemos de la salida, más que centro, del laberinto. ¿Importa más que el substrato, el entramado de ideas y emociones que se arrojan como aristas desde la escritura? En los intentos de la biografía por conocer exactamente qué parte de la vida generó qué parte del arte lo único que hay son suposiciones. Con su poder de eclipsar y competir, sus intentos de poseer y deshacer el misterio, la biografía no es más que, como dijo una vez Twain, los meros ropajes y botones del hombre. Nos fascina saber cuál era la tela de ese ropaje, y su color, y el diseño de los botones, como si la escritura fuera un eco de algo vivido. Una dirección única, sin relieves. Como si se sorprendiera a alguien, por fin, desnudo. Y punto. Pero el arte es lo que se elabora, como una construcción meditada, aunque se utilicen elementos que acontecieron, de aquí y allá. Yo pienso que la relación correcta entre un escritor y su vida es similar a la de un cocinero con una alacena. Lo que el cocinero hace con lo que está dentro de la alacena no es equivalente al contenido de la alacena.
Moore nos recuerda cómo el arte, o ciertas obras, no están, o no parecen, estar dirigidas hacia quienes la protagonizan en el papel o la pantalla, sino que sus destinatarios, como espectadores o lectores, parecen ser los que no viven esa realidad. Bobbie Ann Mason escribe la clase de ficción que sus propios personajes nunca leerían. Es una cuestión que se ha planteado con respecto a los cineastas que indagan en las precariedades de las clases trabajadoras. ¿Es lo que quieren ver? Pocos quieren verse, pocos quieren verse reflejados. Cuántos no han escupido su frustración por ver una película que le ofrece un trozo de realidad en el que sentirse reflejado, y no un goce recreativo, aunque sea con el sufrimiento de otros. Moore sabe apreciar también el dominio de las convenciones, cómo pueden ejercer de lecho provisional que haga olvidar momentáneamente las decepciones o la cruda materia de la realidad, como cuando destaca las cualidades de Titanic, de James Cameron. Los clichés aquí son robustos hasta el punto de la elocuencia (...) Solamente a los románticos perdidos hay que volver a repetirles que el amor es una ilusión, que muere, que es para lunáticos, adictos y tontos. Al resto de nosotros puede ocasionalmente gustarnos –o incluso fascinarnos- un pequeño respiro de lo que ya sabemos. Para eso han sido siempre las películas, tan humanitarias, de Hollywood. Humanitarias. De nuevo, esa carcajada traviesa con un paso de baile. La robustez de la elocuencia refleja como la convención puede no ser despojo sino sustancial elementalidad arquetípica. Aún más, sabe apreciar el talento de quien domina los recursos del lenguaje cinematográfico con refinada pericia, caso de Cameron, sin estar canonizado en los altares esnobs del pedigrí autoral.
Como también admira sobremanera las cualidades de series televisivas como True detective, con clara preferencia por la primera sobre la segunda, acorde al consenso general. Por una vez, disiento, permítaseme romper una lanza por la segunda, que transita el territorio de James Ellroy; quizá su apariencia parezca más ortodoxa, pero me parece más armónica, en términos generales, que la primera. Si vuelvo a coincidir en su admiración por la serie The wire. Los arcos narrativos son tan ricos, abismales y vertiginosos que esta forma de mirar la serie produce una especie de agotamiento hipnótico. En este formato cinematográfico, los típicos ritmos y límites narrativos desaparecen en su mayoría. O cuando desentraña las inconsistencias de La vida de Adele. También percibió que las escenas sexuales con ambas protagonistas resultaban poco reales, escenificadas con la misma falta de naturalidad que en una película pornográfica, lo que evidenciaba, por extensión, cómo era una película, en este caso sí en un sentido negativo, bastante convencional, en cuanto prefabricada, en las hechuras narrativas y dramáticas. A pesar de que estas jóvenes aparentan ser expertas en lo que están haciendo en la cama, el sexo no parece del todo auténtico: nunca vemos ningún titubeo juvenil. O cómo su impacto cegó bastantes miradas que apreciaron como distinción lo que era impostado (o simplemente legitimaron con la distinción artística sus placeres lúbricos). Supo epatar adecuadamente. Como también señala Lorrie Moore, el momento y el contexto lo son todo en lo que a provocación artística respecta. Con respecto a la película Friday night lights, de Peter Berg (otro cineasta no uncido en los santorales de la cinefilia esnob) despliega su agudo verbo con tal elocuencia que incita a preguntarse por qué tantos críticos cinematográficos carecen de semejante gracia o ingenio expresivo: El trabajo de cámara es granulento, rápido y frio, como si la lente no pudiera soportar lo que enfoca. La apariencia de todo el film es socioantropológica como de alguien de afuera que llega con su equipo en una camioneta.
En estos tiempos de corrección restrictiva Moore incide en lo real, fuera de instrumentalizaciones de agendas o imágenes convenientes que se usan como muletas. Con respecto a las obras de Margaret Atwood destaca que las mujeres son individuos, difíciles de encasillar, una hermandad heterogénea e incómoda; que el feminismo es con frecuencia un trabajo penoso y esforzado, saboteado tanto desde adentro como desde afuera; que en la guerra entre los sexos hay colaboradores tanto como enemigos, espías, refugiados, espectadores y objetores de conciencia. O sea, una realidad con sus relieves, no una realidad de pantallas que posibiliten una circulación más ventajosa. Lo mismo con las conductas con respecto al sentimiento amoroso, como disecciona en reseñas de tres libros de Alice Munro: Como Henry James, Alice Munro sabe que el ‘puente flotante’ entre mundos – y sobre pantanos- que es el amor puede traer las mismas desgracias por su presencia tanto como por su ausencia. Puentes, pantanos, presencia, ausencia. El arte de la preclara condensación. Y reseña una de mis novelas predilectas, Canada, de Richard Ford, una de esas raras obras que te atropellan con la conmoción. Su elipsis temporal final no tiene parangón. Todo el paso del tiempo en la hendidura de lo no relatado, pero tan manifiesta, tan presente, tan nítida. Un tajo. Hay novelas que son artilugios configurados como jaulas, trampas o papel matamoscas para atrapar cosas. Canada hace lo contrario: es un texto inquisitivo, con empalmes abiertos que se autointerrumpe con capítulos cortos y cortantes y después se deja llevar nuevamente por la corriente melancólica de un hijo y un hermano con cientos de preguntas y una sola respuesta. Dell cita a Ruskin: <> . Pero, no lo niego, particularmente me encanta cuando abre en canal la realidad mientras despliega, en plena danza, su traviesa carcajada, como la manera con la que concluye su reseña de Sam el gato y otros relatos de Matthew Klam.
Después de todo, Klam nos ha recordado que incluso atrapados entre almohadones y luces de riel no somos más que animales. Al recibir una y otra vez una descarga eléctrica en una verja, nos cansaremos y no saldremos del jardín. Pero sólo entonces.
viernes, 28 de febrero de 2020
Reina de corazones
La cámara invierte su posición en el primer plano de Reina de corazones (Donningen, 2019), de la directora egipcio sueca May el-Toukhy. Como el giro de 360 grados que cambia una vida. Ya no será lo mismo. En esa secuencia introductoria no se señalará aún qué. Anne (Tine Tyrholm), retorna a casa de paseo en el bosque, y su marido, Peter (Magnus Krepper), con gesto grave, le dice que la policía de Estocolmo le ha llamado para que se desplace allí. No se señala aún por qué. Tampoco qué relación tendrá, en la línea temporal, con lo que después se nos narra. Pero se efectúan sutiles sugerencias. A un plano de las ramas de un árbol le sucede otro de la pareja dormida, con sus hijas. En la imagen de la aparente normalidad subyace un retorcimiento que no se evidencia en primera instancia. Su complemento, pocas secuencias después: a un plano de la copa frondosa de un árbol le sucede un plano cenital del interior de un edificio, unas escaleras. con forma espiralizada. Se acompasa a la nueva llegada de un nuevo componente a su hogar, Gustav (Gustav Lindh), un adolescente de diecisiete años, hijo del anterior matrimonio de Peter. Un adolescente, en primera instancia, que parece complicado, una discordancia o perturbación, por ciertos aspectos de su conducta: discute con su padre, roba en casa… Pero ¿qué hay tras esa apariencia disconforme y, en ocasiones, áspera?¿Es él el componente retorcido?
Anne es abogada. Defiende a quienes reciben abusos o maltratos, aunque, los resultados sean insatisfactorios, como a una chica joven, cuya denuncia es desestimada, en parte, por su promiscuidad, o cuando no consigue que una niña quiera denunciar a su padre por maltratos. También en la vida de Anne, bajo las apariencias, se advierte insatisfacciones. En ocasiones, la cámara la aísla de sus amigos, cuando se reúnen, como si estuviera y no estuviera a la vez. Hay ramas, que no son frondosas, que se agitan en su interior. Y su mirada se desvía, y centra, en quien representa la disconformidad, y sugiere frondosidad, esa que siente que comienza a secarse en ella misma por las inercias de las rutinas y los deterioros de la edad. Y Gustav se convierte en lo que representa para ella, su juventud, la frondosidad de la ilusión renovada. Pero las fantasías colisionan con la realidad, o se pueden combinar durante un tiempo pasajero sino se quiere que provoque la implosión de los cimientos de la costumbre.
Lo que parece un sueño deviene una pesadilla cuando las actitudes colisionan. Cuando choca la actitud de quien no separa escenarios, y simplemente se mueve por deseos y sentimientos, con la de quien compartimenta la realidad en escenarios. Para Gustav ella se convierte en centro, pero para Anne él no es sino el pliegue de un sueño que esconde en un bosque con apariencia de sótano. La divergencia entre lo que quieren, y quieren o pueden asumir, retuerce la circunstancia. La frondosidad se torna ramas secas y retorcidas. Anne se convierte en una actriz que defiende el escenario que no quiere desmontar ni derruir sino hacer prevalecer.
Reina de corazones evidencia, o recuerda de modo pertinente, en tiempos de desquiciada corrección política sobre los victimarios por pertenencia étnica o género sexual, cómo el maltrato o el abuso lo realiza cualquiera, sea cual sea su condición identitaria. Toda discriminación, sea no sólo por etnia o género sexual, sino también por tendencia sexual o afiliciación política, credo religioso, o el que fuera, es un despropósito y una aberración, pero cualquiera, en posición de poder, o por impulso, puede ser retorcido, abusivo y cruel. Cada cual protege como sea el escenario conveniente, el escenario que quiere que prevalezca, su propio escenario, y cualquier medio es válido. El réptil que hay en el ser humano dispone de una piel que asemeja a las máscaras. Es parte de la condición humana. Lo que nos distingue es la actitud que se evidenciará en nuestras acciones.
jueves, 27 de febrero de 2020
The gentlemen: los señores de la mafia
The gentlemen: los señores de la mafia (2019), de Guy Ritchie coincide con The irishman, de Martin Scorsese, en la revisitación de un escenario codificado. Son las coordenadas tanto de un territorio o repertorio propio como el de un sub género, el de los gangsters o mafiosos. Una diferencia sustancial es que la de Scorsese me transmitía la sensación de repetición, lo que derivaba en cortocircuito o saturación. Una vez más lo mismo, como la recreación de una jugada desde otro ángulo de cámara, aunque se aportara la variable del deterioro o envejecimiento. En cambio, la de Ritchie transmite (considerable) mejora y densificación con respecto a las coordenadas de las obras previas, Lock and stock (1998), Snatch (2000), la indigesta Revolver (2005) o Rocknrolla (2008). The gentlemen: los señores de la mafia no transmite la sensación de ser un mero juego que se agota en esos contornos, ni sobresatura con su ensimismamiento, como si se diera vueltas sobre lo mismo una y otra vez, caso de sus obras precedentes. Sigue siendo un juego, con la estructura, con el relato en sí, con sus diferentes recursos, con su estructura, con las perspectivas, pero dotado de más capas, y con más potencia reflexiva. Ratifica que su cine creció durante la última década, en la que ha dado sus más sugerentes obras, Sherlock Holmes (2009), The man of UNCLE (2015) y Rey Arturo: la leyenda de Excalibur (2017). The gentlemen: los señores de la mafia, es una obra que establece una mordaz reflexión, en primer lugar, sobre las mismas convenciones genéricas, y también sobre un contexto social, en el que ya la misma estructura de clases, los límites entre unos escenarios o entornos y otros, quedan subordinados, o se unen, bajo una estructura dominante en nuestra sociedad de hoy, la corporativa, las coordenadas de realidad regidas por la economía y las apariencias (que se proyectan). Y, en tercer lugar, la vida como ficción, o la relación ficcionalizada con la vida. Personajes, conscientes o inconscientes, en una función, cuya dinámica está definida por las estrategias y las escenificaciones, con aspirantes a demiurgos y actores, protagonistas o de reparto (peones).
En ese sentido, no importa tanto la especificidad del relato, quiénes son los contendientes, cuál es la materia o elemento en disputa, quién es como se presenta, cuáles son las alianzas que se gestarán o quién traicionará a quien, si son traficantes de droga, empresarios o gangsters, quiénes disparan sobre quienes, quién quedará vivo o será asesinado. Es un escenario, una ficción, en la que son personajes que se desplazan en unas coordenadas de realidad que resulta difícil discernir de la ficción. Por eso, se inicia con el relato de un personaje a otro. Es el inicio del juego o de la representación. Los vínculos son escurridizos, inciertos, como difusas las intenciones. La realidad es un entramado de escenificaciones en el cual hay que distinguir dónde está colocada la trampa o estar atento a cuando se revele un panel movedizo. Un rostro no es un rostro sino una sucesión de máscaras, y resulta imprevisible cuál predominará en cada circunstancia.
La realidad se revela como un entramado de transacciones, de maniobras y estrategias. El arte, o la habilidad, reside en la anticipación, en los reflejos que se muestran en las reacciones resolutivas. Es un escenario en el que los papeles no determinan la previsión del desarrollo de la trama, porque quizá un personaje decida variar, no sólo de actitud o propósito, sino simplemente ser otro. Es lo que tiene la realidad movediza cuando ante todo se expone o evidencia como relato. Si es relato puede no ser cierto lo que se enuncia, por sustracción, manipulación o distorsión interesada, o por torpeza perceptiva. Todo depende de los ángulos. Es importante dominar la información, el control de cómo se percibe a los demás o a uno mismo. La virtualización que instrumentaliza. Es la realidad escénica que habitamos (o nos habita).
miércoles, 26 de febrero de 2020
Town on trial
Town on trial (1957), de John Guillermin, con guión de Ken Hughes y Robert Wetherby, se define por un patrón argumental que aplicará la serie Twin Peaks para retorcerlo y ampliar ángulos. Una mujer, objetivo del deseo de muchos hombres, es encontrada muerta. Una comunidad (en este caso, cercana a Londres) definida por el culto a las apariencias, o los secretos celosamente guardados (incluso en comandita con otros, sean amigos o familiares). Con ese cerco amurallado se topa el superintendente encargado del caso, Mike Halloran (John Mills), un extraño en la comunidad. A juicio la ciudad es la traducción del título original, porque más allá del esclarecimiento del crimen se expone la putridez de una comunidad edificada sobre la hipocresía, y cuyo disfrute es que otro conciudadano sea el que quede expuesto. La vergüenza es un espectáculo regocijante si es padecida por otro. El inicio de la narración asienta una atmósfera de extrañeza y perturbación. Un coche policial se acerca en la distancia y frena en primer término de encuadre. Un detenido sale esposado, y es conducido al interior de la comisaría. No se distingue su rostro, ni siquiera su figura. La voz en off de un policía, que le ha interrogado, condensa la confesión del asesinato de Molly Stevens (Madge Miller). Unas imágenes encuadradas desde la perspectiva subjetiva del asesino muestran una ciudad aún desierta, en los albores de día, cómo observa jugando al tenis a Molly en el club selecto, y cómo asesina, en la noche, a Molly. No es subjetivo el encuadre que reúne a los tres principales sospechosos observándola: Peter Crowley (Alec McCowen), con quien ha roto su fugaz relación, Mark Roper (Derek Farr), un hombre casado, quien la había recomendado para que fuera aceptado en el club (ya que sino, por su extracción social, no hubiera sido aceptada), y el doctor Fenner (Charles Coburn).
Esos planos subjetivos iniciales ya sugieren que su perspectiva es definitoria de un contexto social (es el reflejo de un entorno). La anomalía, el cuerpo deseado, suscitaba anhelo, pero también comportaba alteración, como una fisura en el esquema, un temblor para una dinámica social definida por la retención o la doblez, por las emociones y los deseos que no se viven con mucha naturalidad, porque importa, en especial, las apariencias, como representa Charles Dixon (Geoffrey Keen), el padre de la mejor amiga de Molly, Fiona (Elizabeth Seal), para quien la amistad significaba, por añadidura, la sublevación contra esa mentalidad a la que, por encima de cualquier aspecto (incluso lo que sienta una hija), le importa el qué dirán, la imagen que se proyecta. Molly también era una fisura que dejaba en evidencia las purulencias de un orden social, como Laura Palmer, sea la generación que sea (cada uno de los tres sospechosos es emblemas de diferentes edades).
Su contrapunto es el singular policía que investiga el caso, Halloran, quien desespera por ese cierre en filas que realiza la comunidad. La madre es la coartada para su hijo Peter, una amiga es la coartada para Mark. Como él señala, resulta difícil esclarecer el caso si resulta arduo precisar cómo son unos y otros, porque los relatos, las versiones, de los demás sobre ellos se definen por la conveniencia. Se dice lo que se quiere que se piense. Unos se ocultan, y otros ocultan, como si ampliaran las capas de enmascaramiento. Ironía, Halloran se siente atraído por Elizabeth (Barbara Bates), sobrina de un sospechoso, Fenner, y coartada de otro, Mark. Intenta desentrañar una realidad y a la vez intenta establecer un vínculo con una de las habitantes de esa comunidad, lo que implica abrir sus propios sentimientos, con respecto a los que había interpuesto, también, cierta capa protectora, desde que su esposa e hija murieran años atrás por una bomba. Quizá en sus actos influya el resentimiento (hacia la vida), como señala Elizabeth, y su proceso de esclarecimiento sea perturbado por esa ofuscación, o costra protectora, como si la comunidad representara a la misma vida que le usurpó sus seres queridos. Y su empecinamiento se encostre con maneras demasiado desabridas, como si el escenario fuera él contra el mundo. La narración, por tanto, abre sus ángulos de enfoque, no sólo con respecto al entorno, sino con respecto a la mirada que quiere desvelarlo, porque quizá también él deba ser desvelado, para poder entablar, de nuevo, una relación íntima.
lunes, 24 de febrero de 2020
Acto de violencia
¿Cómo se puede construir una vida si renquea en tus entrañas, como una cojera, la sombra de una culpa que te persigue como una quemadura de la que no te puedes desprender? Quizás esa cojera tenga cuerpo, el de Parkson (extraordinario Robert Ryan), quien persigue, con la determinación de una mirada abrasada, la de la obsesión, a Enley (portentoso Van Heflin) en Acto de violencia (Act of violence, 1949), un apasionante film noir que no dudaría en calificar como la gran obra de Fred Zinnemann. Hay cineastas como Mark Robson o Jean Negulesco que realizaron estimulantes, cuando no excelentes obras, en la década de los cuarenta, e inicios de los cincuenta, para luego convertirse en desvaídos ilustradores, aunque nunca alcanzaron el prestigio de Zinnemann, en cuya filmografía abundan las obras premiadas, o que forman parte de la mítica popular del cine, pero que no me parece que sobrepasen la discreción, caso de Solo ante el peligro (1952), De aquí a la eternidad (1953), Un hombre para la eternidad (1966) o Julia (1977).
Los finales de los cuarenta en el cine estadounidense son una época apasionante, una era convulsa en la que forcejeaban encontradas fuerzas en un país que se reconstruía, tras superar el trauma de la guerra, con la satisfacción de la victoria, pero que había abierto, a la vez, heridas. Curarlas implicaba transformar de raíz un país en el que se advertían miserias como las que se habían combatido, caso de la xenofobía, pero había quienes querían aplicar un esparadrapo engañoso, aunque la herida siguiera supurando, como los que establecieron la enconada Caza de brujas, una forma legitimada de purgar al molesto disidente. Precisamente, Robert L Richards, quien convirtió en guión una historia de Collier Young, fue una de sus víctimas. Tras escribir el guión de la magnífica Winchester 73 (1950), de Anthony Mann, ya no pudo firmar guión alguno. Desistió y se hizo carpintero, falleciendo, en México, con amargura, por la vida que había perdido. Amargura es también la que sentía Zinnemann, porque sus padres habían fallecido durante la guerra en campos de concentración, al llegarles demasiado tarde los pasaportes estadounidenses para unirse con él y su hermano (y esa culpa parece que atenazó al propio Zinnemann; quizá por eso sea tan palpable, y esté tan matizada, en la película). Esa doble convulsión, la colectiva y la individual, empapa esta admirable obra que es toda una desgarrada inmersión en los abismos, la desesperada asunción de que se vive en un túnel del que ya nunca se podrá salir por mucho que se quiera autoengañar. Hay cimientos de vida que se sostienen sobre lodazales.
¿Por qué persigue con esa obcecada furia Packson a Enley? Enley parece la representación de la más inofensiva e intercambiable normalidad, un constructor de éxito que vive con su joven esposa, Edith (Janet Leigh) y su pequeño hijo. En las primeras secuencias, el primero parece la amenaza que acecha en las inmediaciones de la casa donde vive Enley, o en el río donde está pescando con un amigo. Parece conducirse como si su cuerpo estuviera permanentemente expuesto a una sobrecarga eléctrica, lo que desde sus primeras imágenes propicia que la tensión se adhiera a la narración, que ya se mantendrá hasta las últimas secuencias, que elocuentemente finalizan con una colisión. Con las sombras valga la paradoja, empezará a hacerse la luz (magnífico trabajo lumíníco de Robert Surtees), comenzará a desvelarse qué vínculo les une y a insinuarse que la luz puede ser engañosa, como la propia normalidad de Enley (los frágiles cimientos sobre los que estaba construida). Porque Packson es la ‘sombra’ de Enley (el instante en el que Edith le dice que Packson había estado en casa, se escucga sobre un plano de él en sombras). Es la sombra de su culpa.
La revelación del por qué, relacionado con la estancia en el campo de concentración en el que ambos estuvieron prisioneros, implica un salto de eje demoledor, porque replantea la percepción de quién es víctima, y se reconfigura su concepción, porque se introducen interrogantes que enfocan en responsabilidades disimuladas tras la fachada de una luz engañosa, pero también plantean matices sobre los frágiles límites que invalidan los juicios sumarísimos. Packson, desde luego, parece alguien tan marcado por ese pasado, por la herida a hierro vivo en sus entrañas, que parece incapacitado para vivir, para amar, como ejemplifica Ann (Phyllis Taxter), la mujer que le persigue a su vez para que desista de su venganza. La elusión de Enley implica sobre todo intentar fugarse de sí mismo, pero es más fácil desasirse de Packson, que de sí mismo.
Enley entra en otro mundo, de callejones oscuros y sórdidos tugurios, una zona que parece la de otro universo, opuesto a aquel luminoso en el que vive, entre casas adosadas y amplios ríos. Aquí todo parece angosto, entre vidas al margen, como la de Pat (excelente Mary Astor, lejos del glamour de ‘El halcón maltés’), que intenta ayudarle (un resquicio de cómo aún quisiera verse), y vidas mezquinas que se aprovechan de los otros cuando pueden (quizá su reflejo de lo que fue). Desde luego, angosto siente su propio corazón que grita ya desesperado mientras corre por un túnel, por eso, siente la tentación de dejarse arrollar por un tren o, aturdido por el alcohol, intenta convencerse de que quizá se libre de su sombra encargando a otro que la mate. Pero de sí mismo no hay manera de liberarse. Ese recuerdo de lo que hizo se agarra a sus entrañas como un parásito cojo que nunca dejará de hacer sangrar sus sombras.
domingo, 23 de febrero de 2020
Testigo de un crimen
Testigo de un crimen (Eyewitness, 1957), de Muriel Box, podría enfocarse como la tenebrosa pesadilla, o el siniestro reflejo, de una acre discusión marital que hace tambalear la estabilidad de la relación. El conflicto inicial doméstico es un conflicto de lo más corriente: las discrepancias sobre el planteamiento de economía doméstica, y sus priorizaciones, se amplían a los respectivos enfoques sobre otras priorizaciones, el propio ego o la consideración del otro. Jay (Michael Craig) compra una televisión sin tener en consideración la opinión de su esposa, Lucy (Muriel Pavlow), quien, molesta por esa falta de detalle, disiente también con respecto su pertinencia. Considera que es otro gasto que hipoteca su vida. Otro derroche que se preocupa de la propia película/ilusión sin tener en cuenta la trama de la realidad (cómo les va ahogar con la suma de compras a plazos: es una trampa a plazos). Jay, por otra parte, como extensión de la priorización de su capricho, también subordina sus decisiones a su imagen. Cuando ella insiste en que devuelva la televisión, Jay se niega por la imagen que proyectara por cambiar de decisión. La discusión llega a un punto de no retorno, porque nadie cede. Lucy opta por marcharse del hogar. Establece un ultimátum, es ella o el televisor (por lo que representa la decisión de mantenerlo en el hogar). A partir de ahí se inicia la siniestra pesadilla que conmociona sus vidas, lo anómalo irrumpe y pone en peligro la vida de Lucy, como su relación marital se encuentra en un punto de peligro en el que amenaza la disolución. Lucy será testigo de un robo. Perseguida por uno de los dos ladrones, será atropellada por un autobús, lo que le causa una conmoción cerebral. El relato se centrará en los intentos de acceso al hospital, donde ella es registrada inconsciente (y sin identificar), por parte de los dos ladrones para eliminar a la testigo de su infracción.
Una infracción equiparable a la del marido. Al respecto es sugerente la caracterización de ambos ladrones. Wade (Donald Sinden), sin escrúpulo alguno, a diferencia de Barney (Nigel Stock), quien, significativamente, necesita un aparato de sordera. Parecieran representar el rechazo, insensible, que ha sentido por parte de su marido, por importarle más lo que piensen los demás que lo que piense ella, y su negativa a escucharla, a tener en consideración su punto de vista, como si ella fuera un mueble más, como el televisor, al que, incluso, parece preferir. De alguna manera el relato parece la película que se genera en su cabeza, mientras yace inconsciente en la cama del hospital, el forcejeo de sus emociones, ya que, por añadidura, como contrapunto de los intentos de acceso de los ladrones, sobre todo de Wade, se relata la consolidación, o el establecimiento de cimientos de una relación marital, entre la enfermera, Penny (Belinda Lee) y su novio, un militar al que destinan a otro país, lo que implicaría una separación de un par de años. Durante esa noche sellan su amor y proyectan una vida en común. Una relación nace y se afianza, mientras intentan matarla, como ella parece sentir que, con esa acre discusión, se ha herido gravemente al amor, agriado, y sustraído, por el capricho y la pragmática del ego, la vertiente sórdida de la realidad a ras de suelo que desfigura la ilusión amorosa.
Es un planteamiento, o doble capa de relato, por un lado la peripecia externa y por otro sus implicaciones simbólicas o metafóricas, que utilizaba con particular ingenio Alfred Hitchcock, caso de La ventana indiscreta (1954), o hará David Fincher en La habitación del pánico (2002), con la equiparación de los ladrones como reflejos de las emociones en conflicto del personaje principal femenino. No hace falta evidenciar qué es real o qué es sueño e imaginación, es la construcción en capas del relato. Muriel Box orquesta con habilidad, durante su media hora final, la tensión de la peripecia externa, el progresivo asedio por parte de Wade para intentar matarla, sin que ella lo sepa, porque yace inconsciente, y en paralelo, el desconcierto del marido, que comienza a sentirse culpable, y decide averiguar si quizá su esposa haya podido sufrir un accidente, por lo que se acerca a una comisaría, es decir, vuelve a preocuparse por su esposa, más que de sí mismo (como quien apaga la pantalla de su ego; como él apaga el televisor antes de ponerse en marcha y salir al exterior en su búsqueda). El eficaz guión, que sabe jugar con figuras secundarias (el marido que ronda el hospital mientras nervioso espera el primer parto de su esposa; la paciente anciana a la que cuestionan sus reiteradas observaciones de que hay un hombre al acecho que quiere entrar en la sala), es de Janet Green, que parte de un argumento propio, como también, a excepción de la interesante The long arm (1957), de Charles Frend, en otros sugerentes previos relatos criminales, como Trágica obsesión (1950), de Ralph Thomas o Secuestro en Londres (1956), de Guy Green, su primer marido, o posteriormente en Crimen al atardecer (1959), de Basil Dearden. Con su segundo marido, John McCormick, escribiría los guiones de la excelente Víctima (1961) y Vida de Ruth (1962), ambos de Basil Dearden, y la magnífica Siete mujeres (1966), de John Ford.
jueves, 20 de febrero de 2020
Vida oculta
Una vida oculta, una vida cualquiera, una de esas vidas anónimas que han conseguido que el mundo avance o progrese, no sólo en la vertiente material o tecnológico, sino en esa asignatura aún pendiente para tantos humanos que es la inteligencia emocional. Vida oculta (A hidden life, 2019), de Terrence Malick es una obra sobre una anomalía, la integridad. La integridad que no sabe de concesiones ni de conveniencias. La integridad que actúa de modo consecuente a lo que piensa, siente y cree. No importa lo que su entorno piense, aunque le aíslen y desprecien por desmarcarse de lo que los demás piensan o aceptan (sumisos), ni importa lo que piensen aquellos que comparten su credo, católico, incluso los altos representantes eclesiásticos. Todos le empujan a que se pliegue a la voluntad dominante, a la que exige pleitesía. Por eso, durante la mitad de la narración, Franz Jägerstätter (August Diehl), que vive en Radegund, una pequeña localidad austríaca entre montañas y valles, dedicado a su granja, su esposa y tres hijas, espera que no le llegue la carta que implique la llamada a filas porque eso supondría la exigencia de que jure lealtad al ideario nazi. Pero la carta llega a finales de febrero de 1943. Y Franz no puede hacer lo que no siente. En cierto momento señalará que no considera que piense que tenga razón, y los otros no, él no sabe muchas pero sabe que no puede hacer lo que piensa y siente que está mal. A su alrededor todos cuestionan el absurdo de su decisión. Su acto carece de transcendencia, no modificará la realidad, nadie sabrá de su decisión, es una mota de polvo de la que nadie se percatará, será un gesto que no alcanzará resonancia alguna, como si su eco sólo se propagara en el vacío. Sea su abogado, su obispo o quien preside el tribunal militar, todos resaltan la inutilidad de su gesto. Nada conseguirá manteniéndose fiel a su forma de pensar y sentir. Perderá todo lo que tiene, dejará de ver a los que ama y le aman, perderá incluso la vida. ¿Por qué no hacer lo que le exigen, y mantener su creencia en su intimidad?¿Por qué no bajar la cabeza, y cimentar la vida en las concesiones que todos realizan para sobrevivir, para mantener un trabajo, para poder pagar su hipoteca o mantener a su familia?¿Por qué no ser como cualquiera?¿Por qué desperdiciar su vida siendo fiel a sí mismo, siendo íntegro, actuando de acuerdo a lo que piensa y siente aquel que comparte toda nuestra vida, uno mismo, aunque a nadie, o muy escasos, importe o afecte lo que haga o deje de hacer? Franz es el bastión de ese don preciado que es la integridad. Se mantuvo fiel a cómo pensaba, aunque implicara su ejecución, en agosto de 1943.
El cine de Malick es una rara anomalía. Su sentido del montaje es el tejido de un cuerpo emocional. Es un trance, una ceremonia narrativa. No combina escenas sino que hila una emoción que sostiene, con las variaciones de su modulación, durante su trayecto narrativo. Vida oculta está modulada sobre un constante filo, el filo de la aflicción y la desesperación, contrapunteada por la armonía y la conciliación amenazada. Es un trayecto entrecortado, la planificación de las conversaciones, los encuentros, no se define por la continuidad, sino por los tajos, o esquirlas, como las composiciones, con profundidad de campo, en ocasiones quedan distorsionadas, como la armonía que se desfigura. El hilo emocional se teje con hebras quebradas o desajustadas. Se siente la naturaleza, la materia de que está constituida (la niebla o las montañas, el agua, la hierba o la roca), y la extracción que brota de la incapacidad del ser humano de conciliarse con su entorno y los demás. La construcción narrativa de La delgada línea roja (1998) se inspiraba en la de otra obra magistral, ¡Qué verde era mi valle! (1941), de John Ford, en la que se describía la armonía y felicidad (posible) en sus quince minutos iniciales, y después se narraba su desintegración. En la de Ford eran todos los compartimentos que el ser humano instituye como estructura social, el sistema laboral, la misma familia, la educación, la religión, las diferencias de clases. En todas demuestra su falibilidad, su tendencia al abuso, al estigma o a la desigualdad. En la de Malick, era la institución militar y el teatro de la guerra como emblema de la sublimación que tantos humanos realizan del ejercicio del daño, tan fácilmente justificable por una idea abstracta o una emoción personal.
La dualidad cimenta Vida oculta, como a un plano de la guillotina en la que será ajusticiado Franz le sucede un plano de las aguas de un río. Una vida muere, pero el flujo (de otras vidas) prosigue. El silencio de la naturaleza que vibra en las aguas, testigo de la ciega y soberbia inconsecuencia del ser humano. En este caso, no es el escenario bélico de la guerra del Pacífico, sino el reducto interno desde el que se gestó la guerra en Europa. En aquella, desentonaba la figura del soldado Witt (James Caveziel), anomalía que no quería infligir daño y violencia en un escenario codificado al que se plegaban, incluso, los que, como el oficial que encarnaba Nick Nolte, eran conscientes del desatino del que formaban parte, y que él habilitaba como un esbirro más. En esta, Franz se resiste a aceptar un escenario que se impone como realidad. Todos sus vecinos le desprecian por ello, e incluso los hay que le insultan o agreden, por pensar diferente, o por actuar de acuerdo a lo que quizás otros no se atreven a expresar. Franz, como Witt, se guían por el impulso de armonía, de empatía por el otro (aunque vaya esposado, se preocupa de ayudar a alguien a recoger algo que se le haya caído): En cierto momento, alguien se pregunta para qué sirvió la muerte de Cristo, si veinte siglos han demostrado que resultó un ejemplo o gesto inútil porque ha prevalecido la tendencia humana a infligir el daño y destruir. Franz soporta su martirologio, los desprecios e insultos, las humillaciones y torturas que sufre durante su detención. La narración se enrosca, como una conmoción que es flujo, en las preguntas que se realizan en dos diferentes momentos, para qué fuimos creados y para qué vivimos. Se enrosca con la desesperación que mira a las montañas como si alguna respuesta fuera factible en su silencio.
La extraordinaria banda sonora de James Newton Howard