martes, 12 de noviembre de 2019
Fugitivos del desierto
Fugitivos del desierto (Ice cold in Alex, 1958), de J Lee Thompson, coincide con otras estimulantes producciones británicas realizadas entonces, El único evadido (1957), de Roy Baker o Comando de la muerte (1958), de Guy Green, en conjugar admirablemente el género bélico con el de aventuras, el avatar físico de unos personajes en una circunstancia extrema, enfrentados no sólo a un enemigo sino a un agreste entorno natural. Como señala, en las secuencias finales, uno de los cuatro protagonistas de esta excelente obra, se enfrentaron a un enemigo común, el desierto. A diferencia de Comando de la muerte, cuya primera parte se centra en una misión a cumplir, con sus episódicos enfrentamientos bélicos, Fugitivos del desierto se centra en la peripecia de cuatro personajes cruzando el desierto con su camioneta de la cruz roja, en un momento crítico para el ejercito británico cuando, en 1942, se retiraba de Tobruk a El Alamein, mientras el ejercito alemán le iba arrebatando terreno. El trayecto está narrado con una admirable fisicidad, atenta al detalle: hace sentir el sol, la arena, la sequedad, el agotamiento. Los personajes, en el primer tramo, superan un campo de minas, y tienen que franquear el peaje de control de una tanqueta alemana, pero el trance fundamental que pondrá a prueba su resistencia y capacidad de superación es un extenso territorio conocido como La depresión, al que califican como un pudin de arroz por su traicionera textura, cercana también a la de una jalea rojiza que puede transformarse en fatales arenas movedizas, y en donde también tendrán que lograr superar con el camión, combinando ingenio y fortaleza, una pronunciada ladera de arena.
Es una de las obras más inspiradas de Thompson, junto a A woman in a dressing gown (1957) y El cabo del miedo (1962). La posterior La india en llamas (1959) reincide en la habilidad para narrar tensos trances físicos, aunque carece de la densidad de esta, como la mucho más afamada Los cañones de Navarone (1961), en la que sustituyó en el último momento a Alexander MacKendrick, y que resulta una obra correcta, demasiado correcta, una película autómata, impecable como engranaje, ejemplo de otras tantas desangeladas hazañas bélicas de esa década (desde El día más largo a El desafío de las águilas), pero carente de la intensa energía y del brío creativo de Fugitivos en el desierto. Hay un aspecto que dota de una sugestiva densidad al arco dramático de la narración, los contrastes del carácter del capitán Anson (extraordinario John Mills), un oficial al que ya desde su presentación apreciamos cuán exhausto se siente física y emocionalmente, ya al límite de quebrarse, apoyándose en el alcohol como espita de liberación o entumecimiento, pero que no disimula una desesperación por ser ya sentirse casi incapaz de resistir la tensión de la guerra: su gesto de sobresalto, mientras su superior le comenta la misión, al escuchar caer una bomba más, otra más de ya tantos cientos: los nervios los tiene casi rotos; casi se pueden equiparar con un campo de minas. De hecho en la obra se produce un requiebro cuando Anson cometa un error: se precipita al huir de la tanqueta alemana cuando no debería haberlo hecho, ya que conduce un camión sanitario; esa precipitación provoca que los soldados alemanes, en su persecución, disparen sobre ellos causando la muerte de una de las dos enfermeras que llevan de pasajeras; qué bien se refleja la desesperada amargura que siente por su fatídico error a través de las expresión de su semblante, el zumbido de una mosca, y los agujeros de bala en la chapa. En ese momento Anson realiza una promesa, que es un desafío, no consumirr una gota de alcohol hasta llegar a Alex (Alejandría), y beber allí, para celebrar el éxito de que hayan logrado superar todas las adversidades, una cerveza en un vaso bien helado (Ice cold in Alex, una bebida helada en Alejandría, es el titulo original).
Ice cold también se califica a alguien frío, alguien al que no parece afectarle las emociones. No es precisamente así Anson, a quien las emociones superan, con las que lidia y forcejea a lo largo de la narración, lo que dota de esa inmediatez emocional al trayecto físico. Por eso, Fugitivos del desierto es tanto una odisea física como emocional, en el que superar unos campos de minas o unas arenas movedizas en un sentido literal como figurado, físico como emocional, de ahí la belleza catártica en la conclusión cuando Anson acaricia con sus dedos el vaso helado que contiene la cerveza. Los compañeros masculinos de Anson representan lo opuesto, lo que siente que le falta en su desgaste físico y emocional, en su condición quebradiza, casi al límite de sus fuerzas, cansancio que a veces se torna intemperancia y brusquedad: el sargento Pugh (Harry Andrews), es la serenidad, la templanza, nunca pierde los nervios, constante y firme. El oficial holandés sudafricano que recogen en el camino, Van der Poel (Anthony Quayle), es arrogante, pura fortaleza (en contraste con el físico menudo y enclenque de Anson). Y la enfermera Murdoch (Sylvia Sims) despierta su sensibilidad entumecida, su confianza en lo posible, en una relación afectiva (ya que piensa que, en forma humana, sería tan desabrido como el espacio la depresión que cruzan) y, en un sentido amplio, en superar cualquier circunstancia, ya que no tiene por qué abocarse todo a las arenas movedizas de un infierno en donde no haya espacio para la luz, para la calidez. Además, las sospechas sobre si Van der Poel es un espía alemán (¿qué porta realmente en la mochila, aparte de ginebra?¿por qué va con la pala cada día a la misma hora a hacer sus necesidades, o esto es una excusa?), derivan el relato, amplificando sus complejas resonancias, hacia el territorio del afianzamiento de la colaboración, del equipo unido, por encima de cualquier diferencia o rivalidad. Más allá de que quizá sea realmente un espía aleman, la cuestión es cómo los cuatros colaboran para superar la adversa circunstancia, en la que no es un enemigo sino alguien cuya aportación es esencial para sobrevivir. Por eso, Fugitivos del desierto no es sino el relato de una peripecia más bien esencial: Es el ser humano enfrentado al entorno y enfrentado a sí mismo, la entraña desnuda de la aventura más genuina.
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